/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /
Había puesto el dedo sobre el mapa de España.
—Hay una conspiración —dijo.
El otro se quitó las gafas y miró el mapa.
—¿Dónde?
—Aquí —y señaló a Badajoz.
—Imposible —dijo el otro.
—¿Por qué imposible?
—García estuvo allí el mes pasado.
—¿Y qué?
—Allí no pasa nada.
—Me gustaría hablar con García.
—Va a ir al teatro —dijo el otro.
Al salir del teatro lo abordó.
—¿Qué pasa? —dijo García.
—Quiero hablar de Badajoz.
Fueron a un tugurio.
—¿Sabes algo? —le dijo.
—¿Algo de qué?
—He oído que no está pasando nada ¿Qué hay de Badajoz? Dicen que has ido.
—Aquello está tranquilo.
—Sí, pero ¿hasta cuándo?
—No lo sé.
—Eso es lo malo.
Una semana después, García desapareció. Él fue a ver a una que se decía que era su novia.
—¿Dónde está García? —dijo.
—No lo sé —dijo Manuela.
—¿Hace mucho que no lo ves?
—No lo he visto nunca —dijo ella.
—Sois novios.
—Sí.
—¿Y no lo has visto?
—No.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—¿Qué clase de novios sois?
—Eso no es asunto mío —dijo Manuela.
En su casa, Juan estuvo pensando. Después de esfumarse García, nadie había dicho nada. Todo era extraño. Al día siguiente, fue al apartamento de García. Había un mapa de España dentro de la nevera junto a una naranja. En un cajón encontró una bala. Mientras husmeaba, entró Manuela.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Aquí no hay nada —dijo él.
—¿Y qué esperabas, el tesoro de Aladino?
Él la besó contra la pared. Ella le dio un guantazo.
—Esto de parte de García.
—Me voy —dijo él.
Al otro día se fue a Badajoz. En la estación había un hombre sentado. Se sentó a su lado.
—¿Dónde está? —dijo.
—¿Quién? —dijo el hombre.
—García —dijo—. Había un mapa en su nevera.
—Se ve que le gusta la geografía.
—Es eso todo lo que se te ocurre?
El otro lo miró.
—Vamos —dijo.
Ambos salieron de la estación. En un solar a unos diez kilómetros de Badajoz, había una casa. Llegaron y aparcaron delante. Dentro se oía una conversación. Una mujer abrió la puerta.
—¿Qué ha pasado? —dijo.
—Nada —dijo el hombre que había estado sentado en la estación, y que se llamaba Motius—. Hay un problema
—¿Qué problema? —dijo una voz desde el interior de la casa.
—El mapa —dijo Motius.
—¿Qué pasa con el mapa? —dijo la voz.
Entraron. La voz salía del otro lado de un biombo.
—¿Dónde está García? —preguntó Juan.
Algo pareció moverse al otro lado del biombo. Luego apareció un hombre calvo y grueso que llevaba un libro en la mano. Lo abrió y leyó un poco en voz alta. Era un fragmento del libro de Jonás. Al terminar la lectura miró a los dos hombres.
—Quiero ese mapa —dijo.
—No lo tenemos —dijo Motius.
—Se ha ido, ha desaparecido —dijo el hombre gordo y calvo. Luego cogió una botella de ginebra y se sirvió un vaso hasta arriba.
—¿Qué estaba haciendo? —dijo.
—¿Quién?
—García.
—No lo sé —dijo el gordo.
—Entonces, ¿a qué vino a Badajoz el mes pasado? —volvió a preguntar mientras sus dedos se deslizaban por la esquina de una mesa de hierro.
El calvo se sentó en una mecedora y dio un sorbo a la ginebra.
—Supongo que a ver todo esto —e hizo un gesto que abarcaba el campo y la ciudad.
La mujer se puso junto a la ventana y Motius se puso a mirar unas fotografías.
—Aquí está —dijo.
Cogió una de las fotos donde estaba García con el gordo y una joven.
—Eso fue hace dos años —dijo el gordo—. Quiso buscar una casa para poder pasar una temporada.
—¿Quién es la joven? —dijo Juan Pérez.
—No me acuerdo —dijo el gordo—. Vino con él y se fue con él. Esa foto la hizo Carmen —dijo señalando a la mujer de la ventana—. Tenía ganas de pasarlo bien y se puso a echar fotos. A mí me cogió por casualidad.
Pérez y Motius abandonaron la casa del gordo.
—Es mejor que te vayas —dijo Motius.
—Quiero hablar con García —dijo Juan Pérez.
—No está aquí —dijo Motius.
—Entonces, ¿dónde está? —el otro se le quedó mirando.
En Badajoz entraron al bar Cati. Cati estaba en la barra sirviendo bebidas y refrescos. Les puso dos ginebras con tónica. Pérez le enseñó una foto de García. Ella lo miró bien y luego le devolvió la foto.
—¿Qué pasa con él? —dijo.
—Tengo que decirle algo.
Cati les dijo que vivía no lejos de allí y que iba de vez en cuando con otros actores a pasar un rato.
—¿Actores? —dijo Pérez.
—Sí, actores. Es actor y viene a menudo —dijo Cati.
Pérez miró a Motius.
—Gracias —dijo— y se fueron después de pagar los gintonics.
Ya en la calle, Motius dijo que tenía que ir a afeitarse y se alejó con rapidez. Pérez hizo un par de llamadas telefónicas y después se fue al hotel. García lo estaba esperando en su habitación.
—¿Qué hace el mapa de España en tu nevera? —le dijo.
—Eso es asunto mío.
—¿Conque es asunto tuyo?
—¿Está prohibido? —dijo García.
—No, que yo sepa.
—Estás acabado —dijo García—. Piensa un poco.
—¿Qué haces aquí? —dijo Pérez.
—He venido a verte.
—Ya me has visto, ahora desembucha.
—He oído que querías hablarme.
—Manuela te está esperando.
—Déjala a ella en paz.
—Entonces hablaremos de mapas ¿te gustan los mapas? —dijo Pérez.
—Solo si están fríos —dijo García encendiendo un pitillo—. Está bien, el mapa es de ella.
—¿Qué sabe ella? —dijo Pérez.
—Estar con la boca cerrada.
—Y hacer fotos —dijo Pérez.
—¿De qué fotos me estás hablando?
—De una en la que estáis el gordo y tú.
—Te equivocas, no la hizo ella.
—Eso ya lo sé —dijo Pérez.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Saber qué hay detrás de todo esto.
—Pregúntale a tu amigo el gordo —dijo García.
—El gordo no es mi amigo.
—Eso que te pierdes —dijo García—. Eres un idealista. Crees que el mundo no tiene sentido.
—Sé que tramáis algo —dijo Pérez—. Dile a tus amigos del teatro que se anden con ojo.
Después de irse García, Pérez llamó por teléfono, luego fue a tomar algo y, mientras tragaba un trozo de tortilla de patatas, una mujer se sentó a su lado.
—¿Qué haces aquí? —dijo.
—Me han dicho que ha venido —dijo Manuela.
—Está en un aprieto, sus amigos del teatro tienen un plan para conspirar.
—¿Por eso guardó el mapa en la nevera? —dijo ella.
—No creo. El mapa no tiene nada que ver, es una tapadera. Pero tenemos que hacer algo. Me gustaría saber lo que traman en la compañía y tú puedes ayudarme.
Manuela pidió un Martini.
—¿Ayudarte? —dijo.
—Él no te conoce. Hazte pasar por actriz.
—Pero soy su novia, no lo olvides.
—No lo he olvidado.
Motius dirigía la obra, pero confundió y mezcló personajes, papeles y argumentos. Por la mañana, Manuela se dejó caer por el teatro y habló con Motius, quien no quería ver a nadie. Se había arrinconado y luego fue a casa del calvo con Manuela. Allí la encerró en el sótano y le dio un texto de su invención, que ella repitió de memoria dos horas más tarde. Pérez no podía imaginar que Motius era director teatral. Fue a dar una vuelta por los alrededores. Había un camino que iba hasta una casa en la orilla del río. La casa tenía un embarcadero. Se metió en la casa hecha con viejas maderas de barco. Había una mesa con dos sillas y algunos libros. Se puso a husmear y vio un trozo de mapa igual al que había en la nevera de García. Entonces escuchó un ruido y Carmen entró en la casa.
—¿Qué haces tú aquí? —le dijo—. ¿Es esto lo que buscas? —y le mostró el trozo del mapa.
—No deberías hurgar en la basura —dijo la mujer.
—¿Quién hay detrás de esto? —preguntó Pérez.
Ella se puso a llorar.
—Tú también has caído en la trampa del calvo.
—No sé de qué hablas —dijo ella.
—De esto —y le mostró el trozo del mapa que estaba dentro del libro de Ruth—. ¿Es así como el calvo consigue atraeros?
—No te entiendo —dijo Carmen.
—Pues creo que es bien sencillo: el calvo utiliza el mapa de España para llevaros adonde quiere.
—Nunca ha utilizado ese truco, al menos conmigo. Yo habría sabido ir a cualquier parte sin ayuda de sus estúpidos mapas.
—Entonces reconoces que los ha usado con otras mujeres.
—Puede ser —dijo Carmen—. A algunas se los daba para que no se perdieran por los caminos y a otras les prometía que si iban a tal o cual sitio encontrarían allí un regalo en forma de mapa. Pero no comprendo cómo las convencía para que vieran en el mapa algo bonito.
—¿Estarías dispuesta a repetir eso mismo ante el juez? —dijo Pérez.
Ella había sacado un pintalabios y se estaba pintando los labios en un espejo improvisado formado por el culo de una lata de hojalata.
—¿Estás loco? —dijo volviéndose y retirando de la mesa un trozo de madera—. Tendría que ser muy idiota para hacer eso.
—Es que lo eres, según deduzco de lo que me estás contando.
Ella le dio un bofetón y salió por la puerta dejando en el aire un halo de color rojo.
Pérez fue al bar de Cati, donde un grupo de actores se dedicaba a aburrirse contando chistes y riéndose a mandíbula batiente por cada uno de los chistes, durante varios minutos. Ni García ni Motius estaban con ellos. Al otro día las noticias hablaban de un calvo que había sido hallado muerto en su casa. Motius y García habían desaparecido y también lo hicieron Manuela y Carmen. La compañía de actores se había disuelto la noche anterior, después de los chistes, y no quedaba nadie.
Pérez volvió a su oficina y al cabo de varios días recibió un paquete con las obras completas de Rasputín. El remitente era alguien que vivía en un pueblo de La Rioja, cerca de Calahorra. La casa estaba en un lugar apartado, a algunos cientos de metros del pueblo, y le abrió la puerta una mujer baja y rechoncha, llamada Matilde.
—¿Qué quiere usted? —dijo.
—He recibido este libro y lo han enviado desde aquí.
Ella miró el libro como si no supiera de qué iba la cosa.
—¡Ah! Bueno —dijo—. Sí, el otro día vino una joven y me dio dinero si enviaba un paquete a una dirección.
—Y usted lo hizo sin preguntarse qué podría ser. ¿Y si hubiera sido una bomba? —dijo Pérez.
—Entonces usted no estaría aquí ahora —dijo ella.
—Puede ser —aceptó Pérez—. ¿Recuerda cómo era la joven?
La mujer le dio una descripción que Pérez no reconoció. Seguramente la chica que llevó el paquete tampoco sabría nada. Le dio las gracias a la mujer y se fue caminando hacia el pueblo. Era ya casi de noche, por lo que se vio obligado a alojarse en la única casa rural que había. En el pequeño salón de estar estaba García hojeando una revista de moda y complementos. Al verlo, García no se asombró.
—Sabía que antes o después te dejarías ver por aquí.
—No imaginaba que estabas interesando en la vida de ese intrigante, aunque empiezo a sospechar que todo encaja de maravilla.
—¿No puedo hacerte un obsequio para celebrar que no hay ninguna conspiración?
—Dudo que tú celebres eso —dijo Pérez.
—¿Por quién me has tomado? ¿Piensas que estoy todo el día conspirando?
—No tengo ni idea de a qué te dedicas en tus ratos libres, ¿Se puede saber para qué me has mandado un libro sobre Rasputín?
—Quería ver cómo te lo tomabas.
—¿Y cómo quieres que me lo tome? Hace tiempo que todo esto ha empezado a oler muy mal y ahora vas e intentas pasarte de listo conmigo.
—Bueno, bueno —dijo García—. No es para tanto.
—¿Qué pasó con el calvo? —dijo Pérez—. ¿Por qué salisteis corriendo de allí?
—El calvo sabía demasiado. Además se estaba pasando de rosca con el tema de los mapas. Alguien dio el chivatazo y las cosas se complicaron. Le pasó por idiota.
—No creo que un idiota se ponga a leer el libro de Jonás detrás de un biombo.
—Motius no piensa lo mismo —dijo García.
—¿Entonces ha sido él?
—No sé nada. Se largó antes de que le echaran el guante. Además, la obra fue un fracaso. Tuvo una discusión con algunos actores que no soportaban sus decorados.
—¿Qué le pasaba a sus decorados?
—No estoy seguro, supongo que sería por el trozo de hierro que puso en medio del escenario junto a una copia del mapa.
—¿Y qué?
—También había un retrato de una parienta suya que llevaba a todas partes.
—Todo eso no significa nada, me estás liando.
—Como quieras —dijo García—, pero me tengo que ir. Me esperan en Sepúlveda.
Al día siguiente Pérez salió en el coche y se dirigió directamente a un cementerio que se halla encaramado en lo alto del barranco del Duratón. Era el lugar señalado en el mapa que había visto en la nevera de García, antes de que este fuera a Badajoz. Si había una conspiración en marcha allí, quedaría constancia y signos de algo. Recorrió una a una las dos o tres docenas de lápidas. Todas parecían iguales menos una, que tenía algo raro. Cuando cayó en la cuenta de que el nombre que figuraba era el del Otro ya no le quedaron dudas de que la conspiración era una realidad.
Varias semanas después de estos hechos Pérez recibió la visita de una mujer joven. Vestía blusa y pantalón y llevaba gafas oscuras. Sus modales eran elegantes, por lo que Pérez comenzó a pensar en billetes de cien.
—Quiero que me busque, porque voy a desaparecer.
Pérez no sabía qué decir.
—¿Y cómo lo sabe?
—He oído conversaciones.
—¿Dónde?
Ella se ruborizó.
—En misa.
—¿Va usted a misa? —dijo Pérez.
—Los miércoles —dijo ella.
—¿Y para qué?
—Me divierte.
Pérez estaba perplejo.
—¿Y qué tiene eso que ver con su futura evaporación? —dijo.
—Ya le he dicho que he escuchado cosas que no me gustan demasiado.
—¿Qué cosas?
—No me gustaría tener que repetirlas ahora. No es esa mi intención. Solo quiero que cuando desaparezca venga usted a buscarme.
—¿Y a dónde debo ir a buscarla? —dijo Pérez con ironía.
—Le ruego que no se burle de mí. Esto es más serio de lo que cree.
—Son quinientos ahora y otros setecientos cuando la encuentre, si es que la encuentro.
Ella sacó de su bolso un fajo de billetes de doscientos y le dio diez de aquellos billetes a Pérez.
—Creo que esto será suficiente.
Luego se levantó y salió del despacho dejando un rastro de cristianismo barato.
Pérez no tomó en serio lo de la chica, pero como tenía los dos mil pavos, no tuvo más remedio que ponerse a esperar. Dos días después se tropezó con García, quien salía apresuradamente de una iglesia donde se celebraba una misa solemne.
—¿Qué hacías ahí dentro? —le preguntó.
—Tengo muchísima prisa —dijo García—. Me esperan en el Círculo Agrario de Níjar.
El Círculo Agrario de Níjar es un edificio de planta baja de color verde desvaído. Tiene una barra de bar y una mesa de billar francés junto con algunas sillas por las paredes. Cuando entró García no había nadie esperándolo. Fue a la barra y pidió un vaso de vino tinto con canela y pimienta. Había una mujer gorda atendiendo detrás del mostrador.
—Me dijeron que me estarían esperando —le dijo a la mujer.
—Había alguien jugando al billar hace un rato —le dijo ella.
García pasó a un cuarto que había detrás del Círculo. Sentada ante una mesa de madera una joven tomaba notas. García tomó asiento frente a ella.
—¿Qué vais a hacer? —dijo.
—Aún no se sabe —dijo Gloria.
—No puedo seguir engañando a Pérez.
—Ya me he encargado de eso. Vendrá a buscarme y tú te encargarás de él.
—¿Qué le dijiste?
—No te preocupes por eso. Lo importante ahora es que pongamos el mapa en la pared que hay junto al billar.
—¿Y qué vamos a conseguir con eso? —dijo García.
—Cuando llegue Pérez y lo vea creerá que yo estoy metida hasta el cuello.
—¿En qué? —preguntó García.
—Eso es lo de menos. Lo importante es que él lo crea y tú le seguirás los pasos para ver qué hace. Y si es necesario tendrás que encargarte de él.
—Es capaz de hacer cualquier cosa con tal de ver demostradas sus sospechas —dijo García.
—Ya lo sé, pero puede que nos lleve hasta el Otro.
Dos días después Pérez se descolgaba por el Círculo Agrario de Níjar. Gloria había puesto en la pared, con chinchetas, un trozo del mapa de España, la mitad más o menos. Ella estaba en la barra tomando un Martini. Pérez se acercó a ella y le ofreció fuego con un mechero de oro puro. Ella lo aceptó, sacó un cigarrillo de una pitillera de plata dorada y dejó que Pérez lo encendiera a su gusto.
Él hizo como que no había visto el trozo de mapa de la pared.
—¿Qué tal va todo? —dijo ella.
—Eso me gustaría a mí saber. Ya veo que aún no has desaparecido.
—¿En qué lo has notado?
—Déjame que lo piense —dijo Pérez.
—¿Es aquello lo que buscas? —dijo ella señalando la pared. Él miró hacia allí y luego miró a Gloria.
—¿Dónde está García?
—Por ahí —dijo ella.
—Está bien, lo esperaremos juntos.
—Magnífico.
Jugaron unas manos al billar hasta que García entró por la puerta.
—¿Qué haces tú aquí? —dijo.
—Jugando al billar.
—Eso ya lo veo.
—Entonces, ¿por qué lo preguntas?
García pidió un vaso de vino tinto con canela y pimienta.
—¿Sabes algo que yo no sepa? —dijo.
—Sí —dijo Pérez—. Que eres un imbécil.
García echó mano al bolsillo para coger su pistola, pero no la llevaba encima.
—Acabas de resucitar —le dijo a Pérez.
—¿Ah sí? Pues tengo la impresión de que tú no lo has hecho aún. Estás más acabado que el Carbonífero.
Gloria seguía haciendo carambolas.
—¿Por qué no firmáis el armisticio? —dijo desde la mesa.
En aquel preciso momento se descolgó el mapa y se vino al suelo. Se oyó un disparo y una bala lo atrapó de nuevo contra la pared antes de que cayera del todo. Gloria devolvió su pistola a la liga y pidió un Martini.
—¿Se puede saber a qué juegas? —dijo García. Pero Pérez ya había descolgado el mapa. La bala había entrado por Calahorra.
—¿Qué significa esto? —dijo, y al volverse vio a García besando a Gloria junto a la mesa de billar. Había aprovechado el estruendo del disparo para coger a Gloria por la cintura y arrimarle un beso retorcido. Ella le dio un bofetón que resonó más fuerte que el tiro y García cayó muerto a los pies de la mesa de billar.
Pérez y Gloria huyeron del círculo agrario. Pérez llevaba el mapa. Gloria tenía un Seat 850 que los llevó por las carreteras solitarias hasta una aldea en la sierra de las Estancias. Pasaron la noche en una casa abandonada. Pérez se había convertido en cómplice de Gloria e hiciera lo que hiciera ya no podría evitar ese vínculo.
—¿Qué piensas hacer? —dijo.
—Quiero largarme, dejar todo esto —dijo ella.
—¿Qué sabes de Motius? —dijo Pérez.
—¿Quién es Motius?
—Un topo.
—No lo he visto nunca.
—Entonces, ¿qué hacía el mapa en la pared del círculo?
—Lo trajo un tipo calvo y gordo hará un par de meses. Yo estaba con un tal Jaime y ese gordo apareció con el mapa.
—¿Eso es todo?
—Más o menos.
—¿Y qué hacías con ese Jaime?
—Lo que se hace con todos los Jaimes. Es cosa mía.
—Ahora es de los dos. Si yo canto tú vas a estar a la sombra un buen rato.
—¿Siempre eres igual de desagradable? —dijo ella.
—A veces un poco más.
El sujeto llamado Jaime era un tipo duro. Era natural de Pontevedra, pero se vino a vivir a una cueva de Galera, donde vendía botijos y cacerolas. Cuando llegaron a su casa, estaba sentado en una hamaca a la sombra. Lo acompañaba uno con aspecto de turista inglés. En cuestiones turísticas, los ingleses son primeros espadas.
—Este es Alfred —dijo Jaime—. ¿Cómo estás?
—Podría estar mejor —dijo Gloria.
Jaime era moreno y velludo y llevaba pantalones cortos y camisa con dibujos de flores y frutos tropicales.
—¿Qué te trae por aquí?
—Mi amigo cree que entiendes mucho de mapas.
Jaime soltó un par de carcajadas falsas secundadas por el británico.
—¿Y qué le hace pensar así? —dijo.
Pérez sacó el trozo que llevaba y lo puso sobre la mesa.
—¿Qué me dices de esto?
Jaime mostró cierta sorpresa. Luego miró el mapa con detenimiento.
—Aquí falta la mitad —dijo.
—En la nevera de un tal García está la otra mitad.
—¿No me digas? —dijo divertido.
—Y aún hay una tercera mitad —dijo el sujeto llamado Alfred.
—Eso es muy interesante —dijo Pérez—. ¿Qué te parece si le hacemos una visita de cortesía a tu amigo el gordo?
—Ese gordo era un bocazas —dijo Jaime—, pero al parecer se lo cargaron hace poco.
—No fue a él —dijo Pérez—. El periódico habló de un calvo y los muchachos se lo creyeron y por eso salieron de estampida. No se entretuvieron en leer todo el artículo completo o habrían averiguado que se trataba de otro calvo. Nuestro amigo el gordo tendrá algo que decirnos porque le gusta leer la Biblia.
Los cuatro subieron al 850 y se largaron a Badajoz a toda la velocidad de que era capaz aquel bólido. En la casa del gordo solo estaba Carmen. Leía el libro de Jonás cuando ellos llegaron.
—¿Dónde está el gordo? —preguntó Pérez.
—Ha ido a misa.
—Está bien, lo esperaremos.
Eras las seis de la tarde, pero el gordo no volvió aquella noche. Al otro día, apareció su cadáver dentro de un confesionario, desnudo y con un tiro en la planta del pie. Le habían disparado con una 45 corta y la bala le había atravesado toda la pierna longitudinalmente y el cuerpo, yendo a alojarse en el lóbulo izquierdo del celebro, justo en la neurona encargada de pensar en Dios.
—Esto es cosa de un profesional —había dicho el detective de la policía.
Pérez y Gloria se reunieron con los otros dos en un bar de las afueras.
—Aquí hay algo que no me cuadra —dijo Jaime.
—Pues para mí todo tiene mucho sentido. La cosa no puede estar más clara —dijo el inglés—. Lo raro es que no lo hayamos visto antes.
—¿Y qué es lo que has visto? —le preguntó Gloria.
—Todo. Está claro como el agua. Lo del mapa era solo para despistar. García guarda el suyo en la nevera para que parezca que hay una conspiración. Luego Motius y el gordo hacen un teatrillo para que creáis que García sabe algo. Pero este cree que Manuela lo conoce de vista.
—¿Cómo que cree que Manuela lo conoce de vista? —dijo Pérez.
—Eso he dicho. García hizo correr la voz de que Manuela y él eran novios. Ella llegó a creérselo pero no tiene ni idea de quién es el tal García. Pero es astuto. Se presenta al casting de Motius para no levantar sospechas.
—Ya, ahora lo voy entendiendo. Conspiraba a la sombra del Otro y para no hacer mucho ruido hizo creer a todos que había una conspiración.
—No —dijo Alfred.
—Hay que encontrar a Motius —dijo Pérez.
Jaime y el inglés se largaron y Pérez y Gloria fueron en busca de Motius.
—¿Quién es Motius? —preguntó Gloria.
—No lo sé. Creo que es agente doble del Vaticano. Se encarga de vigilar las estaciones y dirige una compañía de teatro vanguardista.
—Puede que tenga la tercera mitad del mapa —dijo ella.
—Es posible.
—¿Crees que sabe algo de Manuela?
—La inventó él, eso está claro. La puso en marcha y luego le hizo creer en tonterías.
Dos meses después de estos hechos Motius fue encargado de vigilar el castillo de Belmonte. Cuando estaba sentado junto a la muralla, llegó Manuela y fue a reunirse con él.
—¿Qué has encontrado? —dijo.
—Hay un paquete a tu nombre.
—Quiero verlo.
Ella lo condujo hasta un corral abandonado y destapó una caja de cartón que había oculta detrás de unas sillas rotas. Dentro no había nada.
—¿Dónde están las tres mitades del mapa?
Manuela le disparó y cayó muerto con la cabeza dentro de la caja.

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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