/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /
El dolor de puntillas
Cerca de donde estoy sentado, un chino asea el nicho de su esposa.
—¿Dónde enterrarán a los emigrantes cuando empiecen a morir? –preguntó un día mi cuñado Bernardo. Aquí sólo hay un cementerio y es parroquial. ¿Se construirán cementerios aparte como ya hay algunas carnicerías sólo para árabes donde no se expide carne de cerdo?
Entonces no supe responder. Ni ahora sabría. Quizá los más solventes los metan en un avión y los devuelvan a su tierra. Algunos se habrán convertido al cristianismo. A otros, como a mí mismo, les dará igual que entierren a sus muertos en un sitio o en otro. Posiblemente sea el caso y este hombre estará tan convencido de la inexistencia de la otra vida como yo. Es el dolor que refleja su rostro lo que conmueve y asusta.
Mi dolor, disminuido por el tiempo y la primavera, se alza de puntillas tratando de competir con el del chino. Nosotros jugamos en casa. Es inútil: perdemos. Constantemente nos quejamos de lo efímera que es la felicidad. Sería excesivo protestar también porque el dolor no dura. Mi dolor es viejo, está gastado. En su día intenté hacerlo absoluto pero fracasé. El tiempo pasa, el recuerdo queda. El recuerdo queda, pero la pasión que estos muertos inspiraron alguna vez se ha marchitado como las flores cortadas en los búcaros. Quisiera haber traído a mi hijo a un mundo mejor que este, a un mundo más noble donde decir para siempre significara para siempre. Ahora me muero por abrazar a Emilia. Diecisiete años sólo. A esa mujer embarazada que comía conmigo en el restaurante chino la he olvidado. Ahora miro su tumba y sólo me duele la ausencia de dolor, el vacío que deja la espina sacada del corazón. Tú me olvidaste cinco años antes. Ya sé que no fue culpa tuya. Pero eso no cambia nada. De repente dejaste de quererme y te consolaste con el vacío primordial de donde los seres vienen y a donde los seres retornan. Ya no te importaba si yo te quería o no te quería. No te importa ahora que desee a Emilia o que me acueste con Chitina. ¿Por qué tendría que sufrir yo si tú ya no sufres?
Alejandro
Empiezo a deshacer el camino recorrido. Como un escalador al que le cuesta semanas llegar a la cima de una montaña, he llegado a donde está Herminia, he plantado la bandera y ahora abandono rápidamente el lugar como el que desciende.
Aún me queda un último muerto por visitar. Alejandro. Hará más o menos dos años murió el único niño prodigio de verdad que he conocido. El mismo día del parto, su madre aun exhausta, se extravió en el hospital andando sobre sus gordezuelas piernas como un potrillo neonato, y acabaron encontrándolo en un quirófano, discutiendo con un neurocirujano sobre la complicada extracción de un glioma. Con esa precocidad no es de extrañar que muriera a los quince años. Era alumno mío. Decir que, habiendo perdido a mi hijo, volqué en él el amor paternal que me había quedado libre, como un taxi, y que cuando murió reviví el infierno de la separación, no sería cierto. No lo quería de esa forma, sino como uno quiere coche último modelo que adelanta a todos en la carretera. Porque Alejandro era una especie de juguete en nuestras manos. Y además era el hermano de Emilia.
¿Quién cuida de estos los niños? ¿Quién los proteger? Los padres no saben. Los profesores tampoco. A sus catorce años, yo no veía en él más que una mente maravillosa. No me siento culpable. No es mi campo. Yo recomendé a los padres un centro especializado. Los padres en principio estuvieron de acuerdo, pero él no quería ni oír hablar del asunto. Durante el año que le di clase, fue un alumno especial. Media hora a la semana hablaba de cosas que sólo él podía comprender, conocimientos de los últimos años de la facultad. Hoy, les decía a mis alumnos, que se quedaban pasmados, vamos a demostrar matemáticamente por qué el cielo es azul. Entonces llenaba la pizarra de operaciones raras que a él no le costaba ningún esfuerzo seguir. Era una máquina. Lo comprendía todo a la primera. Su velocidad de lectura era impresionante. Le recomendaba libros (de hecho se los proporcionaba), enormes y difíciles que me devolvía al día siguiente habiéndolos leído y comprendido. No solamente era mi juguete, sino el de todos. Todos los profesores hacían lo mismo. Nadie quería atosigarlo, pero él pedía más y más. A los quince años empezó a pincharse heroína. No tenía aún dieciséis cuando murió de una sobredosis, quien sabe si intencionada. Era un niño. Teníamos que haberle dicho que además de la lógica de la parte alta del cerebro hay debajo un cerebro de reptil con el que hay que llevar cuidado, pero ninguno de nosotros se lo dijo, todos estábamos muy ocupados en proponerle juegos. Cuando se quedó solo con su cerebro de reptil no le sirvieron de nada los juegos. No nos dimos cuenta de que se sentía demasiado poderoso, de que, como un niño con traje de Superman, podría saltar de un momento a otro por la ventana. Quizá no merecimos la cárcel, pero sí una severa reprimenda.
Aunque le ganaba a las damas con cierta facilidad, descontando a Iván es el único contrincante de damas digno que he tenido. ¿Me hubiera ganado con el tiempo? Estoy seguro. De todas formas, mis triunfos en el juego de damas parecían decirle al oído lo mismo que el esclavo al general romano que desfilaba victorioso: recuerda que eres hombre. Fue mi contribución, insuficiente, a su otra educación.
Ya entonces me gustaba su hermana, pero fue después de la muerte del muchacho cuando empecé a amarla de verdad. Al desaparecer su gemelo y quedarse chulla parecía haber nacido como entidad independiente. Y nacer con un cuerpo completamente desarrollado es propio de las diosas griegas. Afrodita saliendo de las aguas.
Peinado nuevo
La tumba de Alejandro se encuentra situada ahí, al volver, y siempre que me aproximo a ella por esta pendiente me olvido de los muertos y pienso en la posibilidad de encontrarme a Emilia visitando a su hermano. Cuando se desea continuamente algo, si al final, por casualidad, acaba ocurriendo, uno cree en el destino. Por eso, cuando enfilo la hilera de nichos que desembocan en la vía principal y veo de espaldas a Emilia sentada en un banco mirando fijamente la lápida bruñida que refleja dos terceras partes de su propio nombre, la idea de que un dios bueno me la ha traído es tan fuerte que tengo que sacudir la cabeza para apartarla como un toro salvaje intenta derribar a un jinete. No lo consigo del todo y me quedo parado, sin decidirme a desvelar mi presencia.
Emilia ha cambiado de peinado. La observo sin que ella, absorta en la conversación con su hermano, lo note. Ayer pasaría toda la tarde en la peluquería. Ella es libre y tiene todo el futuro por delante. Puede cambiar de peinado cuando le venga en gana. También de novio, de aficiones, de planes. Puede querer ser esto o lo otro. Puede creer o no creer. Aún puede serlo todo. Yo, por obra y gracia de un nefasto accidente, soy un poco más libre que un hombre medio de cuarenta y cinco años. Pero poco más. Siento que me falta tiempo para emprender cambios importantes: vivir en otro país, hablar otra lengua, creer en otros dioses, ganarme la vida de otra forma. No. Aunque llegara hasta los noventa años no haría otra cosa, en la mitad que falta, que reproducir la mitad que ha pasado. Sin embargo los próximos diecisiete años de Emilia serán diferentes. Hasta que su vida ponga el cartel de acabada y empiece a repetirse. Si ella pudiera comprender qué significa tener cuarenta y cinco años y haber leído todos los libros (los que no he leído son iguales que los que he leído), haber visto todas las películas (las que no he visto son iguales que las que he visto), haber conocido a todas las personas (las que no he conocido son iguales que las que he conocido), haber sentido todas las esperanzas y todos los temores, todas las ilusiones, las alegrías y las penas sin que quede ninguna por ahí con la suficiente frescura como para sorprenderme, si supiera qué significa amar como yo la amo, sabiendo que el amor es algo que viene y va como el apetito y que depende de la salud y del tiempo (se sabe a ciencia cierta que se ama más los días soleados que los húmedos), si supiera que incluso el placer de experimentar cosas nuevas llega un momento en que se acaba, si lo supiera… Si lo supiera tendría cuarenta y cinco años y sería una vieja. Pero no lo sabe y aunque yo se lo dijera no lo creería.
Si estuviera aquí Chitina, desde el a positivo que corre por sus venas, me diría: El hecho de comer todos los días no destruye el placer de una buena comida, la comida pasada es un recuerdo, sólo la que humea en la mesa es real, real y sensible, como si la comida se hubiese inventado en ese momento. Y lo mismo pasa con el amor. Lo mismo pasa con todo. Por mucho que te lamentes o te vanaglories de haber vivido mucho y de estar saturado y cansado sólo existe el presente, este momento, este sol de primeros de Junio, este aroma de flores muertas y esta muchacha preciosa acabada de modelar en este preciso instante.
No voy a discutir con Chitina, primero porque no está aquí, y segundo porque tiene cierta razón. También estoy acostumbrado a que la gente que me contradice tenga razón. No es nuevo para mí.
Descendiente de Pitágoras
—Emilia ¿qué haces aquí? —pienso decirle.
Ese no sería un buen comienzo. Es evidente que visita a su hermano y que le ha traído un regalo: una bola de cristal con un ciudad nevada dentro de la bola.
—Hola Emilia ¿vamos a mi casa y echamos un polvo? —Esas palabras, además de groseras y desafortunadas, podrían hasta constituir un delito. Pero ¿y si me dice que sí? Si me dice que sí, a lo mejor me pasa como a Kevin Spacey en American Beauty, que una vez que tiene a la muchacha a tiro la ve como a una niña y no como al símbolo sexual que había inventado.
Emilia no me ha visto aún, puedo retroceder y marcharme ¿Por qué? ¿Todo porque no me sale la primera frase? A mí nunca me han faltado las palabras, será porque mi voz es fuerte y no tengo problemas de dicción. Conozco gente con la voz débil, les cuesta hablar y les cuesta que los entiendan. Como no los entienden cuando hablan, hablan poco, como hablan poco se vuelven taciturnos y tristes. Una simple distensión en sus cuerdas vocales les imprime una forma de ser. Mis cuerdas son fuertes y eso también me imprime una forma de ser.
—Emilia –ella se vuelve y me mira sorprendida—. No te lo he dicho nunca, pero la gens Emilia era una familia de la antigua Roma que se suponía descendiente de Pitágoras. El hecho de que te encuentres con tu profesor de matemáticas en el cementerio lo confirma sin duda.
Ella, desoyendo mis palabras, responde a la pregunta que no he formulado por manida, protocolaria y vulgar, ese formal ¿qué haces aquí? que uno espera oír en circunstancias semejantes, como espera oír hablar del tiempo cuando sube en el ascensor con un vecino.
—He venido a ver a mi hermano. Hoy es su cumpleaños. Me contaba que durante los estudios él y tú jugabais a las damas. Si algún profesor entraba en la clase le decías que las damas estimulan la capacidad matemática.
—Sí. En algunos países el ajedrez es una asignatura optativa. Dicen que ayuda al desarrollo de la mente. Debe ser verdad porque yo he jugado mucho al ajedrez y mira me ahora. Las damas son injustamente el pariente pobre del ajedrez. Por cierto: felicidades.
Dudo entre darle o no dos besos. Quizá pudiera darle dos, uno en cada mejilla, como es preceptivo. Quizá no. Al primero se me pararía el corazón y caería muerto. Demasiada emoción para mi edad. De todas formas ¿qué mejor lugar para caer muerto? Al final no lo hago.
—¿Por qué? –dice Emilia.
—¿Por qué? ¿No es hoy tu cumpleaños?
—No
—¿No? Vamos a ver. Si hoy es el cumpleaños de tu hermano y erais mellizos tiene que ser necesariamente tu cumpleaños. A parte de jugar al ajedrez he estudiado una carrera y entre las asignaturas estaba la lógica. ¿Vas a saber tú mejor que yo cuando es tu cumpleaños? Por favor, un respeto para la ciencia.
—Ya sé que una chica bien educada no debe contradecir a las personas mayores –me dice Emilia. Y yo imagino en su boca una sonrisa pícara, como si estuviera coqueteando, como si en realidad quisiera decir que la diferencia de edad entre nosotros no supone un obstáculo, que somos simplemente un hombre y una mujer en edad de procrear, que en el mundo animal el gran macho viejo y experimentado cubre a la jovencita para que la nueva generación se parezca a él, que ahora estamos solos, lejos de la sociedad, como dos elefantes en la selva; todo eso leo en su sonrisa. ¿No me ha dicho hace un momento que su hermano le hablaba de mí? El gran jugador de damas, el invencible. ¿Ya entonces me amaba? Porque ahora me ama, sin duda. Mi pensamiento lógico me lleva a esa conclusión. También mi lógica me dice que hoy es su cumpleaños y ella dice que no.
El hermano menor
Hoy es el cumpleaños de mi hermano, no el mío. Yo nací el 31 de mayo a las 11´50 y él el 1 de junio a las 00:15 y así nos inscribieron en el registro. A mis padres les hizo gracia tener hijos gemelos nacidos en distintos días, no pensaron en los cumpleaños. Cada año se tiraban de los pelos, maldecían la ocurrencia. Tenían que celebrar dos fiestas de cumpleaños seguidas. Formalmente yo soy la mayor. Aunque Alejandro decía que era él porque si se echan manzanas en un cesto salen primero las que se han echado más tarde. Y decía que los chinos cuentan la edad de una persona desde el momento de la concepción y no desde el alumbramiento. Un sietemesino de un año es más joven que un niño a término de once meses, aunque legalmente el sietemesino sea un mes mayor, me decía. Bobadas, le contestaba. Yo seré mayor de edad un día antes que tú. Enseñando mi carné podré hacer cosas que tú no podrás hacer hasta el día siguiente. Parece tonto pero a causa de esa diferencia de fechas éramos menos gemelos que otros. Para mí era mi hermano pequeño, celebraba mi cumpleaños antes que él.
Emilia se queda pensativa. Extiende su mano hasta coger la bola de cristal donde está la diminuta ciudad encerrada con sus diminutos habitantes dentro de las casas y volviéndola del revés y luego otra vez del derecho hace nevar sobre los tejados, sobre las calles. Allí dentro alguien pensará en el misterio de la nieve. ¿Qué dios caprichoso hará nevar cuando le viene en gana? Aquí también, en este mundo, una mano nos vuelve del revés y luego del derecho. Emilia y yo hemos caído de pie como los gatos. Herminia, Alejandro, Enrique, no han resistido el vaivén. ¿Qué mano hace nevar aquí? Emilia tiene sus dudas. El dios padre del viejo testamento es demasiado cascarrabias, y el dios hijo del nuevo demasiado impotente. ¿Qué se puede esperar de un dios que se deja avasallar? No cree realmente que su hermano esté en el cielo ¿o sí?
Pregunta pertinente
—¿Puede existir el cielo y que mi hermano esté allí? –Me mira como si estuviéramos en clase y me planteara una duda sobre la materia del curso. El lugar y el momento hacen la pregunta pertinente.
Cuando murió su hermano le di el pésame y ella lloró. Creo que me enamoré en ese preciso momento. Pensé mentirle y consolarla. La vida eterna y esas cosas. Si no lo hice entonces no lo voy a hacer ahora.
—Cuando en La Edad Media –le digo poniéndome la toga— se observaba a los astros suponiendo que la tierra estaba fija, tenían que hacer complicadísimos ajustes para explicar sus movimientos. La teoría heliocéntrica ganó, no porque pudiera explicar más que la otra, sino porque era infinitamente más sencilla. La teoría de Dios para explicar el mundo es extremadamente enrevesada, hay que estar parcheándola continuamente. ¿Por qué un padre todopoderoso que nos ama permite que suframos? Eso no tiene sentido. Entonces viene la corrección: Dios quiere que seamos libres. ¿Por qué, si nos quiere libres, mata a niños de pocos años? Ellos no han tenido ocasión de desarrollar su libertad. Otra vez la corrección: Dios tiene motivos que nosotros no comprendemos, es necesario tener fe. La creencia en un Dios que ama a la humanidad se parece a la vieja teoría de la tierra en el centro y el sol y los planetas girando a su alrededor. A pesar de ello, supongamos que sea cierta, que Dios existe y nos tiene reservado un paraíso.
Recuerdo el ejemplo que nos ponía el cura que nos daba religión para hablarnos de las excelencias del cielo; eran tantas y tan excelsas que nosotros, pobres pecadores, no las podíamos ni imaginar. Nos comparaba con los caballos que, en las cuadras de un palacio un día de fiesta, envidian la calidad de la alfalfa que estarán comiendo los señores. Los brutos no han oído hablar del caviar, la langosta, el champán francés, todos los manjares que surten las mesas de los reyes. Ellos, en su ignorancia, piensan que están comiendo alfalfa, eso sí, de primera. Era un ejemplo para explicarnos que los placeres en el cielo serán muy distintos.
Los musulmanes, por ejemplo, creen que en su cielo tendrán lo mismo que aquí pero mejor. Hermosas mujeres, comida exquisita. En eso son bastante caballunos. Yo estaba más por el pensamiento musulmán. Me imaginaba el asco que debe sentir un caballo con la boca llena de caviar. Cada uno es como es y le gusta lo que le gusta. Para que a mí me gustara pasar toda la eternidad en un coro de serafines alabando a Dios tendrían que reeducarme profundamente. No digo que no fuera más feliz, lo que digo es que ya no sería yo.
Emilia sigue mis razonamientos con los ojos muy abiertos. De pronto pierdo el hilo de lo que estoy diciendo porque dentro de sus ojos veo un mundo totalmente distinto al mundo que conozco. Todo es noble y bello, bueno apacible, un mundo donde podría ser feliz sin dejar de ser yo mismo. Eso contradice mis palabras y me desconcierta. Ella no se da cuenta porque no puede ver sus propios ojos. Estoy a punto de caer en ese pozo, pero en el último momento restablezco el equilibrio y sigo hablando.
Hipótesis viable
—Analicemos una situación equivalente, una alternativa a Dios igualmente favorable. No es menos descabellada, pero a mi modo de ver no es absolutamente inviable porque se basa en el supuesto de un avance inmoderado de la ciencia. Algunos creemos en eso. Por una simple regla de tres. Si en trescientos años hemos pasado del caballo al cohete espacial, si en quinientos hemos pasado de ignorar la existencia de América a cartografiar el Universo ¿qué no podremos hacer en cinco mil años? ¿y en cinco millones? Da miedo pensar en el estado de la ciencia dentro de cinco millones de años. Se podrán realizar cosas que ahora parecen imposibles. Igual les parecía imposible la televisión a los antiguos persas.
Imagina que tú eres, ahora mismo, en estos momentos, una ciudadana de la tierra de dentro de cinco millones de años. Se han colonizado otros planetas del sistema solar: Marte y algunos satélites de Júpiter. Se han mandado por ahí, hacia los cuatro puntos cardinales del Universo, naves—ciudades con una autonomía energética infinita con el propósito de colonizar nuevos sistemas solares, pero la tierra sigue siendo la tierra, la cuna, el origen.
Tú vives aquí mismo, en esta ciudad. O en otra, da igual. Sólo hay un estado y está, naturalmente, gobernado por un ordenador. La lucha de clases hace millones de años que no tiene sentido porque hay de todo en abundancia y trabajan las máquinas. No existen las enfermedades, y la vejez, que es una enfermedad, tampoco existe. La muerte por tanto se reduce a la muerte voluntaria. Fuera de eso eres prácticamente eterna. Tu esperanza de vida es ilimitada. Tienes muchísimo tiempo y todo libre. ¿Cómo lo vas a llenar? No creo que de forma muy diferente que ahora. A los caballos les gusta la alfalfa y les gustará siempre. Con más tiempo y más recursos haremos lo mismo que ahora (el juego, el arte, el cine, el sexo, una cerveza fría, un baño caliente) sólo que más y mejor. La sociedad del ocio. El futuro será divertido. Lástima haber nacido demasiado pronto. Pero ¿realmente hemos nacido demasiado pronto?
Quizá el cine de dentro de 5 millones de años no sea como el de ahora. Quizá sea más parecido a un sueño. Ahora soñamos y nuestros sueños, cuando estamos en ellos, nos parecen reales, mucho más que cualquier película en la que, por mucho que nos metamos, descubrimos el artificio. En nuestros sueños no hay artificio patente, creemos que lo que está pasando está pasando de verdad. Cuando se descubra el mecanismo del sueño se podrá inducir en el espectador imágenes de una realidad superior. Ya se apunta eso en películas como Matriz y otras por el estilo. A mí me parece posible. Volvamos al futuro.
Tú estás en tu casa, ordenada y abastecida por un ordenador, un domingo por la tarde y quieres ver una película. Vas al armario y sacas una película. Duración: ochenta años. Bien, no tienes prisa. En realidad dura unas horas que parecen ochenta años. La protagonista es Emilia y vive hace millones de años, a comienzos del siglo XXI, cuando aún existía la maldad, la guerra y el trabajo. ¿Qué será eso, piensas, a lo mejor es interesante? Empieza la proyección. Vives la vida de Emilia como si fuera la tuya. Y cuando acaba retomas tu vida donde la has dejado, juegas una partida de ajedrez o de damas (son juegos eternos) hasta que te aburres un poco y coges otra película, esta vez de romanos. Entras en otro personaje que ya no es Emilia. Emilia, aun admitiendo que en ella esté parte de la mujer del futuro, como un soñador está escondido en el sueño, habrá desaparecido cuando despiertes. Aun admitiendo que seamos seres del futuro imaginando que estamos aquí en este cementerio una mañana de Junio, dejaremos de ser lo que somos cuando la película acabe.
Un argumento de ultratumba
Vayamos a otra hipótesis, a mi modo de ver la favorita en la carrera de la verdad. La materia es eterna cuando es simple. ¿Cuánto vive un electrón? Las estructuras complejas como los animales son como remolinos en un río, se producen en un momento y luego desaparecen. Al morir nos desmontamos como si fuéramos un castillo de naipes cuyas cartas se recogen otra vez en el mazo y se barajan. Cuando muramos dejaremos de ser lo que somos.
Como verás las tres propuestas dan el mismo resultado, luego es indiferente que Dios exista.
Emilia se queda pensativa y un poco triste. Aún conserva algo de su fe infantil, le parece bonita la religión del amor al prójimo y de las bienaventuranzas. Bienaventurados lo que lloran porque serán consolados. Le parece una aberración que alguien sostenga que da lo mismo la existencia o no existencia de Dios, por eso trata de encontrar palabras para oponerse.
Alejandro, desde su tumba, mucho más rápido de reflejos, enseguida las encuentras.
—¿Qué queda en un viejo de ochenta años del niño de ocho que fue? –dice—. Es posible que la respuesta sea nada, pero el anciano no tiene la sensación de haber cambiado esencialmente. No ha muerto nunca más de lo que se muere cuando se duerme. La continuidad de la conciencia lo protege del peligro de ser otro. Decir que desaparezco cuando cambio de estado es como decir que entre el yo que está alegre y ríe y el yo que está triste y llora hay una diferencia insalvable, cosa absurda porque todos experimentamos esos estados con referencia a nosotros mismos. Incluso bajo los efectos de la droga (que es lo más parecido a cambiar de planeta y de especie y estar en el cielo) uno se reconoce y siente que esa felicidad la está experimentando él. Si la experimentara otro ¿por qué habríamos de dejarnos la vida en el empeño? Si existe el cielo es como estar toda la eternidad drogado: cambian los intereses, cambia la percepción, cambia todo; pero no cambio yo. Cuando el caballo prueba el caviar no dejar de ser caballo.
—Pero si tú nunca creíste en Dios.
—Sí, pero tampoco pude resistirme nunca a una discusión.
Eso dice Alejandro desde su tumba. Sin embargo Emilia no sabe o no quiere jugar al juego de la argumentación Su cuerpo, absolutamente drogado de juventud, siente una felicidad endógena ante la que se quiebran mis palabras como lanzas de madera lanzadas contra un escudo. Me muerdo la lengua para no hablar pero mi lengua se zafa y corre como loca por mi boca profiriendo palabras que van poniendo distancia entre lo de fuera y lo de dentro. Soy un hablador empedernido.
Sarpedón
Ella sin embargo siente una desolación inmensa propiciada paradójicamente por la fuerza de su entusiasmo y permanece muda mirando la tumba de su hermano que hoy cumpliría diecisiete años.
—¿Habéis leído en clase la Ilíada? —le pregunto para sacarla de su ensimismamiento.
—No podemos. Este curso sólo nos está permitido estudiar la literatura escrita en valenciano. Tendríamos que convencer a La Conselleria de que Homero era valenciano.
—Ahora parece animada. Como suponía una mujer joven no puede estar triste durante mucho tiempo.
—En cursos anteriores leímos algunos fragmentos. Una lata, la verdad.
—La Ilíada trata de la cólera de Aquiles. En la antigüedad, será porque se tenían pocos, se leía una y otra vez el mismo libro, hasta casi aprenderlo de memoria. ¿Qué prefieres: leer un libro de mil páginas o una página de mil libros? Los antiguos no tenían prácticamente opción. Leían mil veces la Ilíada y otras mil la Odisea. Esas eran las lecturas de su vida. Luego, por motivos religiosos, otra gente ha leído mil veces La Biblia. No es lo mismo, aunque casi lo mismo. Vives en el universo literario del libro. Ojala la enseñanza del griego y el latín hubiera sido impartida por una persona lógica que hubiera propuesto a la clase, desde el primer día, la traducción del poema homérico. Aunque sólo hubiera terminado uno sabiendo decir en griego: «Canta, oh musa, la cólera de Aquiles» ya sería más que todo el tiempo perdido con la gramática y los verbos. Dicen que no servía para nada y por eso han suprimido su enseñanza. Suprimir su enseñanza es una forma de decirlo, porque la enseñanza ya estaba suprimida por la misma incompetencia de los enseñantes. En definitiva, el latín y el griego es tan anacrónico como el servicio militar obligatorio; pronto las nuevas generaciones no habrán oído hablar de ninguno de los tres. La cólera de Aquiles se manifiesta en un rechazo voluntario a la lucha. Debido a una afrenta decide no luchar. Vuelve cuando matan a su amigo Patroclo. Cuando en La Ilíada un general arenga a sus tropas sabe que tiene que convencerlos porque podrían decir que no. El discurso de Sarpedón a su gente es uno de los más inteligentes y bellos que ha dado el género: «Amigos —les dice—. Ojala que huyendo de esta batalla, nos libráramos para siempre de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila, ni os llevaría a la lid, donde los varones adquieren gloria; pero como son muchas las clases de muerte que penden sobre los mortales, vayamos…». La moraleja del discurso es que morir antes o después es indiferente.
—Ya. ¿Esas filosofías consuelan realmente?
—No. Cuando murieron mi mujer y mi hijo me dije todas las que sabía sin resultado. Lo que pasa es que, según mi opinión, a los seres más jóvenes que nosotros los consideramos inmortales porque pensamos que no los veremos morir. Por eso su muerte es un atentado contra la lógica y contra la justicia.
Nos quedamos pensativos, embargados por una tristeza gemelar que nos une. Poco falta para que nos lancemos uno a llorar en los del otro.
El en aire flota como un globo la última palabra de mi pomposo discurso.
La justicia
—¿Tú crees que existe una idea innata de la justicia?
—No, no lo creo. ¿Por qué lo preguntas?
—La semana pasada hicimos un examen de filosofía y nos cayó el concepto de justicia en Platón. Yo me hice un montón de chuletas, me puse falda y las llevaba metidas debajo de las medias. Pensaba que Leocadio no se atrevería a mirarme las piernas y podría copiar a gusto. Calqué el examen. Salí convencida de que había sacado un diez. Me suspendió. ¿Es eso justo?
—Sospecho que Leocadio te mira las piernas.
—Yo creo que sí.
—¿Que Leonardo te mira las piernas?
—No. Me refiero a la idea innata de justicia. Una siente si sus actos son justos o no. Lo sabe sin que nadie se lo haya enseñado. Y pasa lo mismo con el Bien, con La Belleza…
—Eres una platónica convencida. Lo que no sé es cómo te han podido suspender. Yo hablaré con Leocadio. Aristóteles dijo después de Platón que no hay nada en la mente que no haya pasado primero por los sentidos. La biología actual está con él. Asegura que los conocimientos no se transmiten genéticamente por lo que a las criaturas hay que enseñárselo todo, mayormente lo que es el Bien y La Justicia. En resumen yo creo que bueno y justo es lo que me beneficia y malo e injusto lo que me perjudica. Así de simple.
—¿Y los que dan su vida por un ideal?
—Piensan que eso es lo mejor para ellos.
—¿De esa forma es como se piensa cuando uno ha pasado de los treinta? Espero que no me ocurra a mí lo mismo.
¿Por qué ha dicho ha pasado de los treinta y no cuando ha pasado de los cuarenta? Es verdad que yo nunca he dicho mi edad en clase, pero tampoco ha sido mi intención ocultarla. Sin embargo no digo nada. Me callo. Una esperanza adolescente me ataraza el corazón y siento que, antes del Big Bang, alguien o algo, un dios, ha escrito en mi mente el concepto de Amor con una letra imborrable.
Aun paseamos un rato en animada conversación por la ciudad arquetípica, hasta que nuestros caminos se bifurcan y la veo alejarse, y con forme se aleja, contra todas las leyes de la perspectiva, su figura, en lugar de empequeñecerse, se va agrandando.
Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.
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