La verdad del cuentista

Parásitos

Sobre chupópteros y bulócratas. Un artículo de Antonio Monterrubio.

/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /

La relación entre el oligopolio mediático y la sociedad civil presenta curiosas similitudes con el parasitismo. Especímenes nocivos, opiniones sesgadas que se hacen pasar por noticias, declaraciones recortadas y retorcidas o bulos crudos penetran en la audiencia cual Taenia solium en el organismo. Una vez ingerida la carne nada o mal cocinada, el escólex se las arregla para fijarse al intestino mediante una doble corona de ganchos y cuatro ventosas. Tres meses después, la lombriz solitaria alcanza la madurez. Diseminados sus huevos a través de los desechos orgánicos del huésped, el ciclo continuará tras la infección de nuevos clientes.

El control ejercido sobre las conciencias por figurones y figurines mediáticos llega a eliminar hasta el menor resto de voluntad autónoma en el infectado. La colonización mental recuerda la estrategia de la Sacculina, que ataca a ciertos crustáceos y se va apoderando de las funciones vitales de su anfitrión hasta dejarlo reducido a un mero cascarón. Cada uno de sus movimientos está teledirigido; el animal se limita a ejecutar las órdenes del invasor. «El parásito no devora al patrón, sino que más bien mantiene al cangrejo como su sistema de «soporte de vida»» (Stephen Jay Gould: La montaña de almejas de Leonardo).

En el Rijksmuseum de Ámsterdam se puede contemplar un cuadro de Gerard Ter Borch expuesto largo tiempo bajo el título La admonición paterna. Una joven escucha con respetuosa atención a un hombre sentado que acompaña sus palabras con gestos de la mano. La presencia discreta de la madre corrobora la solemnidad del momento. Significado de la obra e intención del artista parecen evidentes. Todo es claro, preciso, sencillo… y falso. Hoy se conoce como Escena galante. Los estudiosos piensan que representa la negociación de un compromiso matrimonial, o quizás una escena de burdel. De hecho, al ser limpiada una copia conservada en la Gemäldegalerie de Berlín, se descubrió que el presunto honesto padre de familia enseñaba una moneda. Estaría mercadeando los favores de la muchacha bajo la supervisión de una alcahueta (Henning Bock: Masterworks of the Gemäldegalerie).

Esta muestra de manipulación low-cost palidece ante los logros de las plataformas actuales que imponen la interpretación que les viene en gana, sin más que enunciarla. Su discurso es performativo. Si la presentadora del magacín matinal dice que estamos ante una estampa piadosa y el gentil caballero merece ser canonizado, eso va a misa. Y si en el telediario vespertino tienen a bien opinar que está repartiendo su fortuna entre los necesitados, pues eso será. Pantallas de todos los tamaños dictan al espectador con inmunodeficiencia lo que debe pensar —léase votar— y cómo debe vivir. La quimera mediática subyuga las conciencias hasta convertirlas en apéndices suyos. En su prólogo a la segunda edición de Reglas y consejos sobre investigación científica, Santiago Ramón y Cajal afirmó que «todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro». Desgraciadamente, son legión los que renuncian a ese derecho y prefieren delegar en otros el trabajo de moldearlo.

Joseph Pulitzer, el del premio, dejó claro en su día que «una prensa capaz, desinteresada, de espíritu público, con inteligencia entrenada para conocer lo correcto y valor para hacerlo, puede preservar esa virtud pública sin la cual el gobierno popular es una farsa y una burla. Una prensa cínica, mercenaria y demagógica producirá con el tiempo un pueblo tan vil como ella misma» (The North American Review, mayo 1904). En nuestro ecosistema mediático, gracias a la hegemonía apabullante del ultraconservadurismo, quienes denuncian la corrupción, la injusticia o las cloacas son tachados de anticonstitucionalistas para arriba. Las que combaten la misoginia y la violencia machista pasan a ser andrófobas. Militantes contra la discriminación del colectivo LGTBI son motejados de defensores de la pederastia. Partidarios de la ciencia y el método hipotético-deductivo se convierten en buenistas sensibleros. En nuestro país, el auto de fe es el espectáculo audiovisual por defecto. Mientras tanto, se normalizan y blanquean discursos de retroceso social y aullidos de odio, jaleando a sus voceros. O se presenta como sobradamente preparados y cráneos privilegiados a personas cuya insuficiencia intelectual salta a la vista. Todo adobado con sonrisas bobaliconas y gestos de complicidad.

La difusión a escala industrial de mentiras a sabiendas de que lo son, amparándose en la impunidad e inmunidad que ofrece el Tinglado, es un doble atentado a la moral y al buen gusto. Más lastimosa aún es la diseminación indiscriminada de calumnias destinadas a destruir la reputación de individuos y colectivos. Por supuesto, sin importar que afecten gravemente la vida privada, la intimidad o la integridad física, psíquica y ética de las víctimas. Al igual que don Bartolo y don Basilio en El barbero de Sevilla de Rossini, los propagadores de infundios son muy conscientes de su descomunal poderío.

La calumnia es un vientecillo,
Un airecillo muy suave
Que insensible, sutil,
Ligeramente, dulcemente
Comienza a susurrar. […]
El alboroto va creciendo
Toma fuerza poco a poco […]
Parece el trueno, la tempestad […]
Al final rebosa y estalla […]
Y produce una explosión
Como un disparo de cañón
Un terremoto, un temporal
Un tumulto general.

La calumnia actúa al modo de los priones infecciosos que causan, por ejemplo, la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Estas proteínas afectan a otras similares de las células, haciendo que se plieguen y adopten formas anormales, que después proliferan. El sistema inmunitario no es capaz de luchar contra ellas, ya que las considera proteínas propias y cuya presencia es por tanto normal.

Portando la antorcha de la mentira, la Calunnia del cuadro de Botticelli arrastra por los cabellos a su infortunada víctima, cuya desnudez revela su inocencia. En su séquito figuran reputados compañeros de armas como el Odio, la Perfidia o la Impostura. Emparejar a cada personaje con otro de nuestra realidad cercana sería un bonito juego didáctico. En España, los medios de alcance masivo se divorciaron hace tiempo de la honestidad periodística. Por eso no tienen reparo en poner en circulación cualquier engendro y, por burdo que sea un montaje, «van con ello». Saben cómo funciona el negocio. «Al mediodía la idea parece ignominiosa. A primera hora de la tarde, apta para ser debatida. A última hora de la tarde ya está asumida, y al caer la noche se torna obvia» (Olga Tokarczuk: Los libros de Jacob).

La apariencia de pluralidad informativa e igualdad de oportunidades en la expresión de las ideas es un espejismo. El lujuriante jardín botánico prometido por la diversidad de periódicos, revistas, canales de televisión, cadenas de radio, prensa digital y el sinfín de redes sociales no es en la práctica sino un pequeño huerto de patio trasero. La selección previa apenas permite acceder a una mínima porción de lo real. Los creadores de opinión replican noticias, clonan comentarios y repiten machaconamente idénticas ideas, conclusiones y prescripciones. Se promociona y mima la sequía mental y el infantilismo egocéntrico. Animadores, tertulianos, todólogos y demás ralea, encantados todos de haberse conocido, pontifican durante horas en el mejor estilo de Fray Gerundio de Campazas.

«La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se respetan los hechos mismos» (Arendt: Verdad y mentira en la política). Este texto de 1967 es más actual que nunca. Hoy, gracias a prestidigitadores de conciencias y públicos crédulos, se tienen por datos incontrovertibles ficciones inverosímiles. A su vez, certezas evidentes son puestas en la picota, y quienes las enuncian excomulgados. Se prefiere la creencia y el confort mental al cuestionamiento y el rigor. Pensar es visto como una funesta tarea que no puede acarrear nada bueno.

El caso de las televisiones es sangrante, ya que gozan inmerecidamente de presunción de autenticidad. Concursos, realities y magacines donde los presentadores llevan de la manita a la audiencia están fabricados con el designio de dar sensación de cercanía y buen rollito. En ese ambiente es fácil colar los mensajes que interesa difundir para colonizar conciencias. El limes de la razón, que mantenía a raya la barbarie, se está resquebrajando.

Youtubers que alardean de su grosería, mal gusto, impertinencia, semianalfabetismo e ideas reaccionarias son seguidos por cientos de miles de feligreses. Innumerables influencers se dedican, en funciones de tarde y noche, a elevar a los altares la inconsistencia, la trivialidad, la desgana y la banalidad existencial. Niños, adolescentes y jóvenes bailan entusiasmados al son de estos posmodernos flautistas de Hamelín. El indiscutible triunfo de tan exóticos personajes es indicio claro de que satisfacen una demanda real. Contribuyen además a alimentar el mito de que cualquiera puede llegar a la cumbre, o por lo menos al cuarto de hora de fama del que hablaba Warhol.

Las primeras edades son particularmente vulnerables a las toxinas extendidas por las redes. La ilusión de comunión con amados gurús es sumamente peligrosa. Al igual que jugando con su perrito pueden contactar con larvas de Equinococcus procedentes de sus heces y desarrollar una hidatidosis, tampoco aquí están a salvo de la contaminación. Su exceso de confianza o su ingenuidad los induce a no cocinar debidamente los contenidos que los creadores de les suministran, exponiéndolos a la Trichinella spiralis, en este caso mental.

Mencionaremos de pasada, a pesar de su insignificancia, a la variopinta fauna de haters con vocación nada secreta de Entamoeba histolytica que pulula por ahí. Sus infumables peroratas están llenas de mala baba y violencia verbal, pero hueras de contenido. Su ofuscación y su narcisismo los inhabilitan para comprender argumentos sencillos, expresados «en lengua española muy clarísima», que diría lozanamente Francisco Delicado. Solo personajes sumergidos en un fluido de existencia desdichada pueden perder su tiempo en labores tan innobles, en lugar de disfrutar de lo maravillosa que es la vida. Son «mala gente que camina/ y va apestando la tierra» (Machado: He andado muchos caminos).

La bulocracia que nos han dado se consolida día tras día. Sus pseudópodos se extienden por doquier. Programas de máxima audiencia dan cobijo a invenciones procedentes de ciénagas inmundas. Incluso reciben como héroes a los vectores biológicos que los propagan. El parasitismo deformativo vive una edad de oro. Por las redes circulan multitud de mentiras, camelos, teorías de la conspiración, asnadas y chismes delirantes. Los numerosos medios virtuales cavernarios se apropian o desarrollan hipótesis paranoicas y alucinaciones sectarias. Pero hasta ahí la difusión es limitada. La cosa cambia cuando las grandes cadenas las compran. Por supuesto, sin confirmar fuentes ni contrastar la información, no vaya a ser que la verdad estropee un titular explosivo y políticamente conveniente. Errores o embustes permanecen largas semanas o meses en candelero por impuro interés, dejando su poso en una audiencia cautiva y su reguero de víctimas. Los ejemplares de Ascaris lumbricoides ideológicos también pueden llevar a un estado de desnutrición, mental y moral en este caso.

El protozoo Giardia lamblia fue el primer parásito microscópico observado en el hombre, gracias al padre de la microbiología, Anton Van Leeuwenhoek, en el siglo XVII. Mucha mayor solera tiene un parásito ideológico que continúa hoy muy activo: la amenaza de cataclismos apocalípticos, llanto y crujir de dientes, si no se siguen las consignas de los pastores. Acreditado por siglos de uso en diversas religiones, el conglomerado mediático no tiene empacho en apropiárselo. El tiempo de la sobreinformación y la hipercomunicación es el del discurso monopolístico. Esta no es la era de la infinita pluralidad, sino la de innumerables veces lo mismo. Los grandes medios, por vocación o por devoción, pertenecen a la estirpe de los «adoradores del poder desde el origen de los tiempos,/ besadores de pies del crimen triunfante, aplastadores de la miseria indefensa,/ aplastando la Justicia, honrando el mal,/ pues si aquella es débil, este es fuerte» (Emily Brontë: Why ask to know what date, what clime?).


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

2 comments on “Parásitos

  1. guillermoquintsalonso

    Escritos como este solo pueden encontrar espacio en El Cuaderno en razón de lo que denuncias. Cabe la tentación del silencio. Pero no, se debe hablar aunque sea preciso volver a colocar pasquines clavados en los lugares públicos. Todo invita al silencio, pero es más preciso que nunca que desde Sanabria llegue a todos un análisis como el publicado. No es un tema de hoy. Ha sido un virus contra el que nuestra cultura y sociedad ha luchado desde siempre. Gracias por recordarlo. Buena estancia en Sanabria! Guillermo Quintás.

  2. Antonio Monterrubio

    Gracias, Guillermo, por este comentario. Es gratificante compartir diagnóstico en estos tiempos de zozobra.

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