/ una reseña de Mariano Martín Isabel /
La figura de un escritor se agranda con el estilo; la pintura de las cosas desagradables no tiene por qué ser desagradable, la pintura de las cosas feas no tiene por qué ser fea (sin dejar nunca de expresar fealdad, al revés de lo que hizo Juan Valera). En Ignacio Sanz encontraremos figuras de estilo muy variopintas. Todas tienden a retratar el alma popular sin hacer concesiones que la embellezcan falsamente, pero sin que tampoco la vuelven turbia, desagradable, sórdida: de manera que su realismo está cargado de sensibilidad, de una sensibilidad que no se muestra, como él mismo dijo en otro de sus libros; no hay que añadir dramatismo al sufrimiento. Estamos hablando de la última novela de Ignacio Sanz: Últimos robinsones.
Sus imágenes sirven para retratar la realidad y para retratar el corazón del escritor que se asoma a ella. Por eso, junto a imágenes coloquiales y no coloquiales, hay otras, de gran sensibilidad, donde aflora el sufrimiento por simpatía que se le escapa al escritor cuando habla del pueblo.
Imágenes coloquiales. «Tuvimos un perro llamado Babieca que era más listo que una enciclopedia» (p. 100-101). «Vino la guardia civil» y fueron «coches y perros amaestrados, tan listos que, menos idiomas sabían de todo» (p. 131). «Gracias al trabajo me ha quedado una pensión más escurrida que la teta de una vieja» (p. 135). El primitivo robinsón que esto escribe es consciente de sus propias limitaciones: «(…) como no estoy acostumbrado a escribir con orden a lo mejor me repito más que el pimentón» (p. 179).
Imágenes de la sensibilidad.«Aquí y allá, como esparcidos desde un avión, se veían pueblos minúsculos con sus caseríos apiñados y sus tejados rojizos entre los que destacaba la espadaña o la torre» (p. 60). «La decadencia llegó sin avisar y el pueblo se desplomó como se desploma un edificio de repente» (p. 131). Entonces sucede que nos volvemos insensibles a lo que tenemos alrededor porque, lo mismo que en las ciudades, en los pueblos «la rutina encallece la mirada» (p. 49).
Juegos de palabras.«Me asomo a la ventana y veo el cielo estrellado en medio de este silencio sideral que solo quiebra de tarde en tarde el canto del grillo o de la chicharra. Espero morir aquí algún día. Ojalá sea tarde. De momento soy feliz lejos de tanta cháchara como ensordece el mundo» (p. 124). Chicharra; cháchara; la voz del silencio y la del ruido; magnífico hallazgo cuando se juega con las palabras.
Refranes y frases hechasson lo propio del lenguaje popular; entiéndase, del lenguaje popular de los pueblerinos cultos, como le pasaba a Sancho Panza; sólo los falsos pueblerinos, adulterados en las ciudades, desconocen su propia cultura, con una pizca de razón y otra de picardía. «La soledad tiene sus ventajas, como dice el refrán: buey suelto bien se lame y que cada perrote se lama su cipote», aunque luego tiene cuidado de decir: «con perdón» (p. 106). «El pan comido y la cerveza meada» (p. 37).
Los robinsones tienen en común una vida solitaria, alimento del espíritu, con un cordón que los une a la sociedad para las necesidades primarias. Unas veces se quedan solos y otros buscando soledad; los primeros surgen de los pueblos abandonados; los segundos, del abandono del alma.
«El mundo», dice uno de los robinsones, precisamente el que es un delincuente, es «ese pudridero que me atenazaba» (p. 135). Y dentro del mundo «la vida es un laberinto lleno de curvas, sin señales que las anuncien y lo mejor es andarla poco a poco» (p. 138), opina un obrero de la fundición. Estamos hablando, evidentemente, de la ciudad; lugar donde siempre que hay posibilidades hay trampas, como si las trampas fueran la otra cara de la medalla. «El tren en el que viajamos marcha a una velocidad tan enloquecida que no te puedes entretener a contemplar el paisaje» (p. 76). Es una vida no contemplativa. «Bastaba con situarse en una boca de metro y mirar a la cara a la gente que salía a la superficie para ver tantos rostros crispados por las prisas o la fatiga» (p. 51). El metro, el subsuelo, el inframundo, el infierno. El ruido.
Hay robinsones que no han elegido vivir solos; «yo no busqué la soledad, pero la soledad vino a buscarme» porque «el pueblo se desplomó como se desploma un edificio» (p. 131); y la gente se ha quedado sola «en un pueblo remoto, como si una peste hubiera expulsado de manera sutil al resto de los antiguos habitantes» (p. 68): estamos entrando en la literatura de lo remoto. Diríase que mandan las circunstancias, porque no son los robinsones los que han elegido vivir solos; por eso podríamos hablar, tal vez, de realismo trágico para caracterizar este aspecto de la literatura de Ignacio Sanz; una vida estoica caracterizada por la aceptación, sí, pero también por la lucha. Es verdad que mandan las circunstancias, pero también es verdad que yo mando en ellas; porque yo las he elegido, he elegido el sitio donde quiero vivir.
Y si la soledad impuesta hace de nosotros robinsones por fatalidad (de ahí que hablemos de realismo trágico), el solitario que vive en un pueblo abandonado se convierte en un alma obsesionada por sobrevivir: de ahí que también podamos encontrar, en la voz de Ignacio Sanz, un narrador del ostinato: atrapado en esa obstinación, propia de los músicos obsesivos (pensemos en la séptima sinfonía de Beethoven), donde las mismas notas se repitan de manera doliente hasta la saciedad. Repetir las mismas palabras con resignación obsesiva.
Como los gritos que le quitaban el sosiego y se le clavaban en el cerebro: «yo salía de casa (…). Y allí me esperaba ella irritada. ¿Se puede saber dónde has estado? ¿Se puede saber qué has hecho? Se puede saber, se puede saber, se puede saber… como un sargento» (p. 123).
Unas veces el ostinato expresa el dolor: «vino la crisis, maldita crisis, lo que me ha hecho sufrir la crisis» (p. 107). Otras, el placer: «la piel te huele a tomillo, la boca te sabe a tomillo, todo te sabe a tomillo» (p. 74), dice Samanta: ostinato y anáfora; «(…) el tomillo me vuelve loca, pero loca, loca, como una mariposa que pierde el sentido de la orientación» (p. 74).
Y el eterno sufrimiento, rematado en polisíndeton, del ostinato de la ciudad: «aquella tromba de coches corriendo a la vez por todas las autopistas, por todas las avenidas, por todas las calles, por todas las callejuelas, en todas las direcciones. Qué desmadre. Avalanchas de coches, coches y más coches. Un rebaño gigante de coches que ponen los nervios de punta. Los coches son una peste. Los coches y los aparcamientos en doble fila. Y las prisas. Y los atascos. Y los conductores que pitan. Y los teléfonos móviles» (p. 119).
Hay robinsones que han elegido la soledad; como si buscáramos, dice Ignacio Sanz, a ese «robinsón imaginario» que todos llevamos dentro (p. 68); por eso el robinsón se ha convertido (p. 65) en un arquetipo literario. Heredero de los «eremitas y anacoretas medievales que alejados de las ciudades (…) aspiraban a una comunión con la divinidad a través de la naturaleza» (p. 66); de Diógenes, que se «apartó del mundo metiéndose en un tonel, dejando clara su vocación de asceta» (p. 66); la anachoresis es retiro del mundo y encuentro con uno mismo. Mercedes Gómez Blesa cita a Roland Barthes para situar al anacoreta entre el eremita («monachós»: el que vive solo) y el cenobita (de «koinobiosis»: el que hace vida en común: p. 58); la autora habla también de una «anachoresis laica» en la que incluye a Heráclito; también a Spinoza, que buscaba una comunidad de ateos cultos. En esa estela buscaba María Zambrano un modo de habitar poético en «la choza» («la ferme») donde vivió; allí nació Claros del bosque. Se trata de despojarse «de todo lo circunstancial para quedar reducido a su ser esencial».
«De la misma manera que todos tenemos una madre que nos acompaña incluso después de muerta, creo que tenemos también un paisaje que nos resulta esencial. Es decir, nuestro paisaje, el que llevamos con nosotros en el tuétano del alma» (p. 124). A muchos, atraídos por ese paisaje esencial, les cautiva el regreso a las fuentes, a un pasado ancestral donde se encuentra la esencia de lo que ahora son, y con la que se quieren reencontrar: buscan el destino que tienen grabado dentro, el que se despierta con el recuerdo del abuelo. Tratan de reencontrarse consigo mismos. «Aquí, en La Tesona, he podido seguir el impulso que sentí desde niña», dice una joven holandesa (p. 118); hay «silencio, mucho silencio a mi alrededor. Siento deseos de volver a casa, porque «la casa de mis padres» viene a ser «mi casa» (p. 139). A veces nos encontramos en el campo con un paisaje idéntico a nuestro paisaje interior y buscamos el regreso a la naturaleza; es una vida epicúrea de placeres tranquilos, teñida muchas veces de la sencillez sin lujo que cultivaban los cínicos.
A otros, en fin, los mueve (estamos hablando de los artistas) la búsqueda de creatividad. Decía Nietzsche que primero deberíamos liberarnos de las ataduras si queríamos crear, jugar, usar nuestra libertad para ser felices; lo primero es liberarnos del ruido para concentrarnos, pero luego hay que saber usar nuestra concentración; hay quien cree que basta con destruir el viejo mundo para construir uno nuevo, pero son muchos quienes saben destruir mundos y muy pocos quienes pueden construir sobre las ruinas. Así define su actividad el viejo profesor de Chocén: «llamo creación sin fronteras a todo aquello que nos deslumbra, que nos resulta paradójico, que nos zarandea y nos hace temblar. Ya se trate de literatura o de artes plásticas» (p. 102); el pintor de Gramenta parece responderle: «pintar es traducir la calma en color» (p. 112).
Si robinsón, como hemos visto, es aquel que, por estar oculto, no se puede encontrar (p. 157), habrá que concluir que dar a conocer lo que está oculto, valorarlo, sería lo mismo que mostrarlo, es decir devaluarlo; y queriendo desvelar la naturaleza velada, la desnaturalizamos. Recordemos el principio de Heisenberg: que algunas cosas son imposibles de conocer, porque cuando las estudiamos dejan de ser lo que son precisamente porque las estamos estudiando. Si observamos el comportamiento de unos alumnos conflictivos, los alumnos se hacen los buenos porque saben que los estamos observando, y entonces dejan de ser conflictivos; el observador se lleva una imagen bien distinta de la que tienen en realidad. Por eso los museos etnográficos, al convertir a los robinsones en «atractivo turístico», los desnaturalizan.
Cuando hemos elegido no ser nosotros mismos, dice Heidegger, nos perdemos; entonces somos inauténticos, Augusto Salazar Bondy diría que estamos alienados, que vivimos formas de existencia inferiores o ajenas a nuestra propia realización: sería como si una rana se contentara con ser renacuajo toda su vida, o como si un hispano quisiera vivir como los romanos renegando de su cultura de origen; por eso una forma de inautenticidad es la imitación, que tiene que ver con mistificaciones, con aceptar como valiosas cosas extrañas a uno mismo.
La industria de Fabio es tal vez una metáfora de la prosperidad que se puede lograr sin prostituirse, sin perder la propia naturaleza por imitar la de otros. Fabio recogía «la ajedrea, el espliego, el cantueso, el romero o el tomillo» y los transformaba en perfumes; los «sometía a un destilado a fuego lento en una gran alquitara de cobre» y «en cada elaboración obtenía entre seis o siete litros de perfume que luego, cuando llegaba el otoño, con más tiempo, volvía a someter al fuego lento; tras un segundo destilado conseguía la esencia» (pp. 52-53). Hay que buscar la esencia, que es el paisaje interior.
No hay que confundir el ideal con la necesidad: necesidad es aquello sin lo cual no podemos vivir; ideal es aquello sin lo cual la vida no tiene sentido; comer para vivir es una necesidad, vivir para comer es un ideal; el epicureísmo es un ideal de vida. Las necesidades vitales son valores inferiores, y los ideales, valores superiores.
Valores básicos. Para quienes tienen hambre vivir es lo mismo que sobrevivir. «El hambre es bueno porque nos empuja a vivir. Yo también pienso que teniendo la tripa llena, lo demás es secundario» (p. 110), dice uno de los personajes de Últimos robinsones. «Mi padre decía que el hambre agudiza el ingenio, y que el primer instinto de cualquier criatura es llenar la andorga» (p. 110). Otra pareja de aldeanos sencillos tiene claro que, para quien ha conocido la escasez, vivir como Dios viene a ser lo mismo que comer bien. «Hemos vivido como Dios», dice el hombre: «patatas, tomates, calabacines, pimientos, berenjenas, puerros, cebollas. De todo. Yo qué sé lo que nos ha dado la huerta. De la mata a la cazuela. Hasta que la enfermedad llamó a nuestra puerta y se llevó por delante a la mujer. Puta enfermedad» (p. 140). Entonces descubre que vivir como Dios no era comer, sino vivir queriendo a la persona con la que compartes tu vida y comer todos los días para no dejarla de querer.
Valores superiores. «Lo que resulta nuevo, en mi caso, es la sensación de vivir dentro de una nube que flota, colgado de una esponja gigante y placentera. Por eso bajo poco a Gelte, lo imprescindible. Hay días que hasta me olvido de comer» (p. 113). Eso es lo que pasa cuando los ideales se imponen a la necesidad. Sí, absorbidos por el arte, nos olvidamos de comer, las necesidades superiores pueden hacernos olvidar las inferiores. Bien lo decía Stuart Mill: más vale un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho. Así lo expresa también otro solitario, que vive la ilusión de la pintura además de dedicarse al oficio de pintor; un hombre que también forma parte de la fauna diseccionada por Ignacio Sanz: «Gramenta, esta paz remota, esta calma, esta comunión con el paisaje que no sé cómo, acaso tanteando en la oscuridad, he conseguido volcar en mis cuadros. Lo demás es accesorio» (p. 113); es exactamente lo contrario de lo que acaba de decir más arriba otro de los personajes.
Hemos hablado de la forma en que se expresa Ignacio Sanz: su estilo. También del fondo de lo que dice, que son los robinsones de Defoe, los pueblos abandonados, la autenticidad, el arte, la anachoresis. Ahora dilucidaremos en qué medida se buscan la forma y el fondo; desde las páginas, aún indecisas, en que se calientan los motores hasta el momento mágico del despegue; cuando el narrador sobrevuela la realidad y nos ofrece panorámicas de una soledad estremecedora.
El tema principal serían los robinsones del campo; el tema secundario, los robinsones del arte. Los primeros quedan retratados por su forma de hablar y sobre ellos sobrevuela el autor unas veces desde el narrador principal, escindido en tres voces fundamentales, que son la generosidad cándida (Samanta), la generosidad crítica (Félix) y la generosidad realista (Fabio), y otras desde la de los personajes narradores: que son, hablando en primera persona, seis trabajadores, dos campesinos, dos pastores, tres artistas, dos profesionales y cuatro personas marginales; el cuaderno de Gerardo constituye el último testimonio de primera mano, este último, escrito, mientras que los diecinueve restantes son orales, fruto de las entrevistas resultantes del periplo entusiasta de Samanta. Fabio, huyendo de Madrid como un «animal herido que se aleja de la zona de combate» (p. 46), ve que Madrid no es más que «una tela de araña»; por eso «se había instalado en el molino de su abuelo después de pasar una crisis personal».
Ya están retratados los principales personajes de la trama. Samanta trabaja desde los servicios sociales ayudando a Gerardo; Gerardo, operado de próstata, recibe la visita de Samanta en el hospital; allí conoce a Félix, su compañero de habitación, y entre los tres entablan una conversación sobre los pueblos abandonados y la forma de sacarlos de su abandono, planteándose entrevistar a los robinsones que viven en ellos como si fueran reliquias del pasado. La segunda parte contiene las entrevistas de diecinueve robinsones a los que Samanta ha podido localizar, viajando por España junto a Fabio, para hacer con ellos una radiografía de la parte deprimida del campo. Y la tercera concluye con el destino narrativo de los personajes que intervinieron en la primera: Félix, al igual que los dos primeros robinsones sobre cuya pista puso en guardia a Samanta, ha muerto; y Gerardo, enamorado de Samanta como si ella fuera al mismo tiempo su madre y su hija, escribe un cuaderno donde vierte el afecto de quien no tiene a quién escribir. ¿A quién, pues, va dirigido este cuaderno?
«(…) quiero que sepas una cosa: ¿para quién lo he estado escribiendo?
¿Para quién?
Engatusadora. De sobra sabes que lo he estado escribiendo para ti» (p. 167).
Diecinueve robinsones que ha podido localizar Samanta y responden, autobiográficamente, a sus preguntas. Los diecinueve relatos están escritos en primera persona. Algunos de sus protagonistas se dirigen fugazmente a su interlocutora en modo vocativo (en el relato de Mas de Fajarnés el protagonista, biólogo de formación, le dice, intuimos que mirándola a los ojos: «¿qué hago aquí? ¿Me pregunta usted qué hago? Pues disfrutar del silencio y la soledad»: p. 124). Pero hay un misántropo que se dirige a ella para echarla de allí: «déjeme en paz, ¿quiere? Vine aquí para alejarme de las encuestas», y se expresa en las palabras mismas con las que está renunciando a expresarse: «no quiero saber nada del mundo ni que el mundo sepa de mí (…) A ver si no va a ser posible que tampoco aquí, lejos de todo, me dejen en paz. (…) Así que, váyanse, váyanse de una vez. Y no vuelvan» (p. 137); la segunda persona del plural evidencia que Fabio está acompañando a Samanta.
En cuanto a la forma de construir cada relato, hay cuatro estrategias diferenciadas. Una es el marco conceptual: relatos que empiezan y terminan con la misma idea, como si la historia no fuera más que ilustración y desarrollo de una tesis; por ejemplo, el hambre como punto de partida y llegada para hablar del absurdo de vivir (el pastor de «Gatán»). Otra es la decadencia, como el cuento de los diez ositos, que avanza por una lenta pendiente hasta que el pueblo habitado se va quedando deshabitado (y así, en el pueblo de «Pejín» acabaron siendo «siete, cinco hombres y dos mujeres» (p. 131), dos se fueron por enfermedad y quedaron «cinco, tres hombres y dos mujeres», un día desapareció la Evelia y quedaron cuatro, entonces Belén empezó a tener pesadillas y se fue a León «a ver a una pitonisa», y ya sólo «quedamos tres: Toño, Roque y yo»; Toño y Roque se mataron con el coche y ahora sólo quedo yo). La tercera estrategia es el universo de los contrastes, como cuando en Saucares hay una tensión entre lo que uno ha sido y lo que uno no quiere ser, porque ha renunciado a lo que alguna vez ha sido: polos que se oponen y tiran de nosotros, cada uno en una dirección. Y por último tendríamos que hablar del sentido de la vida, porque cuando uno pierde lo único que le daba sentido («Albijos»), a falta de ilusiones («Cerral»), lo único que nos ilusiona es la inercia de la vida: entonces vivir es la ilusión del trabajo que nos exige la propia necesidad de vivir.
Llega el momento de concluir, aunque uno estaría hablando todavía durante unas cuantas páginas. Diremos que Ignacio Sanz es un maestro de las distancias cortas. Tiene capacidad para convertir las historias en pastillas de concentrado y lo hace con brillantez; otros, para decir lo mismo, necesitarían cientos de páginas, y no es seguro que lo hicieran con éxito. El universo mental de Ignacio Sanz está lleno de filosofía; de filosofía popular, se entiende; de pensamientos sencillos, brotados de la gente del campo, a los que luego viene la universidad y les pone nombre; el pensamiento sencillo de la gente, tal y como lo retrata el autor, se mueve en la órbita de Ortega y Gasset, Heidegger, Heisenberg, Stuart Mill, Epicuro, Bécquer, Nietzsche o el estoicismo; siempre enfocado desde el realismo, desde un realismo fotográfico, casi clínico, que es la atmósfera en la que se encuentra a gusto Ignacio Sanz.
El Ignacio Sanz inspirado es el narrador del ostinato.

Ignacio Sanz
Valnera, 2023
184 páginas
18 €

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
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