Creación

La deuda

Un hombre que camina por la calle se topa con una mujer que se detiene ante él y le pregunta si es él aquel a quien su padre debía mucho dinero. Un relato de José Manuel Ferrández Verdú.

/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /

Caminaba por la calle entre la gente. Era más bien bajo, rechoncho, con bigote,  y casi calvo. Sus ojos, grandes, intensamente azules y de mirada asombrada. Una mujer se detuvo ante él. Tenía una cara interesante.

—¿Es usted?

—¿Cómo dice?

—Que si es usted.

—¿Que si soy yo quién?

—A quien mi padre le debía mucho dinero.

Se quedó mirándola como si no entendiera. ¿Qué era aquello? Parecía una broma. Pero la mujer no tenía aspecto de loca, ni de querer correrse una juerga a su costa.

—No tengo ni idea de lo que me habla, señora o señorita.

—Ora.

—No sé nada de su padre ni de usted. ¿Quién es su padre y por qué me debe dinero?

—Le debía. Mi padre murió hace años.

—Vaya, lo lamento. ¿Y cómo se llamaba?

—Juan.

—Juan qué.

—Juan Juan.

—¡Caramba!

—Sí.

—Pues creo que no lo conocía. ¿Qué es eso de que me debía dinero?

—¿Acaso no entiende el castellano?

—Sí, claro. Pero no conocí a su padre. ¿Cómo iba a deberme dinero, ni yo a él?

—Yo no he dicho que usted le debiera dinero a él, sino él a usted.

—¿Y cómo sabe usted eso? Ni siquiera me conoce.

—Será mejor que entremos en algún sitio donde pueda explicarle con más detalle el asunto, que no es sencillo. Si me lo permite, lo invito a almorzar. Ya es casi la hora. ¿Le parece bien?

El hombre consultó su reloj.

—Está bien —dijo—. Entremos, y me lo va explicando.

Fueron a un bar donde, frente a la barra, había mesas y se podía comer el plato del día por un precio razonable. La mujer traía con ella un bolso de donde extrajo una bolsa de plástico blanca que depositó sobre la mesa. Luego pidieron el plato del día y, mientras se lo iban preparando, le explicó el asunto.

—A usted esto le parecerá raro, pero al morir mi padre, me dejó encomendado que buscara al hombre a quien debía una suma muy importante, y se la pagara. No me aclaró a qué obedecía dicha deuda, ni yo se lo pregunté en su lecho de muerte, como usted comprenderá. No era el lugar para pedirle explicaciones.

—¿Y cómo le dijo que se llamaba ese hombre?

—Pues ahí está la molla del asunto. No me lo dijo. Solo que lo buscara y le pagara religiosamente hasta el último céntimo de la deuda que ascendía a varios millones de euros.

—¿Qué?

—Como lo oye: siete millones de euros para ser exactos.

—Menuda broma, ¿no?

—Nada de broma. Yo sería incapaz de incumplir el último deseo de mi progenitor, quien se portó conmigo como un padre amantísimo durante toda su vida. Creo que pocos padres han amado a sus hijos tanto como él a mí. ¿Cree usted que yo podría, en tales circunstancias, dejar de satisfacer la última voluntad de su alma, y no sentirme una desgraciada después de todo lo que me quiso?

—No, por Dios, justo es que trate usted de satisfacer sus deseos, pero, de todas formas…

—¿Qué?

—Pues no sé: yo no la conozco a usted, ni a su familia. ¿Por qué piensa que es conmigo con quién tenía la deuda? ¿No le parece que eso es imposible?

—No sé si es imposible o no, pero al verlo por la calle… Algo dentro de mí se ha removido. No sabría decirle qué.

—Me parece que no está usted muy bien de la cabeza, y perdone que se lo diga. Toda esta historia me parece tan extraordinaria que no sé qué pensar. Creo que me toma usted el poco pelo que me queda, pero no entiendo para qué.

—¿Acaso no lo estoy invitando a comer, señor?

—Alcoy, Juan Alcoy.

—¡Ah, también se llama Juan! ¿Ve usted cómo las cosas empiezan a encajar?

—Eso es pura casualidad.

—Es posible, pero me parece demasiada casualidad.

La camarera les sirvió la comida y la bebida y comenzaron a comer con apetito ambos. Siguieron hablando del asunto rarísimo y, al final de los postres y el café, la mujer depositó sobre la mesa, ya despejada, el contenido de la bolsa de plástico blanca: un millón de euros en fajos de billetes nuevos de quinientos, en total veinte fajos uno encima de otro, y un montón de joyas antiguas, relojes Longines de oro, diamantes engarzados, esmeraldas, perlas enormes, etcétera. El botín brillaba como un sol sobre la mesa de madera oscura y llamaba la atención de los que había en el bar, que volvieron la cara al oír el ruido de todo aquel material golpeando sobre la madera.

—Pero ¿qué hace? ¿Es que se ha vuelto loca? —Ya se lo he explicado. Creo que todo esto se lo debía mi padre a usted, y ha llegado la hora de cancelar la deuda.

El pobre hombre miraba asombrado todo aquello y veía cómo la atención de la gente estaba concentrada en lo que estaba pasando allí. Algunos se pusieron nerviosos y otros se levantaron para ver bien y daban vueltas o se acercaban a mirar, porque no daban crédito a sus ojos. Poco a poco se fue restableciendo la calma, y en medio de un murmullo general la gente se fue acomodando en sus respectivos asientos hasta que todo el mundo se relajó no sin que de vez en cuando alguno volviera el cuello para comprobar si aquello seguía allí o se había evaporado como un sueño, que es lo que parecía.

Sin embargo, justo enfrente de ellos, apoyado en la barra mientras tomaba un carajillo con una copa de coñac, había un sujeto delgado y alto con cara de no haber dado un palo al agua en toda su vida, que aprovechando la vecindad con el extraño fenómeno que estaba teniendo lugar en sus narices, miraba fijamente a aquellos dos, así como al montón de billetes y joyas que refulgían como el sol del verano en medio de la pradera. En un momento dado, no pudo aguantarse las ganas y se aproximó hasta la mesa.

—Permitan que me presente. Mi nombre es Alfonso y creo que estoy siendo testigo de algo ilegal, disculpen que se lo diga —y mientras hablaba no dejaba de volver la cabeza hacia la gente, para ver si seguían mirando.

—¿Qué le hace pensar eso? —dijo ella.

—Bueno, es que yo tengo un cuñado que es policía, y claro: uno escucha cosas y se entera de lo que es legal y de lo que no.

—¿Y por qué no le dice a su cuñado que venga él mismo a detenernos?

—No se crea que es tan fácil hacer que mi cuñado se ocupe de algo. Él ya tiene su proyecto de vida y no le gusta que lo distraigan ni se entrometan en sus asuntos.

—¿Y qué quiere usted? ¿Hacer el trabajo de su cuñado? —dijo el gordo.

—No, pero…, ¿permiten? —y tomó asiento junto a ellos—. Creo que en todo este asunto que llevan ustedes entre manos, sea el que sea, las cosas deben hacerse con más discreción o, de lo contrario, se exponen a peligros que…

—¿Que qué? —dijo el gordo elevando la voz.

—No grite, por favor —dijo Alfonso temeroso—. Será mejor que llevemos esto nosotros solos, no vaya a ser que tengamos que repartir con más gente.

—Aquí no se va a repartir nada —dijo ella—. Esto es solo la cancelación de una deuda que mi padre tenía con este buen hombre y que yo he venido a satisfacer antes de que sea demasiado tarde.

—Una deuda.

—Eso he dicho.

—Pero eso que dice usted es muy sospechoso; no sé si lo ha pensado. —¿Sospechoso de qué?

—¿Cómo ha conseguido usted todo este dinero y… esta chatarra? Esto no es calderilla, precisamente.

—Eso es lo de menos. Lo único importante es que debía hacerlo por una cuestión moral, y lo estoy haciendo.

—Debe de ser usted rica para disponer de todo esto, o bien está loca de remate, o las dos cosas.

—Eso mismo le he dicho yo —dijo el gordo.

—Se equivocan los dos. Soy enfermera y trabajo como todo el mundo. Tengo una familia a la que alimentar, dos hijos y un marido que está en el paro. Pero le prometí a mi padre que lo haría por él y eso está por encima de todo lo demás.

—Ya, claro, por supuesto, pero ¿cómo ha podido hacerse con un botín así una persona normal, digámoslo así?

—Tengo una amiga que su marido es director de una sucursal del Banco Central Europeo en un pueblo de Badajoz, y otra que es ladrona de tesoros de los que se subastan en Sotheby’s. Ellas son quienes me han proporcionado la pasta. Gracias a su amistad puedo permitirme el lujo de cumplir con la última voluntad de mi padre.

—De todas formas, querida —dijo Alfonso un tanto intrigado y con una confianza que nadie le había dado—, no me creo que sea tan fácil obtener todo este amasijo de pasta, y menos aún que se lo den a uno por simple amistad.

—Es usted, por lo que veo, un escéptico que no cree en el género humano, o de lo contrario no hablaría así.

—Nada de eso. Lo que digo es que no veo la manera de hacerlo.

—Y le gustaría saberlo —dijo el gordo.

—Flora, mi amiga, fue a la sucursal donde trabaja su marido y le armó delante de la plantilla un pollo, llamándole de todo y diciéndole que en aquella oficina no tenían cojones a tener en la caja un millón de euros en billetes de quinientos. Los empleados, heridos en su orgullo por solidaridad con su jefe, abrieron la caja y le mostraron el millón, que Flora cogió y se llevó con la promesa de devolverlo una vez comprobada su autenticidad. Aún lo están esperando. En cuanto a las joyas, Florinda, la otra amiga, fue a una subasta de Sotheby’s y cuando apareció el lote de joyas gritó: ¡fuego! De manera que todo el mundo se puso a gritar y en la confusión se hizo con el lote, sustituyéndolo por un pollo de granja.

—Interesante —dijo Alfonso—. ¡Menuda suerte ha tenido usted! —dijo, dirigiéndose al gordo—. ¿Qué le hizo al padre de esta señora para que le debiera tanto billetaje?

—Lo ignoro —dijo el gordo.

—Pero ¿cómo es eso?

—Como lo oye.

—Entonces, ¿cómo dice ella que su padre le debía todo esto?

—Su padre le dijo que buscara al acreedor, y ella me ha visto por la calle y cree que soy yo.

Alfonso la miró asombrado e incrédulo.

—Oiga, jefa, ¿qué le hace pensar que este mequetrefe es el tipo? Podría ser yo.

—¿Conocía usted a mi padre?

—¡Por supuesto! Solíamos tomar coñac aquí todas las mañanas.

—No sé qué pensar —dijo ella—. Me lo están poniendo un poco difícil. ¿Cuál fue el origen de la deuda?

—Que yo lo invitaba siempre, y estuvimos así durante décadas. ¡Imagínese el capital que tuve que desembolsar!

—No sé, no sé… No tiene usted pinta de que nadie le deba nada.

Alfonso la miró y miró al gordo. Luego vació su copa de coñac que había llevado con él, y dijo:

—Bien, esto es lo que he pensado. Puesto que usted tiene sus dudas, ¿por qué no nos repartimos la pasta y salimos de aquí escapados, antes de que acuda la pasma atraída por algún chivato de mierda?

Pero en aquel momento, entraba la pasma por la puerta. Dos policías que se hallaban de servicio entraron al bar con la intención de tomar un café con leche para ir tirando. Pero al ver a aquelos tres reunidos en torno al montón de billetes y joyas, se acercaron a ver qué pasaba allí.

—Buenos días —dijo uno llamado Félix—. ¿Tienen ustedes algún problema?

—Ninguno, señor agente. Somos amigos y nos hemos reunido para rememorar los viejos tiempos.

—Viejos, pero productivos —dijo el poli mirando el amasijo de pasta y joyas.

—No se crea. Solo son recuerdos sentimentales.

—Menudos sentimientos tenían ustedes cuando eran jóvenes. ¿Se puede saber qué hace toda esa mierda encima de la mesa?

—Se refiere al dinero.

—No, me refiero a mi prima.

—Es que estamos haciendo un negocio, y esta señora aquí presente —dijo el gordo— es la socia capitalista. Estamos discutiendo los detalles.

—¿Y para eso necesitan hacer esta exhibición delante de toda esta gente honrada? —algunos miraban la escena que se desarrollaba con el agente público.

Mientras hablaban, se aproximó una señora mayor que lo había visto todo desde el principio.

—Mire usted, señor guardia, estos individuos llevan toda la mañana con la mesa llena de esa porquería y no han dejado de molestar al personal. No estaría de más que se los llevaran al calabozo y les hicieran un lavado de estómago, porque lo deben de tener lleno de gusanos y ratas.

—Gracias, señora, pero métase en sus asuntos y lárguese de aquí —le dijo el cabo.

—No, si yo lo único que intentaba era ayudar. ¡Y encima la insultan a una llamándola «puta»! Menudos tiempos estamos viviendo.

—Señora, yo no la he llamado «puta», pero si le hace ilusión, solo tiene que pedirlo por escrito mediante el formulario P-69.

La señora mayor se dio la vuelta y se alejó haciendo movimientos con las manos y murmurando por lo bajo barbaridades sobre todo aquello.

—No se enfade usted, agente: es que esta señora tan guapa, según parece, es decir, su señor padre, que en paz descanse, dice que le confió en su lecho de muerte que buscara al hombre al que debía siete millones y se los diera. Y como ese hombre soy yo, pues aquí nos tiene, intentando hacer feliz a un muerto —dijo el gordo.

—Vale, pero que sea la última vez que hacen algo así. La próxima, se van a algún puticlub y lo cierran antes de sacar la basura delante de la gente honrada, ¿me han comprendido?

—Sí, señor agente: pierda cuidado.

El poli se reunió con su compañero, que ya había pedido los cafés, y el suyo estaba a punto de enfriarse. Los de la mesa recogieron todo aquello y, metiéndolo en la bolsa, salieron de allí con cierta prisa y despidiéndose con sonrisas pícaras de los polis.

—¿Quienes son?

—Nadie: unos gamberros que, en vez de ir a arreglar sus asuntos debajo de un puente, se atreven dar el escándalo en un sitio tranquilo como este.

—¡Vaya mierda de gente que anda suelta!

—¡Y que lo digas! 


José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos  cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes,  admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.

 

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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