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Días de 2023 (8 y 9)

Nuevas páginas de un diario no diario de Avelino Fierro, en las que se evoca a Benjamin o Mérimée en la presentación de una exposición de fotografías y la crónica de un viaje en tren.

/ por Avelino Fierro /

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El pasado 30 de junio presentamos en ese nuevo y elegante espacio para actividades culturales, en San Feliz, en la ribera del Torío, la exposición de fotografías de Cecilia Orueta sobre la Ibiza que conoció Walter Benjamin. Público abundante, expectante. La tarde, clara; nubes blancas cogidas de la cintura como un rebaño de adolescentes. Llevaba conmigo abundante documentación y algunos libros del pensador escritos en aquella época, el último tiempo feliz de su vida.

Era mi cumpleaños. Dudé entre desenvolverme en una especie de happening (junto a la mesa del conferenciante estaba esa escultura de madera, enorme, de un lector desnudo) o rendirle homenaje al filósofo «que hurgaba en los trapos de la palabra y en los jirones del lenguaje».

Pensando en que quizá no tendría otra ocasión para hablar de estas dos personas de mi devoción —la fotógrafa y el filósofo—, opté por lo profesional, convencional y campanudo, marmóreo y de extensión.

No fue un discurso conceptualmente oscuro, pero no tuvo momentos sonoros o galvanizantes que zarandearan al auditorio, que llegó —sin duda— a sentirse consumido por el tedio y se mantuvo, sin embargo, en la suprema elegancia de la no deserción.

Al finalizar, G. se acercó y me dijo: «A mí, todo lo que pase de cincuenta minutos…». Y otro amigo me pidió que aquello discurseado —simples anotaciones a veces enmarañadas, citas a mansalva— lo pusiera, en parte, por escrito.

Es lo que ahora hago.

SOBRE UNAS FOTOGRAFÍAS DE CECILIA ORUETA

Hace unas semanas tuve que revisar notas y lecturas para reflexionar sobre la forma de observar y de trabajar de los dibujantes. Tenía que hablar de unas ilustraciones para un texto de Franz Kafka.

Aquellos apuntes se pueden trasladar en buena parte a este momento, porque en las estrategias o en el teatro de operaciones del dibujante y del fotógrafo hay zonas comunes: mirar el mundo, los objetos, la forma en que se eligen unas imágenes y se descartan otras, conforme todo a una educación y preparación técnica, a un aprendizaje y a una cultura.

Walter Benjamin, en Calle de dirección única, se refiere a ese proceso en el campo de la escritura. En el epígrafe «¡Cuidado con los peldaños!» anota: «El trabajo en una buena prosa tiene tres peldaños: uno musical, donde es compuesta; uno arquitectónico, donde es construida, y, por último, uno donde es tejida».

Pero nos hemos adelantado al exponer todo el proceso. Volvamos atrás, al inicio: al acto de mirar y elegir.

Hay otra frase que me gusta citar. Me parece muy ajustada a la forma en que tendría que desplegar su actividad todo creador. Aunque esté referida a la creación poética.

Álvaro García, en el prólogo a uno de los libros de Auden, Otro tiempo, dice: «La grandeza poética de Auden consiste en una doble agilidad, limpieza de mirada y conciencia del oficio, saber ver lo que importa y hacérnoslo memorable». Limpieza de mirada… Saber ver lo que importa…

En carta desde la Fonda Miramar, en San Antonio (Ibiza) del 23 de mayo de 1933, Benjamin le comunica a G. Scholem que quiere retomar de nuevo el tema de la novela. Esas reflexiones pasarán a su ensayo El narrador, publicado en 1936. En él W.B. copia una extensa cita de Paul Valéry, para mí uno de los pensadores más acertados sobre las teorías estéticas.

«La observación artística puede alcanzar una profundidad casi mística. Los objetos sobre los que se posa pierden su nombre: sombras y claridad conforman un sistema muy singular, plantean problemas que le son propios, y que no caen en le órbita de ciencia alguna, ni provienen de una práctica determinada, sino que deben su existencia y valor, exclusivamente a ciertos acordes que, entre alma, ojo y mano, se instalan en alguien nacido para aprehenderlos y conjurarlos en su propia interioridad».

Alma, ojo, mano…

El fotógrafo mira, observa, sabe que tendrá que materializar ese instante. No conoce a la perfección el punto de llegada, pero ya intuye o prevé un cierto resultado. Y en todo este proceso influyen elementos culturales, obsesiones más o menos persistentes, una educación sentimental, una biografía personal.

Y en el caso de estas fotografías también existe un estudio previo, un proyecto. Cecilia Orueta ha leído el libro del poeta Vicente Valero, Experiencia y pobreza, sobre la estancia de W.B. en Ibiza, las cartas del filósofo de esos años ibicencos, sus libros esenciales (Infancia en Berlín, Calle de dirección única, Historias y relatos, escrito en Ibiza —recuerdo bien que se refirió extensamente al relato «La cerca de cactus» cuando visitábamos una casa payesa musealizada—, los ensayos sobre el haschis…). Puede incluso que conozca el libro del fotógrafo Raoul Hausmann, fundador en Berlín del Club Dadá, sobre su estancia en la isla entre 1933 y 1936.

Ha analizado también —y esto es esencial— los escritos de Benjamin sobre París y sobre la figura del paseante, del flâneur. Alguien recorre una ciudad inmerso en una especie de «experiencia aurática» de dialéctica entre la cercanía y la lejanía. Fournel, un escritor-flâneur, ya comparaba su propia forma de mirar con un «daguerrotipo móvil» años antes de la invención de la cámara fotográfica.

Susan Sontag ha asociado al flâneur con la figura del fotógrafo, aludiendo a la distancia creada entre él y el objeto de su percepción. Cita a fotógrafos como Paul Martin, Arnold Genthe o Eugène Atget, por el que también se interesa W.B. en su ensayo Pequeña historia de la fotografía.

Cecilia ha acumulado información. Y podemos decir que ha operado, como lo hacía el filósofo, a través de una doble vía, «intuición mística y visión racional». Y ha pensado, como él, en la fotografía enhebrada en el relato de la historia. Cierto que Cecilia Orueta ya ha desarrollado cometidos similares: con un referente literario ha acometido otros proyectos, como el de Patrick Modiano o el de un escritor siciliano que no vamos a desvelar porque es un trabajo inacabado.

Pero ¿cómo clasificaremos o denominaremos estas fotografías que hoy podemos contemplar?

En su libro Fotografía poética, Raich Muñoz, después de hacer un recorrido por escuelas y autores, desde la nueva visión hasta la fotografía de la indiferencia o lo banal, nos trae hasta el momento actual donde no hay una línea imperante: fotografía creativa, neopictorialismo, fotografía plástica. Pero anota que tanto en unos como en otros autores contemporáneos «prevalece la idea de mostrar una belleza visible en su forma que mantenga su aura, según el término utilizado por Walter Benjamin». «Una manera poética, añade, para referirse a una fotografía capaz de expresar sensaciones y de invitar a ser contemplada. Una fotografía que capta la belleza para, posteriormente, añorar su ausencia…».

Parece estar describiendo la forma de trabajo y los resultados de Cecilia Orueta. Sus imágenes son como esa mirada un poco miope del pensador alemán, desenfocadas, sombras breves, trazos de luz, soledades, fantasmagorías (este es un término importante: en el relato «Al sol», Benjamin habla de mujeres que aparecen flotando sin moverse con el rostro vuelto hacia el que mira; dice de las especulaciones cosmológicas de Auguste Blanqui, «La eternidad a través de los astros», que son la última fantasmagoría del siglo XIX; en «La cerca de cactus» las máscaras avanzan hacia O’Brien, el narrador). Hay en sus fotos borrosas lejanías, masas de agua desfiguradas, bosques atravesados por el sol. Por ello, en varias tomas recurre a la sobreexposición, dejando que la luz inunde el objetivo de la cámara.

Detiene el presente y hace que regrese el pasado en imágenes que relampaguean. Un pasado a veces alucinado, como un delirio, como un ensueño, tratando de fijar lo que Bergson llamó un «incesante desvanecimiento».

Fotografías que se debaten entre el referente y su ausencia. Que emergen —diría Maurice Blanchot— liberadas de las limitaciones y exigencias de la vista, ahí donde aquello que hay que percibir permanece invisible para poder acercarnos a ello.

Un pasado que parecía sepultado vuelve a nosotros desperezándose, emborronado, iluminado a veces con luz de acuario, con una luz como debía de ser aquella de los pasajes parisienses que tanto escudriñó Benjamin; vuelve a nosotros pleno de belleza, finura y modernidad.

Gracias a la inteligencia y sensibilidad de Cecilia Orueta. Una fotógrafa refinada, exquisita, singular.



9

Retraso. Mar lee ahora en un edificio amarillento: «Piensos compuestos CILNA». Recorremos un buen tramo dejando al lado vías muertas, naves (Celada S.A.) y máquinas viejas hermosas como la Victoria de Samotracia. Barrios de las afueras y ropa tendida en fachadas y balcones.

Ayer, mientras tomábamos unas parrochas en el Begoña II, Julio citó a Trotski, que decía que viajar en tren es la mejor forma de conocer un país. Recuerdo haber leído algo de aquel en el que vivió más de dos años y medio. Quizá estaba yo preparando algún texto sobre lugares poco habituales para la escritura y dejé anotado lo siguiente: «De este vagón partía con mis auxiliares a recorrer en automóvil la línea del frente, en excursiones que duraban varios días. En los ratos libres, me dedicaba a dictar, siempre en el vagón, el libro que estaba escribiendo contra Kautsky (Terrorismo y comunismo) y otra serie de trabajos. Durante aquellos años me acostumbré, y creo que ya para siempre, a trabajar y a pensar al ritmo de los muelles y las ruedas del pullman».

«Legumbres Luengo». Muchas pintadas. Los grafiteros parecen no estar bien de la cabeza. Uno no se imagina cómo pueden desplazarse hasta estos lugares tan descarrilados. Y la mayoría de sus trazos no valen nada. Yo pensaba en que el éxito de Banksy podía haber ayudado a que los bobos del rotulador o el spray afinasen algo. No ha sido así. El feísmo, el chafarrinón, lo cutre son su insignia, su marchamo, las señas de una identidad abodocada, zambona, zonza.

No sé qué santo nos alumbró para tomar la decisión de ir en este tren a Barcelona. Viene de Vigo; desde aquí tarda unas ocho horas. Quizá nos ha podido la añoranza. Hemos viajado muchas veces a esa ciudad en tren. Pero lo hacíamos de noche, en aquellas literas tan cómodas, con ducha y bolsita de aseo de regalo, y llegabas a Sants a primera hora de la mañana. Era como —sin apercibirte demasiado del desplazamiento— teletransportarte.

Fue Mar quien tomó la decisión. Habíamos consultado los horarios del avión. No se nos acomodaban para estos días o eran muy caros. «Veremos el paisaje, comeremos, dormiremos a ratos, a ti te gusta viajar así, siempre aprovechas para escribir algo…».

Es extraño que ya venga ocupado por tantos viajeros. ¿Van a Barcelona a estudiar, a trabajar, de vacaciones…? Hay muchos jóvenes, pero también familias con niños. ¿Son todos gallegos? ¿Emigran a Francia por el verano? Al otro lado del pasillo van dos jovencitas. Pelo negro y liso, grandes pantorrillas blanquecinas, sudaderas con capucha e inscripciones en inglés. Una de ellas lee un libro gordote; no he conseguido ver el título. Ahora están comiendo. Han sacado de sus mochilas dos bocadillos que rebasan el contorno de la mesilla que se despliega frente a ellas. Unos quince minutos antes, el joven que va delante ya había sacado una fiambrera enorme y sigue metiendo en ella las manos y un cubierto de metal. A las chicas se las ve más acostumbradas a todo, a la vida, como si ya hubieran tenido un primer curso en la universidad. Él —que parece ser de su misma edad— es un chico de pueblo, vestido modestamente, que no ha podido rehusar los mimos gastronómicos de su madre para este viaje largo; puede que esté un tiempo fuera de casa.

No sé lo que le han preparado a este crío, pero huele bien. El olfato es el centinela del gusto, decía Brillat-Savarin. Y a mí ya me va dando collejas desde hace un rato mi vigilante olfativo. Me he levantado a coger la bolsa en la que van los bocadillos que ha preparado Mar.

Palencia. «Viajeros al tren». «Salida inmediata». Estas voces de oficios que suenan a siglos pasados sólo se dan ya en las provincias pobres del Noroeste. El mismo andén tiene un aire, una luz distintos. Yo creo que en lugares como este todavía el ritmo de la vida va al compás de los días y horas, del latir de la sangre. Se camina de otra manera; se puede pensar. Hay un artículo de Unamuno en el que se habla de la influencia de las grandes y las pequeñas ciudades en la formación del espíritu. Cita al personaje de una novela de Jorge Meredith, que huye de Londres como de un cementerio del hombre individual.

En algo así estaría pensando yo cuando elegí el libro para este trayecto, Viajes a España, de Prosper Mérimée. Lo había dejado aparcado tiempo —años— atrás en la página ciento noventa y cuatro. Hay una marca en él señalando una visita que hace al Museo del Prado en 1830. Recuerdo que lo consulté cuando redacté las páginas sobre una visita a Madrid y sus museos para mi libro Calendario.

Este de Mérimée está en una edición de Aguilar muy manejable, un libro chico. Dudé mucho —siempre me sucede— a la hora de elegir. Un señor de Barcelona, de Pla; el último de Ferrer Lerín; una novela antigua de Benítez Reyes, que me recomendó Manilla. Otro de Miguel d’Ors. Antes de continuar mi lectura donde lo dejé, remiro páginas anteriores. Me detengo en su paso por Burgos en 1840. «No conozco nada más triste que esta ciudad sin sol o nada que alegre la vista. En lugar de las limpias manolas de Madrid, no se ven sino viejas andrajosas y, aquí y allá, algunas jóvenes, curtidas cual diablas chatas y chapoteando en el lodo con medias bordadas y zapatos de seda rotos». Es una carta dirigida a la señora de Montijo.

He salido al descansillo para hacer fotos del paisaje. La ventanilla tiene aquí un cristal normal, no como las de los vagones, con cristales dobles, que hace que no se pueda evitar el reflejo de las escenas de interior. Desde ellas no puede retratarse nada, salvo luces, espectros y rostros que parecen nacer entre los campos amarillos de trigo ya segados. Las jovencitas han acabado ya sus bocadillos, se entretienen ahora con sus teléfonos móviles.

La estación de Burgos tiene por nombre Rosa Manzano. No sé quién es esa señora. ¿Una heroína del tiempo del Cid Campeador? ¿Una especie de duquesa del XIX que recibía en los salones de su palacete a los viajeros ilustres y mérimées?

Esto va para largo. Ah, otro de los libros que tuve entre manos para traer fue La Biblia en España, de George Borrow. Pensé en él porque hace un recorrido lento, montado en burro, parecido a este viaje de hoy. Mérimée escribe el 3 de noviembre de 1843 a la Montijo: «No he podido encontrar billete en el coche correo de Bayona. Salgo de aquí mañana en diligencia y pienso estar en Bayona el 5 por la mañana. Si puedo encontrar un asiento en el correo de Madrid el mismo día, lo cogeré; si no, saldré de Bayona el 6…». La lentitud de los tiempos antiguos.

Hoy hay reactores, trenes requeterápidos. Pero este viaje nuestro tiene mucho del ritmo cansino del tiempo aquel. Esto empieza a tomar ya las trazas de una gran familia. Un mayor pasea a un querubín. Otro se pone a hablar con el joven de al lado. Los de delante intercambian un trozo de longaniza. Seguro que cerca de Barcelona nos facilitaremos los números de teléfono, y quedaremos para visitarnos a lo largo del verano en una aldea de Orense, en Picos de Europa, en la Pilarica y lugares así. Podría ser que muchos de los viajeros, al finalizar el trayecto, nos hagamos socios de esa pujante organización a favor de la calma y la pachorra, el movimiento SLOW. Cuanto más nos movemos más nos alejamos de lo que nos sostiene, de las raíces de los días y de la vida.

Hemos comido. Al despertar —no sé cuánto tiempo he dormido— todo está oscuro. Ha ocurrido como en la película aquella de los ocho apellidos vascos, en la que el mundo se llena de nubes negras, rayos y centellas, cuando el autobús en el que viaja el protagonista ingresa en estas comarcas. La megafonía expele ahora: «Próxima estación, Pamplona-Iruña». Al rato se apean grupos de jovencitos ataviados muchos de ellos de blanco y con pañuelos rojos al cuello; hoy es San Fermín. Yo sigo con mi Mérimée: «Encuentro a los catalanes como franceses ruines, un poco toscos y con grandes deseos de ganar dinero…». Más adelante habla del archivero, señor Bofarull, como el hombre más amable y más complaciente que ha encontrado en España. Nuestro escritor francés está reuniendo documentación sobre don Pedro el Cruel de Castilla.

Son las 19:45. Zaragoza-Delicias. Me duermo a ratos. La falta de tensión, el relajamiento del viaje, la luz de acuario del vagón. Inquietud en los pasajeros ante el mensaje que emiten los altavoces: «El tren permanecerá detenido por causas climatológicas adversas». Mar consulta en Internet y ve que la prensa digital da noticia de una tormenta que ha causado una gran riada y destrozos importantes en la ciudad. Recorre los vagones el barman de la cafetería diciendo que la tromba de agua impide que se pueda abandonar la ciudad por carretera o ferrocarril.

Son las 21:00 horas. Seguimos detenidos. Hace tres horas la granizada ha roto cristales y abollado vehículos. Alguien habla de un vídeo en el que se ve cómo una mujer pide socorro desde la techumbre de un coche al que el agua arrastra y zarandea. Son las 22:37 horas. No hay ninguna información ni nuevos avisos. Una hora después seguimos detenidos. Hace unos instantes estaba uno con el último párrafo del señor Mérimée, que escribe sobre el ferrocarril Madrid-Aranjuez: «En todas las estaciones el público entabla conversación con los viajeros, y el tren no vuelve a ponerse en marcha hasta que se han agotado todos los temas de charla». Carta a Édouard Delessert, del 30 de septiembre de 1853.

No sé cuándo llegaremos a Barcelona. En 2020 y 2021 el Ayuntamiento y la Diputación organizaron allí unos encuentros sobre los diferentes usos del tiempo, para tener una vida más igualitaria, saludable y eficiente. Espero no encontrarme, cuando lleguemos a la ciudad, con ninguno de esos pavos que gluglutean a favor del movimiento SLOW.



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Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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