/ por Francisco López Porcal /
Una exposición del fotógrafo argentino Sergio Sosa constituye el punto de partida de La estratagema, la última novela de Miguel Herráez, publicada en excelente formato por la editorial Piel de Zapa en 2022. Un relato situado en París durante el inquietante inicio del covid-19, en el que dos profesores españoles actúan de comisarios de la citada muestra en la Cité Universitaire. En La estratagema, Herráez desarrolla de nuevo una constante en su trayectoria narrativa. Si en Los días rojos (Piel de Zapa, 2021) nos deja el testimonio de los nazis refugiados en España, en La vida celular (Alrevés, 2014), La mitad de la memoria (Babel 2019), y desde luego en la lejana Bajo la lluvia (Ronsel, 2000) el autor nos presenta la confusión y desubicación de unos seres ligados a células políticas durante la Transición española. Todo un paisaje de la memoria, el de la lucha por las libertades democráticas y el horror de las dictaduras. En la presente obra, el catedrático y escritor valenciano evoca las de los gobiernos militares de Videla y posteriormente de Viola, la crueldad y los métodos tenebrosos empleados, la persecución implacable de las víctimas, su tortura y posterior desaparición en los llamados vuelos de la muerte sobre el mar del Plata: «Los monstruos esta noche van de caza», repetían las consignas entre estudiantes de la Universidad de Valencia. Pero también «la aquiescencia de la España de la Transición con el horror en Argentina, una colaboración muchas veces soslayada».
Estructurada en cuatro partes y narrada en primera persona por uno de los dos profesores comisariados, Herráez va trenzando una minuciosa historia detectivesca alrededor de la desaparición del fotógrafo Bruno Ledesma en plena dictadura de Videla. ¿Qué fue de Ledesma? Y ¿por qué tantos años después se ha reavivado un interés por su desenlace a partir de la exposición fotográfica de Sosa? Ahí reside la intriga emocional del relato en el que participan Darius Demetriou, un extraño cónsul («¿usted es usted?», le pregunta al profesor narrador en su presentación), embajador de una ambigua franja mediterránea, y Margot, una exiliada argentina. A él le falta un botón dorado en el puño de su chaqueta color teja y posee una sonrisa que parece una mueca. Ella con el tic de pasarse los dedos por la mejilla, como buscando alguna protuberancia en la piel. Quizá ambos postureos constituyan una estrategia; una misteriosa estratagema para ganar tiempo en sus pesquisas.
Las páginas de La estratagema constituyen una inesperada sucesión de imbricaciones, como la de una interminable corriente de consciencia que sumerge al lector en un mar de constantes analepsis. Pasado y presente se suceden superpuestos en una constelación de evocaciones y recuerdos, de Buenos Aires, en las conversaciones entre el profesor y el cónsul. La casa con encanto de Avellaneda en la conurbación bonaerense donde vivía Giaccaglia, otra víctima de la dictadura, el mate, la terracita con el asador, el locro criollo. Pero también la memoria del narrador, la de estudiante, la sequedad de la garganta, la del miedo «veía ya desde la enorme pizarra las caras del resto de compañeros, algunos, los más bordes, siempre los mismos en este mundo, sonriéndose, se la va a pegar, cómo saberse lo de la combinación de los elementos algebraicos», la de una Valencia desdibujada en los albores de la Transición, aunque identificable por la nomenclatura utilizada, el Hospital Clínico del Paseo al Mar, San Agustín, el cine Tyris. Una ciudad de pulso alterado por carreras de jóvenes huyendo de la policía y octavillas voladoras con estrellas de Bandera Roja, «el hormiguero constante, por la facultad de Letras y la de Derecho de enfrente, los furgones encima de los macizos aplastados sin ningún miramiento el césped y las plantas de laurel, los antidisturbios con cascos detrás de los setos de ciprés, parapetados, alguno con el casco desajustado y fumando».
Ese era el ambiente donde se movía el argentino Ledesma criado en una España cuya resistencia al régimen se identificaba además con el visionado de filmse, como Fresas salvajes, de Bergman y su posterior coloquio.
Pero a los recuerdos de Argentina, un país cuya historia conoce tan bien Herráez y que a su vez le ha inspirado de manera singular, se suman los escenarios urbanos de la capital gala. Algunos de sus pasajes evocan la mirada poética y emocional que destilan sus obras Dos ciudades en Julio Cortázar, Diario de París con 26 notas a pie y El día que el Sena no se desbordó. Solo un auténtico flâneur es capaz de captar en su cuaderno detalles tan sorprendentes, apreciaciones minúsculas, fruto de un incesante paseo por calles, plazas, faubourgs, bulevares, pasajes cubiertos, descubriendo jugueterías antiguas, tiendas de anticuarios, algún que otro bistró tristón «algo espeso» donde «a veces resbalan las suelas de los zapatos por el engrasado, sucio». Sin olvidar la minuciosa descripción del haz de la torre Eiffel que entra en su habitación, «lo tengo calculado, viene a ser cada ochenta y cuatro segundos, un minuto y veinte segundos», así como la contemplación de rincones con encanto, allá por el distrito cinco, descripción que en realidad pone en boca del cónsul cuando leyó la obra del profesor París y los escritores: «Donde señalo un portalón cubierto por una preciosa wisteria a principios de cada marzo, de cada primavera, allí donde Modigliani, y donde también vivió Gauguin en el nueve, por la boca de Le Peletier, era su época pequeñoburguesa. Lo comprobé el año pasado, añade, ahí la vi, una wisteria morada».
La estratagema contiene elementos de novela de espionaje y a su vez la elegancia de la fotografía en blanco y negro que transmite la esencia del texto, capaz de apasionar al lector de remansos tranquilos, donde los espacios cobran valor y significado, disciplinas poco habituales en la narrativa actual. Quizá en este aspecto se halle la respuesta a la pregunta que formulaba Félix de Azúa en Lecturas compulsivas (Anagrama, 1998): «¿Podemos aún recobrar la habitabilidad de lugares, ámbitos en los que puedan multiplicarse infinitamente los personajes gracias a la fecundidad de su suelo?». Sin duda que sí, y Herráez lo consigue en esta historia en un contexto temporal donde se vislumbra la cruel pandemia, «un virus maligno que ataca los pulmones como lo hace una rodaja de limón en el gas del agua mineral». Curioso y sorprendente símil que el autor reitera a lo largo del relato. Toda una estratagema, quizá un presagio de lo que era capaz el maldito microbio.

Miguel Herráez
Piel de Zapa, 2022
168 páginas
18 €

Francisco López Porcal (Mislata, Valencia, 1957) es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Valencia (1998) y doctor por la Universidad Cardenal Herrera-CEU de Valencia (2014), con una investigación acerca de la noción de imaginarios en el espacio ciudadano y sus conexiones con el discurso ficcional de la novela. Colaborador habitual en prensa diaria y en publicaciones especializadas, como Revista de Letras, La Vanguardia.com y Makma, revista de artes visuales y cultura contemporánea. Ha colaborado en libros como Santos Juanes: diversas publicaciones sobre esta Real Parroquia (Ayuntamiento de Valencia, 2002) y 101 relatos de la publicidad antigua (Vinatea, 2018). Recientemente he publicado el ensayo La Valencia literaria desde el espacio narrativo (UNED Alzira-Valencia, 2018) y la novela Atrapados en el umbral (Sargantana, 2019).
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