Creación

Correspondencia

«Te vas desprendiendo de todo, poco a poco, hasta que el mundo se convierte en un lugar ajeno. No lo haces adrede, qué va; tampoco te das cuenta de cómo ocurre, pero un día cualquiera te sorprendes inmóvil delante de la ventana». Un relato de Fernando Prado Eirin.

/ un relato de Fernando Prado Eirin /

Te vas desprendiendo de todo, poco a poco, hasta que el mundo se convierte en un lugar ajeno. No lo haces adrede, qué va; tampoco te das cuenta de cómo ocurre, pero un día cualquiera te sorprendes inmóvil delante de la ventana: el zumbido del tráfico, el agudo canto de los pájaros, el tren circulando a toda velocidad sobre los helados railes, la luz oblicua del sol atravesando el vidrio manchado con el rastro de las gotas de una lluvia ya olvidada. ¿Sabes de qué te estoy hablando? Seguro que sí. Me ayuda pensar que esto nos ocurre a todos; es una manera un poco estúpida de consolarse, ¿no te parece? No sé si a estas alturas es importante la pertenencia, sentir que formamos parte de la sociedad, que somos útiles y productivos, que contribuimos a que la trituradora siga funcionando. Porque eso es lo hacemos, José: mantener en marcha la máquina que nos acabará deglutiendo.

Ahora mismo todo me parece irrelevante, pues no existe más que el vacío. Tal vez las cosas serían de otra manera si fuera otra persona: por ejemplo, el que está allá arriba. Has entrado en su despacho alguna vez, ¿verdad? ¿No te has dado cuenta de que huele a huevos? Esa mezcla de sudor, testosterona y colonia de trescientos pavos me resulta insoportable. No lo entiendo. Yo estrenaría calzoncillos cada día. En fin: que somos animales y él es el puto macho alfa; necesita ir marcando territorio para que se sepa quién es el que manda. A mí esa agresividad me parece patética. Míralo, con su traje italiano, los zapatos hechos a medida, el cabello engominado, buena planta, imponente; y a lo mejor ni se le levanta, ¿te imaginas? En esos momentos las apariencias no sirven para nada. Puro humo. 

«Es que le tienes envidia», me dices. ¿Qué le voy a tener envidia? Yo no quiero vivir la vida de otros, solo quiero vivir la mía con un poco de dignidad. A mí qué más me da cómo se lo montan los demás, si tienen diez casas, jet privado, si pasan el verano follándose a putas de los Balcanes en un yate de cincuenta metros, o si, por el contrario, se comen los mocos y cuentan los céntimos para llegar a fin de mes, si se lían un cigarro con las colillas del cenicero sin vaciar o los desahucian por no pagar la hipoteca o el alquiler. Cada uno con sus miserias. Porque todos las tenemos, José: yo me preocupo por las mías. De momento me las apaño, ya lo sabes, pero cada vez es más difícil. No solo es el dinero. El cuerpo tampoco me ayuda, no como antes. Es frustrante comprobar que ya no responde con celeridad y eficacia. Lo ideal sería retirarse cuando aparecen los primeros síntomas de decrepitud, dedicarse a llevar una vida apacible, aunque lo ideal no existe para personas como tú y como yo. Somos carne de cañón, criaturas condenadas a vivir explotadas, seres sin valor que se arrodillan para recoger las migajas de aquellos que están saciados. Y la de hostias que nos damos por llevarnos algo a la boca.

Últimamente tengo miedo, José. Aparece de pronto sin seguir ningún patrón aparente. Tan solo brota en el momento menos esperado y es como un veneno que se esparce por el torrente sanguíneo y me paraliza. Creo que me asusta el porvenir porque siento que soy el líquido que se precipita por el embudo, se arremolina en su boca insaciable y finalmente se vierte en un recipiente que se cerrará tras caer la última gota. Te lo digo así para que me entiendas. Eso no es morir, no: es una condena. Y me cabreo porque hemos vivido engañados, José. No supimos o no quisimos ver que nos estaban tomando el pelo. Estábamos más preocupados en mantenernos a salvo en nuestra simulación de vida decente que en preguntarnos cómo nos encontraríamos dentro de veinte, treinta o cuarenta años. No es un reproche: lo hecho, hecho está. Pero hemos sido tremendamente ingenuos. Nos importaba más comprarnos un coche, cambiar la vieja tele por una de última generación, irnos de vacaciones en verano, comernos un arroz delante del mar, que pensar. Porque hacer eso, pensar, nos generaba angustia. Dimos por hecho que flotaríamos para siempre en las plácidas y tibias aguas del bienestar, que iríamos transitando dulcemente hacia la vejez. Sí, hombre. Nos lo merecíamos, que para eso trabajábamos.

Hiciste bien en irte, aceptar los cuatro duros que te ofrecieron y regresar al pueblo. Yo firmé hará tres o cuatro meses. No te sorprendas. Es que ya no podía más. Era absurdo continuar bregando cuando sabes que quieren prescindir de ti, que ya no tienes ningún valor, que con lo que te pagan y cotizan por ti contratan a dos chavales dispuestos a cualquier cosa. Así que claudiqué, estaba exhausto. Pensé que lo mejor sería coger esto y conformarme. En fin, ahora no hay vuelta atrás. La putada es que yo no tengo adónde volver, José. No me queda más remedio que continuar sobreviviendo en esta ciudad cada vez más cruel, dentro de estas cuatro paredes que aún treinta y siete años después no siento como un hogar. De hecho, nunca lo tuve; por eso no sabría muy bien cómo definir qué es un hogar si no fuera por las referencias que tengo de los demás. Mi vida ha sido un tránsito constante, una huida permanente hacia ninguna parte. Los espacios que habité son ruinas en la memoria, intentos fallidos de ponerme a salvo, anhelos que se evaporaron como el agua de un charco. En cualquier caso, si tuviera un lugar al que volver, no estoy seguro de que pudiera hacerlo. Me asusta más el pasado que el futuro, José, mucho más. Sus tentáculos se estiran y se estiran y hay momentos en los que consiguen rodearme, y me oprimen con todas sus fuerzas. Sé que un día no podré escapar, no tendré la determinación suficiente para hacerlo y, simplemente, me rendiré a ese abrazo mortal.

Tendrías que haber visto la cara de Ibarra. Intentaba disimular el subidón que le producía su triunfo, como si intuyera que esa última humillación me perseguiría para siempre. Lo cierto es que no, José: he aquí mi pequeña victoria. No me siento humillado ni mucho menos; lo que siento es alivio. Lo digo ahora, sorprendido, porque es ahora cuando lo sé. De alguna manera me siento libre; bueno, un poquito más libre. Se acabaron los horarios —más allá de los que yo me quiera imponer—, la hipocresía, las buenas caras; se acabó agachar las orejas cuando me caía una bronca injusta, regalar minutos, horas de mi tiempo sin ser remuneradas. La verdadera humillación, tú lo sabes bien, se producía a diario en aquel lugar y era perpetrada no solo por Ibarra, sino también por todos los lameculos que volaban a su alrededor. Moscas frotándose las patas llenas de mierda. Ibarra al menos iba de cara, el cabrón, pero los otros aplicaban un menosprecio despiadado que intentaban disimular siempre con una sonrisa, una gracia, dando por hecho que éramos imbéciles.

¿Cómo se formó el vacío? ¿Qué fue lo que hizo que se extinguiera todo el oxígeno? Esto no es una caída en el abismo, es una aberrante y embrutecedora ingravidez. Quiero ser cuerpo, enterrar mis pies en la arena, escarbar en el lodo, recorrer sendas olvidadas, empaparme con la lluvia persistente, respirar el olor de la tierra mojada, acariciar los helechos con las manos tumefactas, mojarme los labios morados con el agua que resbala por las hojas de los robles, tocar la piel desnuda de los alcornoques. Pero el vacío se lo traga todo, anula casi cualquier posibilidad de sentir. Y vuelvo una y otra vez a la ventana abierta, a los pájaros chillando al amanecer, al zumbido del tráfico, al atronador ruido del tren sobre los helados raíles, a los rayos oblicuos del sol dotando a la casa de una luz irreal, a las manchas de lluvia en el vidrio, en fin, a la parálisis. A veces no me puedo mover. Así sin más. Un animal abatido: sin voluntad, resignado. Recuerdo cuando me contabas, ilusionado, que reformarías la cocina y el baño, que pondrías calefacción, que cambiarias los muebles y hasta te comprarías un proyector. Y el huerto. Decías que construirías un modesto invernadero.

Es bonito tener proyectos, seguir ilusionándose a nuestra edad. Es incluso necesario, o eso dicen. Yo no sé qué haré con todo el tiempo libre, cómo llenaré las horas. Qué desgracia no haber aprendido a hacer otra cosa que trabajar. Para eso nos educaron, para ser sumisos. El trabajo como pilar fundamental de la vida; que si el trabajo dignifica y todas esas chorradas. Tal vez pienses en ello cada mañana. Es como si te viera: el caminar cóncavo por el pasillo hacia el baño, la primera micción de orina amarilla y turbia que sale por el flácido miembro en un chorro débil, las manos temblorosas y los dedos artríticos clavándose en la naranja y arrancándole la piel, el momento en la ducha en que te miras los pies lejanos que no te puedes enjabonar, cuando te vistes con la camiseta con el logo de la empresa a la altura del pectoral izquierdo y los zapatos de protección para ir al huerto a regar y quitar las malas hierbas. No sé si lo haces por amor o simplemente para mantenerte ocupado y activo. No sé si lo haces para reconciliarte de alguna manera con la tierra que abandonaste hace medio siglo y pedirle permiso para que acoja tus huesos deformados.

Yo lo llevo bien, en general. Algunos días se hacen eternos, pero intento estar distraído y pasar poco tiempo en casa. Las noches son otra cosa. Después de cenar enciendo la tele y me pongo a ver cualquier cosa para narcotizarme. Me quedo dormido con la cabeza colgando sobre el pecho y me despierto con mis propios ronquidos, que ya se van pareciendo a los estertores de una vieja máquina a punto de gripar; entonces me levanto, me tomo la pastilla y me llevo un vaso de agua a la habitación. Verlo allí, en la mesita de noche, me confiere cierta tranquilidad; no sé explicarte por qué, tal vez porque siempre tengo sed. A veces la pastilla no hace efecto, por alguna razón no templa mis nervios, ni relaja mi cuerpo, ni rebaja mi actividad cerebral y cuando eso ocurre sé que será una mala noche. Ruedo de un lado a otro de la cama, me arrastro debajo del edredón revolviéndolo todo y no puedo dejar de pensar. Porque eso es lo que hago ahora, José, pensar y pensar más que nunca, como si eso fuera a servir para algo. Al contrario. Y emergen de la oscuridad los miedos, las angustias, los reproches, las preguntas aún sin respuesta, las oportunidades perdidas, las malas decisiones. La noche es un océano plagado de monstruos.

Hoy me sacaron sangre. La enfermera me pinchó sin tacto alguno, con esa brutalidad que brota de la tediosa rutina. Vi cómo la aguja brillante atravesaba mi fina piel manchada de pecas y se clavaba en una abultada vena violeta. La sangre espesa salió despacio y llenó varios tubitos. «Ya está, aprieta aquí y mantén el brazo en alto», me dijo la mujer al terminar sin ni siquiera mirarme. Me levanté ligeramente mareado y busqué la salida a través de los pasillos iluminados por neones parpadeantes. El médico me sugirió hacer una analítica completa para «ver cómo está todo». Por el momento se niega a ajustarme la dosis o a recetarme otro medicamento a pesar de mi insistencia. Yo necesito dormir, le digo, pero no sé si le importa. Hace un rato que llegué a casa y parece que no acaba de amanecer. Ingerí el desayuno con las manos temblorosas y el cuerpo débil después de la extracción y ahora, ya recuperado, te escribo.

Lamento el tono de esta misiva y agradezco tu atención y comprensión. Me consta que después de todos estos años hemos cultivado una amistad sincera, con algunos altibajos, sí, pero resistente. Sabes que detesto hablar por teléfono, por eso no te llamo. He pensado en ir a verte, en pasar unos días ahí contigo. Quizás aún es reciente la muerte de Camila y mi presencia sea un estorbo. Bueno, ya lo iremos hablando. Somos dos viejos con más manías que años y no sé si sería buena idea convivir bajo el mismo techo durante unos días; eso en caso de que me acogieras en tu casa. Me haría bien salir de la ciudad, dejar atrás el ruido despiadado y el humo que me envenena, aunque el trayecto en autobús sería un calvario para mí. También podrías venir tú, pero ya conozco tu respuesta. Te has acostumbrado al vibrante trino de los pájaros al amanecer, a caminar envuelto en la niebla que reposa sobre el valle hasta media mañana, a hacer las labores necesarias para mantener en orden la casa. Ahí tienes tus tomateras, lechugas, pimientos, cebolletas, zanahorias a las que atiendes y escuchas crecer. Es comprensible que no quieras pisar la ciudad podrida y pasear entre personas grises.

Ahora doblaré estas hojas escritas con caligrafía insegura que he arrancado del cuaderno cuadriculado. Cada vez me cuesta más hacer los trazos, elevar las eles o dibujar las erres, pero me niego a perder la costumbre de escribir a mano, al menos hasta que me sea imposible hacerlo. Ahora ya ni se escribe en las pantallas de los móviles, en su lugar se envían audios y los receptores los escuchan con la velocidad aumentada. ¿Para qué tanta prisa si todos vamos hacia el mismo lugar?


Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

1 comment on “Correspondencia

  1. Desolador, pero real.

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