Cerca del cielo

Diario de Cabrones, II

Sergio Fernández Salvador prosigue una crónica de una expedición al Picu de los Cabrones, en el macizo central de los Picos de Europa.

/ Cerca del cielo / Sergio Fernández Salvador /

La noche ha sido buena. He dormido en camiseta y hasta con el saco abierto. Me despierto a las 7. En el comedor me encuentro con uno de los que ya estaba acostado cuando llegué ayer por la tarde. Viene de lavarse en la fuente. Es muy dicharachero, y entre eso y el acento, deduzco que es argentino. La ruta que quiere hacer es peliaguda. Pretende llegar a dormir al refugio de Collado Jermoso, que es como atravesar el macizo central de punta a punta. Para ello debe hacer el camino que recorrí yo ayer en sentido contrario hasta el collado de Horcados Rojos, continuar hasta la collada Blanca y bordear por la izquierda el Hoyo Grande hasta salir al Tiro Callejo, para descender entre el Llambrión y La Palanca hasta el refugio. Se puede hacer. El problema es que el amigo argentino no tiene ni idea de por dónde ir, ni tiene plano ni utiliza GPS. Únicamente lleva apuntadas unas referencias de paso en un papel. Como si soltaran a alguien en Mongolia y le dijeran que tiene que ir de Erdenet a Mandalgobi pasando por Bulgan. «Aquí hay muchos caminos, alguno me llevará». Yo pienso si no le llevará, siendo optimistas, a un millonario rescate en helicóptero.

Cuando el guarda baja las jarras con el café y la leche, aparece la pareja de gijoneses con los que cené anoche. Subirán Torrecerredo y bajarán por Camburero y la riega del Tejo hasta Poncebos. El chico se lamenta de lo mal que ha dormido. Tras un silencio culpable, me atrevo a aventurar: «Dicen que yo ronco». «Sí, sí roncas, pero no, no era eso. No sé, me dolía todo». Quedo más tranquilo. Les pregunto por los otros dos montañeros que durmieron en el refugio. Son, dicen, una pareja de ingleses que van hacia el Urriellu, y que debieron de salir muy temprano. La misma ruta que haré yo, aunque pretendo subir de camino el Neverón y, si se tercia, la Torre de la Párdida. Hecho el petate, ya sólo falta pagar y cargar agua en la fuente después de lavarme los dientes.

Me despido de todos y echo a andar. Son poco más de las 9. Para mi sorpresa, veo que el argentino sigue mis pasos. Me detengo y le pregunto si ha cambiado de idea. Dice que no. Le explico que debe seguir el mismo camino que los asturianos, hasta que empiecen a subir Cerredo. Entonces… Inútil explicárselo a quien no conoce el terreno. Saco el plano. El hombre no se aclara ni presta la suficiente atención. Se me ocurre que quizá sea más seguro que vaya hasta el refugio de Urriellu, pasando por la collada Arenera, donde nos separaríamos, y suba luego por el Jou sin Tierra y el Jou de los Boches hasta Cabaña Verónica, y ahí que le indiquen. Incluso, si lo ve mal, puede preguntar al guarda si hay alguna plaza libre. «Eso me da igual, duermo en cualquier lugar, llevo tienda». El plan alternativo que le propongo le parece bien; en realidad le parece bien todo, y esa despreocupación irresponsable que de inicio me irrita se me va haciendo simpática. «Pues en marcha». Aunque lo que me apetece aquí es ir solo, la compañía, siendo momentánea, se agradece. Mi accidental compañero se llama Carlos y no es argentino, sino canario. 

A medio camino de la collada Arenera, bajan dos que resultan ser los madrugadores extranjeros que durmieron con nosotros en Cabrones. Hablan entre sí en alemán, pero se dirigen a mí en inglés (no hablan españolo). Con penosa dificultad logro comprender que han dado la vuelta porque llegaron a un cortado que no podían salvar, y como no podían continuar retrocedieron. «Come with us», acierto a decir en mi inglés comanche. Me voy sintiendo un poco como el flautista de Hamelin. Llegados al paso delicado, veo que las marcas de pintura siguen por unas lajas de roca con pocos agarres, un tanto aéreas. Pero también se puede bajar siguiendo los jitos, echando las manos en algún destrepe pero sin mayor dificultad. Llegamos hasta la collada donde tendrán que seguir los tres solos, el argentino canario y los ingleses alemanes. Carlos se deshace en agradecimientos. «Cuando vayas por Tenerife…» Lo que sigue es esa pausa inevitable en las frases que comienzan así. «…Pregunto por Carlos». «Sí, allí me conoce todo el mundo». Saco el plano y le insto a hacer fotos con el móvil a la parte que recoge su ruta. Los guiris también se muestran agradecidos, pero no las tienen todas consigo en cuanto a la bajada hasta el refugio. «The path is clear, follow the jitos, always follow the jitos», repito mientras me echo crema. Cuando quedo solo me río, en parte por mis dificultades, en parte porque he asociado ese exótico «follow the jitos» con aquella odiosa canción de “Follow the leader”: «Follow the jitos, jitos, jitos, follow the jitos… follow them!». (Y recuerdo ahora una noche en la que entré con mis primos y mis hermanos en el leonés Palacio de la salsa a hacer unas risas, y sonó aquella murga. Fue lo más parecido que he visto a una película de zombis, y si tuviera que resumir en una palabra lo que aquel aquelarre me sugería, esta sería sin duda «secta»).

Pero estamos subiendo el Neverón de Urriello y hay que centrarse. Escaldado por la otra vez que lo intenté, sigo por el camino que recorre la falda de la ladera hasta casi la vertical de la cumbre, antes de una gran llambria que lo recorre de arriba abajo como una cicatriz. Se sube mejor hacia arriba que atravesando de lado. Hay algunos jitos que dan confianza en la trepada, pero la piedra está muy suelta y hay que asegurar cada agarre. La última parte es muy aérea y la cima estrecha, pero apetece estar un rato disfrutando de la vista espectacular. Tras el Naranjo se ve el macizo oriental, y más allá los montes de Palencia, entre los que distingo el Curavacas y el Espigüete, tan altos como la cumbre de este Neverón (2559).

Una montaña de roca

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Como tantos picos, tiene éste dos cimas de altitud similar y muy cercanas. El segundo Neverón está a tiro de piedra, pero no merece la pena exponerse con tanto viento por la cresta afilada para ver la misma panorámica. Tengo dos grandes pequeños motivos para ser más prudente que la última vez que vine. Hago las fotos de rigor y un selfie con el buzón de cumbre, y bajo con mucho cuidado atravesando por la parte superior la llambria antedicha para seguir el cresteo en dirección a la Párdida, que también subiré, pues el desnivel es de apenas 100 metros. Paso por un collado recortado por varias horcadas que dan al Jou sin Tierra, hacia el Naranjo. Veo, tras el Picu, la collada Bonita, por la que mañana subiré camino de la canal del Vidrio y Fuente Dé. De frente, Torrecerredo y el pico Cabrones, y entre ellos, en segundo plano, la Peña Santa. 

Una montaña de roca

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He tenido mucha suerte con el tiempo. Mientras azota la meseta una ola de calor, aquí la temperatura rondará los 20º, y de vez en cuando una nube me abriga del sol. A esta hora central del día, con tan pocas sombras, es una alegría llegar a un nevero en cuya parte inferior se forma una rimaya lo suficientemente ancha como para sentarme al frescor de la nieve, aprovechando la sombra que me brinda su visera. La rimaya, preciosa palabra, es la grieta que queda entre el nevero y la roca al ir deshaciéndose aquel por los bordes. Es un lugar perfecto para comer, lo que hago al bajar de la cumbre de la Párdida (2596). Me cruzo después con dos osobucos que suben al mismo pico. Otros dos esforzados practicantes de la moda hipster. Al llegar de nuevo a la collada Arenera me encuentro con el guarda de Cabrones, que viene del refugio de Urriellu de coger pan. Ha llenado la mochila. Es un chico muy joven (luego me enteraré de que es hijo de uno de los guardas de Urriellu). «Así me entretengo». Dice que tarda una hora en ir y hora y cuarto en volver. Cuando nos despedimos y le veo bajar corriendo con la gracilidad de un rebeco, ya veo que para cualquiera habría que doblar esos tiempos. Llego al refugio antes de las 6, con tiempo para tumbarme, meter los pies bajo la fuente y hasta darme una ducha con un curioso sistema de garrafa con bomba y manguera. También para escribir esto mientras en la mesa de al lado la voz de un niño de unos diez años llama mi atención. Todos le hablan, le escuchan y le ríen, porque es adorable, inocente aún, cariñoso y muy ocurrente. No puedo evitar verme reflejado en él cuando salía al monte con mi padre, y eso me da una fuerza indecible, cuya causa desconozco, para ahora y para luego. Juegan a las cartas, y también me parece entrañable que cultive ese entretenimiento que parece en vías de extinción. 

En la cena me siento junto a tres escaladores que vienen de Murcia con la intención de subir el Naranjo por la Sur, la vía más asequible. Se les ha hecho eterna, dicen, la subida desde Pandébano hasta el refugio (y yo que tenía a los que suben el Picu casi por superhéroes). Llevan, eso sí, 20 kg. cada uno, con todos los telares necesarios para la escalada. Luego llegan otros dos de Valencia. Esta conexión levantina parece ponerles a todos muy contentos. Se van soltando y poco a poco les va saliendo el acento. Uno de los murcianos, el más atento, pregunta por mis intenciones para mañana. «Yo sólo ando». «Ah», y vuelve a la conversación sobre largos y cordadas. Son, escaladores y levantinos, otro mundo.

Salgo a pasear un poco la cena justo en el instante en que el sol se esconde detrás de los Picos de Areneras. ¿Qué habrá sido de Carlos?

Vista de una montaña

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Sergio Fernández Salvador (León, 1975) es autor de los libros de poesía Quietud (2011), Lo breve eterno (2012) e Hilo de nada (2020), así como de la miscelánea Mitos y flautas (2013), selección de textos de su blog homónimo. Desde 1996 reside en Valladolid, de cuyo conservatorio de música es profesor.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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