Cerca del cielo

Diario de Cabrones, y III

Sergio Fernández Salvador concluye una crónica de una expedición al Picu de los Cabrones, en el macizo central de los Picos de Europa.

/ Cerca del cielo / Sergio Fernández Salvador /

La noche empezó bien. Notaba cómo me iba quedando dormido mirando la luz que aún entraba por la ventana. Con el refugio medio vacío, había colocado el saco en el lugar menos molesto para mí y los demás, dado que me quería levantar temprano: abajo y junto a la puerta. Como cada cual va acostándose según le parece, estas pernoctas suelen ser discontinuas a poco que se tenga el sueño ligero, pero ya digo que lo había embocado bien y sentía que dormiría seguido. Sin embargo, si me había acostado sobre las 9:30, a las 11 me despertó el guarda diciéndome que estaba ocupando el sitio de otra persona. «¿Qué número de taquilla tienes?». «El 61». «Estás en el 54». Y se puso a buscar con una linterna, cobrándose algún desvelo más. «Es aquí arriba». Iba a tirar donde me decía mis cosas, que había arrebuñado de mala manera, cuando vi que allí había un bulto. «Aquí hay otro». «Pues ponte al lado, da igual, sobran sitios». «¿Y eso no se lo podías haber dicho a él?», inquirí señalando al malsín de la 54. «¿O también vas a despertar a este?». Por supuesto, no tenía réplica.

El incidente era terreno abonado para una noche toledana. No me lo creía. Lo inmediato era especular sobre lo que debí haber dicho y en qué tono. Urdía también (pura fantasía) alguna sutil venganza contra el miserable que fue con el cuento al guarda. Tal vez despertarle con algo como: «Perdona, estás invadiendo con el brazo la plaza 55». Mientras tanto, iba haciendo el sucesivo cálculo de la hora que sería. Igual la una. Dos y pico, calculo. Entre 3 y 3:30. Algo dormí, con todo. Me desperté cuando se levantaban los más madrugadores, que suelen ser los que quieren subir el Naranjo, evitando así que el sol les aplaste contra la roca. Desayuné el primero a las 7 y, sin buscar cizaña, pagué y eché a andar. No sé por qué me recreo en estas mezquindades. Yo he venido aquí a hablar de la belleza de la montaña y empiezo, como si esto fuera el Chiringuito de Jugones, con las jugadas polémicas (y mira que es difícil que aquí las haya).

La niebla se disipa a mitad de la canal de la Celada, que ciñe por su cara norte al Naranjo de Bulnes.

Al abrirse ésta, queda a la izquierda el hoyo del Carnizoso, que permite llegar a Pandébano y Sotres por el collado de Camburero y la canal de las Moñas. Tiro hacia la derecha en dirección al Urriellu, ya a la vista la collada Bonita, por la que cruzaré en dirección a la canal del Vidrio, que baja hasta las abandonadas minas de las Mánforas, en las proximidades del refugio de Áliva. Pegados a la peña como moscas, los escaladores atacan la sur del Naranjo. Oigo sus gritos: «¡Cuerda!». «¡Sube!». Me alegro de no estar ahí, de mi libertad de movimientos, de sólo andar y de andar solo.

La parte final de la collada Bonita, que por su estrechez mejor debiera llamarse horcada, tiene ese color rojizo de la tierra a la que los pasos de unos y otros han ido desnudando de piedras en lo más inclinado.

En vez de subir por el camino entre el pedrero, que cansa más por los resbalones, lo hago por la roca. Y como siempre que se alcanza un collado, la emoción por la repentina vista ganada, el premio del aire vivificador. En frente queda el Cuchallón de Villasobrada, que debo dejar a mi izquierda (en la otra dirección se llega a las invernales de Sotres por las Moñetas).

Es un camino precioso en el que, por primera vez en tres días, piso algo de hierba. Va sorteando algunas simas con continuas subidas y bajadas y algún raro llano, el único terreno en que las piernas se sienten descansar. Enfrente veo las estribaciones de Peña Vieja, y a su izquierda otro cordal de picos más bajos. Debo pasar a la derecha de uno con forma de cabeza de rinoceronte para embocar la canal del Vidrio.

Es mucho más pronto de lo que había previsto. Paro a reponer fuerzas y me quedo a gusto. No tiene sentido seguir cargando con comida a la que puedo y debo dar sepultura. Entonces veo subir la niebla, lo que siempre pone un punto de incertidumbre en el ánimo. Llega hasta lo que calculo será la mitad de la canal, se queda un rato pensándoselo y vuelve a bajar. Me han prevenido sobre este sedo. No es que tenga ninguna dificultad más allá de echar las manos en un par de sitios, pero hay un punto donde el camino parece bifurcarse. La senda mala lleva directa a un desventido. Para evitar ese cortado hay que ir, como siempre, atento a los jitos, y girar donde termina la panda de hierba hacia la derecha. Enseguida se llega a una caseta abandonada de la explotación minera que extraía blenda acaramelada de los Puertos de Áliva.

Aunque diviso entre la niebla las ruinas de los fogarines e instalaciones de las minas, y a su lado la pista que me conduciría a El Cable, sigo una senda a media ladera para no perder altura. Hasta que de pronto advierto que voy sin camino. Aparecen, sí, trazas que lo mismo desaparecen, pasos de ganado, que por allí abunda. Pongo la brújula del móvil. Sé que caminando en dirección sur daré con algún afluente del Duje, que simplemente habré de remontar. Cuando me empiezo a preocupar, pues me parece que ya debería haber llegado, me llevo una alegría. Diviso una roca con una mancha de pintura verde: una marca de senda. Camino hacia ella cuando veo emerger de entre la niebla muchas otras rocas, todas con idéntica marca. Tardo en comprender. No son piedras, son un rebaño de ovejas guardado por un mastín con carlanca. Doy media vuelta, pero el perro me ha visto y empieza a ladrar mientras echa a correr hacia mí. Sin embargo, su actitud es inequívocamente amistosa. Su compañía me anima. Saco la bolsa de la comida y le echo pan. El primer trozo lo come. El segundo lo escupe. Vaya con el señorito, le digo. Saco el chóped que me queda, y ahora sí que ya somos amigos para siempre. Voy a beber y hociquea la cantimplora. Como me sobra agua, voy a darle un trago, pero todo su afán es chupar de ella, así que yo la voy subiendo y él encaramándose. Al ponerme de pie, coloca sus patas sobre mi pecho, y yo levanto el brazo como escanciándole el agua, que nos salpica a los dos. Es un momento precioso. Al reanudar la marcha se viene detrás de mí, hasta que se detiene y su silueta se pierde mientras me dice adiós agitando el blanco pañuelo de su cola. 

Al poco de esto escucho un rumor que me suena a música celestial. Es un arroyuelo que sólo puede ser tributario del Duje. Remontarlo entre la niebla, ya confiado en el camino, es una delicia. Beben de él o descansan a su orilla una yegua con su potrillo, luego unas vacas.

Media hora más y llego a la pista que enlaza con el camino de El Cable. Ya en el coche, me pongo ropa limpia. Otro momentazo. En la estación del funicular veo el cartel de una exposición de fotografías de Eusebio Bustamante en Camaleño. Natural de Potes, este fotógrafo que trabajó para ABC dejó testimonio de la vida, oficios y paisajes de su país. Sus fotos, a pesar de no haber sido hechas con buenas cámaras, son, en su doble valor humano y documental, una joya única. Compro el libro de la exposición y sigo camino de la playa de Borizo, pasando por la de San Martín, con un motivo más (¿cuántos?) de alegría.


Sergio Fernández Salvador (León, 1975) es autor de los libros de poesía Quietud (2011), Lo breve eterno (2012) e Hilo de nada (2020), así como de la miscelánea Mitos y flautas (2013), selección de textos de su blog homónimo. Desde 1996 reside en Valladolid, de cuyo conservatorio de música es profesor.

Acerca de El Cuaderno

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