Estudios literarios

La otra «colmena» de la posguerra literaria española: ‘Los enanos’, de Concha Alós

Javier Mateo Hidalgo recuerda a una escritora injustamente olvidada.

/ por Javier Mateo Hidalgo /

Sobradamente demostrado queda que las décadas posteriores a la Guerra Civil en España no fueron un páramo literario. Si bien los años de posguerra quedaron dominados por un tono vigilante y gris, infligido por el régimen franquista —temeroso de cualquier manifestación cultural que pudiera «sacarle los colores»—, hubieron quienes pasaron desapercibidos adoptando las consabidas pieles de la supervivencia. Será el caso, por ejemplo, de Camilo José Cela, quien ejerció la profesión de censor durante un tiempo y probó de la propia medicina cuando supo que su obra culmen, La colmena, había sido censurada. Precisamente una novela que él mismo había intentado dar al fuego y que su primera esposa, María del Rosario Conde, rescató de las llamas. Fiel compañera e ingratamente olvidada, fue indiscutible apoyo en la carrera profesional del Premio Nobel en sus años más difíciles y fructíferos, recién publicada La familia de Pascual Duarte.

A pesar de que su nombre quedó ensombrecido por la figura del esposo, otras mujeres pudieron —a pesar de las consabidas dificultades— ser reconocidas no sólo como guías sino como autoras únicas. Serán los casos de Carmen Laforet con su imponente Nada, Carmen Martín Gaite con obras como Entre visillos o Ana María Matute con su Pequeño teatro. De ellas se ha escrito sobradamente, figurando sus nombres desde los primeros tiempos con letras doradas en el Olimpo de la literatura. Otras, aunque reconocidas, corrieron peor suerte con el paso de los años.

Este será el caso de Concha Alós, cuya obra Las hogueras la encumbró para después perderse injustamente en el olvido general. Un hecho todavía más sangrante cuando algunos de sus trabajos se consideran obras clave de la literatura de ese tiempo, como sucede con Los enanos (1962). Editada por La Navaja Suiza Editores con un atractivo diseño collagístico —la ilustración de la cubierta, obra de Patricia Cruz Parrilla, recuerda estéticamente a las obras de Hannah Höch—, forma parte de un proyecto que tiene como fin visibilizar las obras de Alós recuperando algunos de sus títulos, como el volumen de cuentos Rey de gatos (Narraciones antropófagas).

A diferencia de la citada obra de Cela, la «colmena» humana que Alós presenta en los enanos no está ya en Madrid —con el Café Comercial como centro— sino en Barcelona; una pensión habitada por múltiples personajes representativos de esa sociedad marginal conformada por los vencidos. Un piso grande «como un mastodonte huesudo, lleno de pasillos y habitaciones oscuras». La regenta la señora Eloísa, quien se hizo con sus riendas a través del anterior dueño. Éste se la cedió, «según las malas lenguas», pagando una deuda de «viejos e inconfesables favores». Una vez allí, la nueva propietaria «quemó los colchones en el terrado, pintó las habitaciones e hizo venir a la Desinfección. Después, colgó en la puerta un tablero verde y torcido» que decía «Pensión Eloísa». Allí, entre continuos gritos de niños, lloros, riñas de mayores, un «chocar de sartenes y platos en la cocina» y rodeando un patio de luces atestado de ratas «grandes, oscuras, de rabo largo» —una de ellas, pequeña y de color verde, tiene hasta nombre: Catalina— y mosquitos, vivían y convivían realquilados viajantes de paso, la señora Filomena —que trabaja y reside con estrecheces en la portería con sus hijos Merche y Pepe (tísico y recién llegado de un sanatorio, todo orondo e infantil)—, los pequeños Catalina y Francisco —hijos de Eloísa y el «vaina» del señor Joaquín—, David, Susana y sus padres, la señora Cleo —que siempre tiene en la boca su vida anterior en Tánger, cuando no había «independencia» y se vivía «bien», trabajando de bailarina como integrante de «Las tres gracias»— y el señor Alfredo —que es judío y vende saldos por los pueblos llevando maletas de aquí a allá—, la siempre trabajadora Rosa y la recién llegada señora Lola que está embarazada de su marido Fermín —y que salen a pasear soñando encontrar un piso propio y abandonar la pensión, «con una dicha inmensa, más grande que la ciudad y que aquel cielo rojizo y que las calles tan largas que nunca se acaban»—, el boxeador Mohatá —traído de Marruecos por un tal Palacios, a fin de ganar dinero a su costa— con Tomás —el único que quiere compartir habitación con él porque es «moro» y «hiede»—, la vieja limpiadora Carmeta que limpia las escaleras —y tiene miedo de las ánimas del purgatorio—, el hacendoso señor Peña —«pequeño y cargado de espaldas, como un escarabajo»—, la atractiva Sabina —que anda vendiendo su cuerpo, esperando hacerse rica y volver a su pueblo «como una reina»—, un obrero llamado Tomás, el estudiante de filosofía Anselmo, los hermanos lorquinos Augusto, Manuela y Anita, la apocada doña Juanita y la señorita María, que cuida niños y escribe interesantes reflexiones en un cuaderno: «con las tapas de cartón decoradas como aquellos camiones de cuando la guerra». A través de ellas se dirige a un interlocutor muy especial, su antigua pareja. Le habla de la vida anterior con su madre y hermanas y de cómo eligió irse a vivir con su hermano sacerdote, destinado en un pueblo, a fin de encargarse de su cuidado y por el «egoísmo» de tener una casa propia, no compartir habitación y perder de vista al resto de su familia. Recuerda el amor de su antigua pareja por ella: «Te siento como una fiesta, como, cuando niño, eran las fiestas de san Pedro en el pueblo. Las campanas estaban locas. Los banderines de colores —fru, fru, fru— zumbaban sobre las calles frescas, recién regadas. Yo me compraba una trompetilla y corría loco de alegría bajo el sol. Y tú eres eso». Un amor, el de él, que tuvo que abandonar porque estaba casado y su familia no le aceptaba. El único fruto de ambos, un niño que no pudo sobrevivir.

Aun siendo la voz cantante del discurso narrativo, María no puede evitar sentirse identificada con quienes le rodean: «Me he escapado de mi vida. Soy una figura pálida que no tiene futuro ni presente, sólo pasado. Es lo que me une con estas gentes que viven en la pensión: ninguno vivimos en el presente. Todos vivimos un pasado. Somos ratas que no pueden escapar de la negra cloaca para mirar la luz». Ratas o seres diminutos manejados por otro de grandes dimensiones, como describe en otro pasaje, dando título al libro: «Si pudiéramos romper a mordiscos estas ataduras y así, libres, escapar hacia los caminos claros. Volver atrás en el tiempo. Huir, locamente, alegremente, de ese gigante que nos fuerza a ser lo que somos y nos obliga a andar por donde él quiere. Somos enanos rodeados de enanos, y los gigantes se esconden para reírse».

El mundo es un gigante «que no puede depositar todo el amor en una persona». Así, los «enanos» de Alós se encuentran con su destino en este lugar común. Eso es la pensión que encierra a los personajes, el libro que les relata: un espacio claustrofóbico, pero también un lugar donde resuena una polifonía de voces donde se entretejen caracteres, diálogos, pensamientos escritos o imaginados, murmuraciones en un realismo costumbrista sin parangón. O, por decirlo de otra manera, un neorrealismo literario a camino entre los esperpénticos personajes de Berlanga y los trágicos de Vittorio de Sicca, donde cada uno tiene su atención por parte de la escritora, describiéndolos por separado y a través de sus encuentros en la pensión, en parejas, tríos o en comunidad —los domingos, cuando por la mañana suben a la azotea como si hubiesen «conquistado algo» («las paredes se olvidan y hay aire y luz») o, al mediodía, momento en que «la mesa del comedor extiende unas alas de madera que tiene escondidas y las familias realquiladas comen juntas», en un ambiente que parece de «boda», según la señorita María.

Todo esto en un libro sin capítulos, sólo con fragmentos separados, narrativas desde distintas perspectivas, acomodadas a los «enanos». Alós los describe como vistos así de diminutos como su apodo, desde su poder omnisciente de narradora; tal como si hubiese abierto el tejado de una casa de muñecas para jugar con sus juguetes, tratándolos con cariño, ternura y piedad. Comprendiendo sus motivos y miserias, sus secretos más escondidos.


Javier Mateo Hidalgo (Madrid, 1988) es doctor en bellas artes por la Universidad Complutense de Madrid (2019), donde cursó sus estudios de licenciatura en la misma especialidad (2012); titulado asimismo en sucesivos másteres en formación del profesorado en la especialidad de artes plásticas y visuales, guion cinematográfico y lenguajes y manifestaciones artísticas y literarias. Ha publicado diferentes artículos en revistas académicas como Archivos de la Filmoteca, Femeris, Aniav, Re-visiones, Asri o Síneris, así como pronunciado conferencias en espacios como el Instituto Cervantes, las universidades de Salamanca, Huelva, Valencia o la Universidad Complutense y la Autónoma de Madrid, ejerciendo asimismo como profesor de educación plástica, visual y audiovisual y dibujo artístico en varios colegios de Madrid. Debido a su formación multidisciplinar, su trayectoria ha abarcado diversos ámbitos relacionados con la cultura, tales como el arte, el cine, la música, la escritura o el teatro.

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