Mirar al retrovisor

Cuando los problemas se entrelazan

Un artículo de Joan Santacana sobre la policrisis que nos atenaza.

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana /

Un único problema no es problema. Tampoco lo son dos problemas. Claro está que todo depende de la naturaleza de los problemas; y nosotros tenemos un grave problema en el Este del continente, con una guerra encendida de la que ya hemos dejado de contar los muertos. Las Naciones Unidas cifraban las victimas en febrero de 2023 en 19.000 civiles, todos ellos verificados. Pero la cifra de soldados muertos o mutilados forma parte de la estrategia de desinformación y no la sabremos mientras el conflicto esté vivo. Este es, por sí mismo, un problema de difícil solución porque. La guerra se inició mal, creyendo que sería rápida, y se ha convertido en un enfrentamiento de bloques, en el cual los matones se pelean a través de intermediarios, que son los ucranianos. La solución al conflicto no pasa, pues, por Kiev.

Pero hay otro problema, mucho más viejo, que por antiguo se gangrena. Es el de Palestina. Este problema también empezó mal. ¿Culpables? Los hay, sin duda. Durante la primera Gran Guerra, Gran Bretaña, para acceder a los créditos de la banca norteamericana, que en parte estaba en manos de judíos, prometió que le daría tierra al «pueblo elegido» (Declaración Balfour de 2 noviembre de 1917) y se granjearon el apoyo de los judíos del mundo que los alemanes no habían podido obtener. Pero como suele ocurrir, los británicos, después del conflicto, no cumplieron lo prometido y en vez de ello se repartieron el Próximo Oriente (Conferencia de San Remo, 26 abril de 1920). De este modo fue como Irak y Transjordania, junto con Palestina, estuvieron bajo mandato británico mientras que Siria y el Líbano estuvieron bajo mandato francés. Era una típica división colonial en la que nadie se acordó de los judíos dispersos por el mundo. Cuando, después de la segunda guerra mundial —que fue la continuación de la primera—, el Holocausto judío fue evidente, todas las cabezas biempensantes de aquel entonces vieron bien, y estuvieron de acuerdo en, darles una tierra a los judíos de la diáspora, pero la tierra que les dieron en realidad tenía dueño. Miles de personas llegaban de todas partes a la Tierra Prometida, para construir allí su hogar; eran los judíos de la diáspora, los supervivientes del Holocausto, que decían retornar a su tierra. El conflicto con los habitantes del país, los palestinos, que por más de dos milenios trabajaban estas tierras, estaba, pues, servido.

En aquel entonces Gran Bretaña ya no estaba en condiciones de imponer su autoridad sobre una tierra en conflicto. Aun cuando se la habían apropiado hacia poco tiempo, unos veinte años, no podian mantenerla con árabes y judíos enfrentados a muerte; y además, la Gran Bretaña y su ejército tenían graves problemas para mantener el Imperio en la India, Pakistán y una buena parte de sus colonias africanas. Francia, por su parte, tampoco estaba en condiciones de mantener sus posesiones en un Líbano y una Siria levantiscos (revueltas de 1926 y 1927), y además, al gobierno de París se le estaba cociendo el problema de Indochina, suficientemente grave como para recordárselo. Siria se independizó de Francia, no sin una violenta lucha, en 1946. Unos y otros dejaron que el problema se pudriera a fuego lento. Pero los emigrantes judíos, muchos de los cuales habían combatido con los aliados contra los alemanes, iban perdiendo la paciencia ante la promesa incumplida, y un buen día, un grupo terrorista judío penetró el 22 de julio de 1946 en el hotel King David de Jerusalén, en donde se alojaba el Estado Mayor Británico en Palestina, y lo voló por los aires. Murieron 91 personas, entre las que se encontraban miembros y personal de servicio del Estado Mayor Británico. ¡Todavía se recuerda esta hazaña en el propio hotel! Después de esta tragedia, las Naciones Unidas, en su famosa resolución 181, determinaron la partición de Palestina en dos estados (21 de noviembre de 1947). La potencia colonial —es decir, Gran Bretaña— se inhibió.

Quienes habían dinamitado la sede del Estado Mayor Británico sabían que, después de este atentado, los británicos huirían y dejarían el territorio ardiendo en el caso de que se proclamara el Estado de Israel. Pero se proclamó unilateralmente el 14 de mayo de 1948. Este día los israelíes celebran el Dia de la Independencia. Los árabes, se unieron y atacaron a los colonos judíos y así estalló la primera guerra. Desde entonces las guerras, los atentados terroristas de un signo y del otro se han sucedido. Ni unos ni los otros han tenido paz desde 1948 y llevamos setenta y cinco años, ¡casi unas sangrientas bodas de platino!

Ahora, en este último episodio, han sido los grupos armados de Hamás quienes han realizado una sangrienta masacre. Ha sido también un ejercicio de terrorismo, sin paliativos. Y la cúpula de los halcones de Israel se ha lanzado a una venganza bíblica, con miles de muertos que nadie va a contabilizar. Como en Ucrania, no sabremos cuántas victimas hay. Pero este es el segundo gran problema, porque, como el anterior de Ucrania, implica siempre a terceros. Todos los Estados que apoyan a un bando o a otro, en realidad no lo hacen por los palestinos o por los israelíes muertos o secuestrados; lo hacen para sus respectivas opiniones públicas internas. ¿Puede Biden decir que no apoya a Israel? ¿Puede Marruecos o Turquía decir que no apoyan a los palestinos? Y así ocurre con todos los demás, a excepción quizás de aquellos que sirven de arsenal a unos y a otros.  El ataque terrorista palestino estuvo provocado no solo por una rabia incontenible: lo que lo provocó fue el hecho de que los países musulmanes empezaran a normalizar las relaciones con Israel. El núcleo duro judío pensaba que, en la medida que los países árabes fueran abandonando en una especie de Realpolitik, su apoyo a la causa palestina, los desgraciados sin derechos, sin trabajo, sin Estado y sin justicia, se irían pudriendo poco a poco en sus miserables territorios, hasta desaparecer. Esta situación ha conllevado el ataque terrorista de Hamás. Y no hay que tener miedo de aplicarle este adjetivo porque lo fue; las evidencias son abrumadoras. 

Pero ahora ha llegado el momento de hablar de la venganza de David. Quieren exterminar a los habitantes de la franj y por ello se han lanzado a una guerra urbana devastadora, como la que se emprendió en su día en Chechenia, en Alepo y tantos otros lugares. Pero la venganza, dicen los viejos de mi tierra, es un plato que hay que comerlo frío: en caliente se indigesta y suele comportar trampas mortales, y si no me creen, pregunten a los que decidieron la guerra de Afganistán, culpando a sus habitantes de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York. O a los estrategas que quisieron vengar el ataque terrorista libio a un avión británico. De ejemplos de venganzas en caliente la historia está llena, pero es difícil hallar alguna que saliera bien a los vengadores. Es oportuno recordar aquí que cuando el 23 de junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona imperial, y su esposa fueron asesinados en Sarajevo por un activista serbio, Austria ordenó el ataque contra Serbia en un acto de venganza por el brutal asesinato de la familia imperial. Pero ustedes saben cómo terminó: la primera Gran Guerra europea y la desintegración de los imperios austríaco, alemán, ruso y turco.

Les he citado dos problemas que nos afectan. Si solo hubiera estos dos, quizás podríamos los europeos dormir tranquilos, pero hay que mirar al Sahel, extensa y compleja franja en el límite del Sáhara, con tantos países que hoy están casi desestatizados; países con estados fallidos donde se incuba la más horrible barbarie. Vean también el lento pero imparable rearme de la China, con sus bombas atómicas, su flamante flota de guerra, su tecnología del espacio y su enorme potencial, que cada vez más reclama su lugar en un mundo del cual se ha convertido en su fábrica y su banco. La rivalidad chino-norteamericana no es un juego inocente, sino el desafío más importante que sufre una potencia imperial. Y podríamos seguir…

Todos estos problemas son históricos, viejos, muy viejos. No crean que el despertar del Sahel es de hace dos o tres años. Tampoco crean que la China milenaria que, cuando nosotros íbamos en taparrabos, ya comía en platos de porcelana y vestía de seda es nueva en el concierto de las naciones. No: no son unos advenedizos, y el hecho de que desde las guerras del Opio hayan estado adormilados, no implica que ahora no reclamen su plato en la mesa de los ricos. Todos estos problemas resultan explosivos cuando se van uniendo unos con otros, y es que la historia no es una madeja enredada que se pueda deshacer. Shakespeare ya nos advirtió de que no se puede retroceder al pasado; de que no se puede deshacer la historia. Y en un mundo global todo está entrelazado, como bien sabemos todos.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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