Fue Miguel de Unamuno uno de los escritores de la llamada Generación del 98 más proclives a recorrer comarcas fronterizas para saber de primera mano qué demonios era eso a lo que popularmente se le llamaba España. Azorín, Baroja y el propio Unamuno crearon escuela e hicieron del viaje pausado, generoso en caminatas, libre de ataduras, un asunto de Estado. Porque con esa mentalidad viajaban, con la idea más alta de compromiso con su gente, con el bien común, con la regeneración de un país oxidado y echado a perder por su inocua vanagloria. Un siglo después, superadas las urgencias de una rehabilitación social, el viaje por tierras de España ha ampliado sus registros, pero conserva el tono de aquella huella humana. La España vacía de Sergio del Molino o Los mejores destinos para observar los cielos de España de Pepo Paz Saz son dos buenos ejemplos, con planteamientos diferentes, pero que juntos suman riqueza a la perspectiva viajera.
Miguel Barrero (Oviedo, 1980) es un escritor que pertenece a esa estirpe. Sus libros siempre se generan desde el gesto de un movimiento, sea de retorno, de huida o de indagación histórica. La fusión de biografía íntima con la historia colectiva le emparenta con W. G. Sebald y el tono pausado que fluye incesante recuerda a Sergio Chejfec. No es mala compañía para avanzar por la literatura. Caminante como ellos, Barrero sabe que la llave del tesoro está en la capacidad de captar el matiz, la singularidad que tiene un extraño efecto reparador, la huella humana que, a diferencia de lo que le pasó a Robinson, tranquiliza.
La crónica de viaje será una de las apuestas de la nueva etapa digital de El Cuaderno. Y también todo lo fronterizo.
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