Posiblemente Emmanuel Carrère (París, 1957) sea uno de esos escritores a los que se le pueda aplicar la pregunta con la que Richard Ford daba cuenta de la empatía que genera la narrativa de Chéjov: ¿Por qué nos gusta Carrère? En el caso del autor ruso, Richard Ford comentaba que sus relatos no parecen, por su lenguaje formal y directo, ni siquiera ingeniosos, aunque esa sería una falsa impresión, sino más bien la laboriosa descripción, paso a paso, de una precisa constelación a ras de tierra de la existencia común y corriente, representando cada relato un movimiento sutilmente diferenciado dentro de un único y prolongado gesto de la vida establecida. Si pensamos como personajes «extras» que discurren por los libros de Carrère, es decir, si nos cruzásemos por sus calles con los protagonistas de sus libros, no repararíamos en ellos más allá de un saludo cotidiano, porque nada en ellos, sean reales o ficticios, sugiere peculiaridad alguna a simple vista. La verdad de fondo es que todos ellos esconden una buena historia que merece ser contada. La clave está en cómo hacerlo, en cómo ralentizar ese movimiento sutilmente diferenciado al que se refería Ford.
La última publicación en España de Carrére ha sido Bravura, su segunda novela de ficción, cuya edición original es de 1985. Proponemos un recorrido cinético por la narrativa de Emmanuel Carrère mediante tres aproximaciones de distinto angular. En el primero de ellos, «Yo es Emmanuel Carrère», Marcelino Iglesias toma un travelling de aire walseriano en el que andar es ir escribiendo. Por su parte, en la sección de crítica, Mosiés Mori traza en «Juego, ficción: deseo» un flash-black que inicia en la edición española de Bravura para analizar el encaje de esta novela de inicio con sus libros posteriores. Finalmente, recuperamos de nuestra etapa impresa el artículo «El Reino de Emmanuel Carrère: retrato del artista como evangelista (y vicevesa)» de Francisco González, una amplia toma de El Reino como libro clave en la trayectoria vital y literaria del autor francés.
Yo es Emmanuel Carrère
/ por Marcelino Iglesias /
Leo de mañana, escribo apenas unas líneas, me atasco. Salgo a caminar por la pista finlandesa. Rumio lecturas, regurgito citas, se me ocurren extrañas correspondencias de cuanto me sale al paso. Las ideas afluyen. Me ocurre con ciertos libros: al tiempo que la mente se oxigena, ellos siguen hablándome de sus cosas, estimulando la escritura. Geografía del instante: aprecias un otoño más la marcescencia de los robles que jalonan parte del recorrido. Te apetecería tocar con disimulo su corteza: ¿una superstición? Como Ernst Jünger, uno sabe que los dioses habitan en los árboles. Musitas: Y en la lluvia, y en las nubes, y en el humo… Fantasía, paráfrasis peregrina: ¿Por qué los humanos siguen soñando con ovejas metafísicas?
Ideas telegráficas, surgidas de lecturas recientes, se disparan como flechas al aire tibio del mediodía. Tecleas en el bloc de notas del telefonino (así nombras a este artilugio —¡Android!— en italiano): Mi glosario Carrère. Escribir lo real como una novela. Posar una mirada sobre el entorno, apropiarse de un fragmento de realidad y establecer relaciones, fricciones, ecos con elementos de su propia vida. El impulso para escribir: ocupar un lugar, como un rincón o un hueco por el que entrar en escena; un interés, una curiosidad, una afinidad que lo relacione con su vida y, al tiempo, que signifique una ayuda para aclarar algo que concierna a su experiencia, que lo comprometa y le permita también decir algo sobre el mundo. Escritura osmótica.
Novelas sin ficción

Emmanuel Carrère inició su andadura literaria optando por la ficción (L’Amie du jaguar, Bravura, El bigote…); al tiempo, la compaginó con el cine (guionista, realizador), la biografía (Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos: Philip K. Dick 1928-1982), el ensayo (Le Détroit de Behring) y, sobre todo, el periodismo.
Conmocionado por el caso Romand, piensa en escribir una novela. Tentativas fallidas, abandono. Hasta que un día encuentra el lugar que ocupar, la voz adecuada: la del testigo que cuenta la historia y a la par cómo se ve afectado por ella. La primera persona asume el mando: une las sucesivas obras posteriores en un proyecto en marcha sin solución de continuidad.
A partir de El adversario (2000), la presencia del escritor como narrador —sea él protagonista, como en la autobiográfica Una novela rusa (2007), o no, como en De vidas ajenas (2009)— es el eje que atraviesa los diferentes relatos de un género al que el autor gusta llamar (un guiño, al modo unamuniano) novela sin ficción («una forma extrañamente muy simple de contar una historia contando por qué yo la cuento»), porque, sin ser novelas sensu stricto, el autor utiliza todas las técnicas y procedimientos narrativos de estas para construir el relato de hechos reales (en la estela, pues, de A sangre fría y de la non-fiction novel). Más un nexo en toda su producción literaria desde entonces: además de la presencia del autor en el relato —con su mirada lúcida, a menudo teñida de ironía y autocrítica—, una escritura común, precisa y sobria; el compromiso de lealtad con los hechos y su curiosidad por los otros.
Se hace escritura al andar
Memoria y olvido, angustia y neurosis. El secreto, la mentira, la locura, el horror: obsesiones de una vida. ¿Qué hacer? Alumbrar en lo oscuro, desprenderse de esa carga. Los libros escritos hasta De vidas ajenas no hablan de otra cosa. El adversario: un punto de inflexión. En los límites de lo inverosímil, de lo inexplicable: el estupor ante el mitómano y su espantoso crimen múltiple. Un enigma. El escritor —exhausto al concluir su relato y sumido en la depresión— emprende la tarea de liberarse, de escapar de esa historia que ha agitado su vida durante tanto tiempo. Escribir es el camino: una manera de estar en el mundo y un medio para liberarse de demonios interiores. La literatura como terapia.

Pero de nuevo la tremenda realidad desbarata sus planes. Una novela rusa: diario abierto, lucha interna de un hombre con su pasado y su presente, el espejo de una relación amorosa destructiva. Erotismo, documental e investigación familiar (un fantasma: la historia silenciada de su abuelo materno) se entrecruzan en este relato. Un proyecto de documental sin definir —salvo el tema de la espera: que ocurra algo— lleva al escritor a Kotélnich, ciudad perdida en un rincón lejano de Rusia. Una vez más un crimen atroz se cruzará en su camino: muerte a hachazos de Ania (la joven que habla francés y que había actuado como intérprete en su visita anterior) y su hijo de meses. La catástrofe va a golpear también al escritor en su vida amorosa: el cuento erótico performativo (una ofrenda de amor en letra impresa), escrito para su pareja de entonces (Sophie), aparecido en Le Monde un día señalado y que debía irrumpir en la realidad (ese mismo día: un viaje en tren, a una hora precisa, con un destino determinado), es frustrado por la propia realidad. La mudable fortuna precipita a la pareja en una pesadilla devastadora para sus vidas y su relación. El hombre propone, pero la realidad dispone.
Pero ahí afuera está la gente. En Il est avantageux d’avoir où aller (2016) —recopilación de su obra periodística, aparecida en prensa entre 1990 y 2015— se halla en germen cuanto después el escritor desarrollaría en sus novelas sin ficción. En estos textos, que en conjunto pueden considerarse como una especie de autobiografía literaria (el origen de sus libros; la búsqueda de por dónde encaminar su escritura; la interrogación constante a la literatura, esa suerte de alquimia con palabras —se ha escrito— capaz de capturar lo real y transformarlo en otra cosa, y transversalmente un autorretrato en proceso), el lector encontrará los fundamentos de una estética: un escritor que no se esconde, que está presente al referirse a vidas ajenas, pero a la suya vinculadas por algún lazo. El autor —que lleva una confortable vida de bobó parisino— se conmueve por la capacidad de la gente para —a pesar de haber sufrido catástrofes varias— mantenerse en pie, continuar la marcha. Figuras de resiliencia.
Abrir ventanas
Huele a cerrado en la casa de la familia Carrère. La imperativa necesidad de Emmanuel: abrir ventanas, que salga la angustia, el dolor heredado. Desvelar el secreto, romper el sello. Esa mirada que te mira cuando la expones al espejo te devuelve el espanto adueñado de su fondo. Es tu abuelo Georges Zourabichvili el que se mira con ojos espantados; esos ojos de las fotografías que a Hélène Devynck, tu compañera, le dan miedo: ve en ellos el dolor del loco, del marginado, del inadaptado. Cada vez te pareces más a él, le dice su madre, Hélène Carrère d’Encausse (historiadora, secretaria perpetua de la Academia Francesa), la hija del desaparecido, el abuelo georgiano sin sepultura.
Impulso irrefrenable: escribir sobre él, llegar hasta donde te permita cuanto sabes, cuanto irás descubriendo. La verdad (una parte al menos), a la intemperie. Necesitas una purificación: desprenderte de él, quedar tú también al desnudo. Que el fantasma encuentre el reposo en tu voz, el sosiego de la sepultura en la palabra.
Reproches de la madre: Para qué, por qué. Y si lo haces, si escribes, que no se publique mientras yo pueda leerlo, mientras yo esté aquí. Mira a esa mujer, ahora ya mayor, e invoca su nombre: Madre, y ya no el protector mamá de cuando entonces. El recuerdo de lo ocurrido una noche, durante el primer viaje a Rusia en su compañía, se hace escena en la memoria: aquella aún joven y bella mujer, muy educadamente, rechaza la invitación de un colega para subir a la habitación. Ella te prefiere a ti, su hombrecito de diez años, que ignora todavía todo sobre esos asuntos. Ese niño que no sabe nada de esas cosas del amor (sexo, lealtad, engaño, celos, posesión…: servidumbres, ataduras). Hoy, tantos años después de aquel episodio, a pesar de la oposición materna a dejar que el espectro hable, sabes que lo harás, que necesitas ahuyentar esa fuente de neurosis, de desequilibrio. Sabes que traspasarás la línea, que quebrantarás la norma: al hablar de los otros, no herir, no causar un daño con ello.
La vida en la escritura: como un libro abierto. Transparencia, espejo: diario, memoria, investigación. Un hombre, en el filo del abismo de la depresión, comprende que el signo de la salud mental es pasar de la enfermedad neurótica a la enfermedad normal (Freud). Un pasado familiar que lastra (angustia, sufrimiento) y un presente tormentoso (el espejo de una destrucción amorosa, de un derrumbe definitivo, de una purificación agónica: dolor y humillación, crueldad, desvalimiento). Esta obra es, pues, un diario oreado en público, una historia real que se lee como una novela. Y el fruto de encarar el problema doloroso surte su efecto catártico: como si hubiera hecho un paquete con mis neurosis y lo hubiera arrojado por la borda, concluye.
No herir, imperativo moral
Un tema capital tanto de sus novelas sin ficción como de sus artículos es la responsabilidad del autor ante la gente sobre la que escribe. Para Carrère es más honesto —literaria y moralmente— que las personas figuren con sus verdaderos nombres. El escritor ha de asumir su responsabilidad. ¿Cómo escribir sobre el sufrimiento de otros desde el propio bienestar? Estar presente, encontrar el lugar, saber dónde situarse quien escribe «yo»: un fundamento estético. Se trata, en ámbito tan delicado, de no herir. Sin embargo, en Una novela rusa, transgredió esta regla (con conocimiento de causa, reconoce), no por burlar el pacto familiar tácito (sello, silencio), sino porque constituía para él una cuestión de capital importancia. Afortunadamente, no ha provocado una catástrofe, se consuela.
Mientras que El adversario y Una novela rusa fueron escritas, en términos morales, con sentimiento de duda —al haber involucrado en el relato a otras personas— sobre la licitud o ilicitud del hecho, en De vidas ajenas desaparece el miedo a dañar, porque se siente legitimado al contar con el acuerdo de las personas afectadas. El juez Étienne Rigal (compañero de la fallecida Juliette —la cuñada del escritor— tanto de profesión como de rebeldía y lucha contra el sobreendeudamiento, y también él cojo y enfermo de cáncer como ella) lo anima a asumir el relato de lo ocurrido. El escritor responde a su demanda (delegación de palabra: legitimidad), libre de los reparos morales de las dos obras precedentes. Una misión que cumplir.
En primer lugar, transmitir la voz del otro, bien bajo la forma de toma de notas, bien por medio del estilo indirecto libre: la palabra en su integridad, sin intentar apropiársela. Así, más que ante un relato sobre el otro, nos encontramos en realidad ante un diálogo con el otro. La narración se cierra con la formulación del deseo del escritor de dotar a su libro de una función terapéutica: «… yo, que de momento soy feliz, y bien consciente de lo frágil que es, quisiera curar lo poquísimo que se puede curar, y por eso este libro es para Diane y sus hermanas (las hijas de Juliette y Patrice)». Memoria, recuerdo, homenaje: conmemoración de vidas ajenas, acompañamiento en el duelo.

La escritura sin complejos, sin ataduras morales (experiencia divertida incluso; el libro más novelesco que he escrito, incluyendo mis verdaderas novelas, afirma) viene con Limónov (2011). Aunque llegó a preguntarse si no se equivocaba escribiendo esa historia, cara a cara con Eduard Limónov se siente con carta blanca: es una persona pública, un escritor que no se ha sentido nunca limitado para hablar en sus propios libros sobre gente que conocía de cerca o de lejos; además, no es una persona vulnerable. Este libro es un fresco biográfico y épico de un personaje bien real (aventurero y poeta, caprichoso y narcisista, matón marginal, escritor punk, vagabundo, prostituido, mercenario con el criminal de guerra Arkan, disidente sui generis, fundador del engendro Partido Nacional Bolchevique: un redivivo antihéroe de la picaresca), alguien en quien se encarna la confusión de los tiempos caóticos en que vivimos, cuyo destino le permite a Carrère contar multitud de cosas sobre una de sus pasiones: la historia de la Rusia reciente, ese tremendo patio de Monipodio posterior al régimen soviético.
Cuando el narrador es el autor
Yo no es otro: yo es Emmanuel Carrère, escritor francés nacido en París en 1957. Aunque todo relato de hechos reales (dicción, en Gérard Genette) tiende, en mayor o menor medida, a ficcionalizarse, el yo que cuenta en sus narraciones, a partir de El adversario, es inequívocamente el propio autor. Hasta entonces, cuando escribía ficción, no había considerado ni siquiera como posibilidad escribir en primera persona, incluso —confiesa— le inspiraba cierta repugnancia. Se decanta, casi a desgana, por razones morales: «No podía escribir ese libro de otra manera, mi presencia en él legitimaba la escritura». Tentativas fallidas, elección del camino equivocado, obstinación en querer imitar el modelo instituido en A sangre fría: contar la vida de Jean-Claude Romand desde el exterior, apoyándose en el dosier y en su propia investigación del caso. Hasta que un día escribe una frase en primera persona y se deshace así de la sombra Capote.
Como se puede comprobar en el artículo «Capote, Romand et moi», Carrère ha reflexionado durante tiempo sobre A sangre fría, libro por el que siente gran admiración. Distingue entre el total éxito artístico del relato y la posición del autor ante lo narrado, que considera de una deshonestidad absoluta, moralmente atroz. Para escapar de ese peligro, el escritor parisino asume su responsabilidad al estar presente en el relato. Un enfoque que desde entonces le parece normal: lo extraño —añade— sería ausentarse del texto.
«Escribir una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y la libertad de la prosa, y la precisión de la poesía» (escribe Truman Capote en el prefacio de Música para camaleones): esta proclamación de intenciones literarias —a pesar del distanciamiento: moral, de perspectiva narrativa— es compartida por Carrère. Pero se distingue claramente por el lugar que ocupa el narrador, la presencia de ese yo explícito, en contacto directo con el criminal y constantemente preocupado, al hilo de la narración, por analizar la personalidad del mitómano, siempre con la voluntad de comprender lo que parece incomprensible. Un reto sobre un enigma. Fascinación, en todo caso, por quien fue capaz de hacer de su vida una novela. La persona se transforma en personaje: máscara sobre máscara. En lugar de escribir, vive su novela. Alonso Quijano —si bien con propósito bien distinto y en la ficción pura— hace lo propio.
Perspectiva
Reflejar fragmentos de realidad. ¿Desde dónde, qué lugar ocupar? La respuesta nos la ofrece el propio autor en La vie de Julie, impresionante reportaje en el que glosa el trabajo fotográfico de la joven Darcy Padilla sobre la pobreza urbana en un barrio de San Francisco (violencia, fugas desde la adolescencia, drogas, prostitución, vida en las calles, miseria, enfermedad), y que acaba por centrarse en la figura de la joven toxicómana y seropositiva Julie. En su tarea fotográfica, no para de preguntarse qué es estar en el lugar del otro, del atrapado en la instantánea. Pero ella permanece en el suyo. Como diría el magistrado Étienne Rigal, para quien ese es el más grande elogio a un ser humano: ella sabe dónde está. A este propósito, Carrère cuenta una anécdota ilustrativa. Un día observa cómo una madre reprende a su hija y la alecciona sobre el deber, para comprender a los demás, de colocarse en su lugar. Y la ingenua —pero también acertada— respuesta de la niña: «Sí, pero si me meto en su sitio, ¿adónde van ellos?».

Saber dónde está quien ve y escribe, elegir quién habla. No se trata solamente de un testigo, sino de un yo que piensa, que siente, al que asaltan las dudas, que asume su subjetividad. Una mirada sobre el mundo aguda, penetrante, atrevida incluso, pero también leal. Porque es su semejante, su hermano, a quien observa Emmanuel Carrère. Empatía. Pero ¿qué sentimiento experimentar ante el monstruo?
Cuando tocaba a su fin el juicio contra Jean-Claude Romand, escribe: «Quedan ocho días de debates para tratar no de excusar, sino de comprender». ¿Eso no es, de algún modo, justificar? De ninguna manera. Muy al contrario, es nuestra obligación —sostiene— tratar de comprender, incluido aquello que resulta monstruoso. En el caso de este mitómano parricida no existía ya la menor duda sobre lo ocurrido. El único desafío judicial era, precisamente, tratar de comprender.
¿Qué hay detrás de una falsa vida, mantenida tan sorprendentemente durante tantos años? ¿Qué hay detrás de la máscara creada, de la gran impostura? Estas preguntas y otras próximas acompañan al narrador en su trayecto, que se inicia en la carta en que le comunica su intención de hacer un libro sobre su caso a condición de que él no se oponga. A su juicio —le escribe— él no es un criminal ordinario, ni tampoco lo considera un loco, sino un hombre arrastrado por fuerzas terribles, fuerzas demoniacas (Satán, en hebreo, quiere decir ‘el adversario’), en cuyas manos él sería tan solo un juguete. Al final del relato, cabe sospechar que, al recurrir a la fe, Jean-Claude Romand esté dando una vuelta de tuerca última (misericordia divina, perdón) que perpetuaría así la gran mentira de una vida. El triunfo del adversario (del personaje sobre la persona). La fulgurante traca final que cierra el espectáculo de los fuegos artificiales. Mitomanía irredenta.
El escritor ante el espejo
Buscar en la mirada del otro una respuesta: dime quién soy, dónde estoy yo. Es preciso asumir el lugar que se ocupa. Emmanuel Carrère se hace presente de continuo en sus textos, se dirige al lector como si estuviera frente a él, lo interpela: una invitación a viajar por el fecundo territorio de la literatura (el espejo) y de la vida (lo real).
El escritor mira a las personas biografiadas como quien se mira en el espejo. Se compara con el modelo, ese otro aparentemente impenetrable, su reflejo inverso: vidas alteradas por la desgracia y enfrente la vida confortable de quien escribe. Pero ve en muchos de ellos eso de lo que él cree carecer (el amor, el compromiso). El juez Étienne Rigal (interlocutor, confidente, amigo), a quien le gusta hablar de sí mismo, le da la clave, el impulso para escribir: «Es mi manera, dijo, de hablar de los otros, y él ha revelado con perspicacia que era la mía también». El resultado es un cruce de imágenes inversas: un retrato de los otros y un autorretrato. Velázquez en Las meninas.
El pintor aparece en primer plano, a la izquierda del cuadro: con la paleta en la mano izquierda y el pincel en la derecha; mira a su modelo (que se refleja en el espejo del fondo), pero nos mira al tiempo a quienes miramos. Como espectadores, nos sentimos observados por el pintor. De modo semejante opera la escritura de Emmanuel Carrère: memoria y pinceladas de vidas ajenas, pero al tiempo se inmiscuye en el relato, ocupa incluso el primer plano —intercala reflexiones, paralelismos, retazos de su vida, con sus claroscuros, su concepción de la literatura—. En suma, que de su obra el lector obtiene no solo fragmentos de realidad de este mundo que habitamos, sino también un autorretrato en construcción. El retratista retratado, sí, pero también nos interpela a nosotros los lectores. Eh, tú, mi semejante: ¿qué dices?, ¿qué te parece esto que te cuento y cómo te lo cuento? Retrátate.
Neurosis y apaciguamiento
El peor enemigo: el interior, ese que ora se manifiesta, ora se esconde. Pero siempre roe y roe. Prisionero de sus neurosis, crisis de pareja, sentimientos de incapacidad de amar, posible ruptura, temores difusos. Un cuadro manifiesto: la depresión paraliza al individuo, devora su vida desde dentro. Así es el panorama vital que viene arrastrando el autor cuando se abre De vidas ajenas. El cierre: plenitud amorosa y familiar, apaciguamiento, mar en calma. La presencia de Hélène Devynck ha aportado equilibrio, superación de traumas, nueva paternidad; a ello se suma el reconocimiento público (crítica, lectores, premios encadenados). Y en el trayecto, un paisaje desolador: catástrofe, desgracias, crímenes, muertos, enfermedad, duelo, injusticias.
Frente a la afirmación decadentista de Oscar Wilde («Las tragedias ajenas son siempre de una banalidad desesperante»), los relatos de Carrère —en conexión con el psicoanálisis— asumen e interiorizan la desgracia del otro en la escritura. Para comprender el sufrimiento ajeno, explorar el malestar propio. Y aprender que los otros, atacados por males reales, saben afrontarlos, superar la postración, sobrevivir a la catástrofe. La literatura surte sus efectos terapéuticos: liberación de males, vínculo con los otros, conexión con la realidad. Apaciguamiento.
Creencia insensata, vidas paralelas
Otoño de 1990: acusada crisis neurótica y existencial. Salto en el vacío: (re)conversión al cristianismo («Decides comprometer tu vida sobre la base de esta creencia insensata: que la Verdad con mayúscula se encarnó en Galilea hace dos mil años»). Tocado por la gracia, se casa por la Iglesia, bautiza a sus hijos, asiste a misa a diario, se confiesa y comulga. El proceso fue plasmado por el autor en un montón de cuadernos en que iba reflejando su experiencia religiosa, junto con sus reflexiones y comentarios al calor de la lectura del Evangelio según San Juan. Ese material —más los Hechos de los Apóstoles atribuidos a san Lucas y las Epístolas de san Pablo— será el germen de El Reino (2014). Fueron años intensos (e insensatos) en que buscaba en la teología (esa rama de la literatura fantástica: el espejo refleja la provocadora sonrisa ciega de Borges) un fundamento para su renovada fe religiosa. Varada entretanto su producción literaria, descubre a Philip K. Dick: vidas paralelas. Crisis similar: sequía creativa, temor a volverse loco, conversión cristiana con todas sus consecuencias. Decide, por la similitud de vivencias, escribir su biografía (género humilde y, por ello —apostilla—, cristiano): Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos.

Aunque hoy se declara agnóstico («No soy lo suficientemente creyente para ser ateo», ironiza), sigue simpatizando, no obstante, con el mensaje de Jesús, que estima portentosamente subversivo. Aunque ya no sea para él «palabra de Dios», considera que el Nuevo Testamento es un libro fascinante desde un punto de vista literario, histórico, filosófico. Amén.
Síndrome de acumulación y estilo literario
Emmanuel Carrère ha padecido la fobia de acumulación. Quienes durante los últimos años han acudido a entrevistarlo han constatado cómo su magnífico apartamento parisino está casi vacío, con los elementos indispensables. Este desprendimiento de lo innecesario tiene su correspondencia en la escritura: gusto acusado por la sobriedad. El estilo —como sostenía el conde de Buffon— es el hombre mismo. Un objetivo común tanto en sus relatos sobre hechos reales como en su obra periodística: desprenderse de elementos innecesarios en la prosa. Liposucción de grasa retórica, simplificación, depuración. De Nabókov a Hemingway.
En sus comienzos, el autor tuvo como referente e ideal literario (mi dios de la época, confiesa) a Nabókov. Pero la posición de superioridad constante en la que se sitúa, que entonces le seducía, hoy le molesta. En sus primeros libros, su lema era por qué hacer simple cuando se puede hacer complicado. Con el tiempo, se orienta en la dirección trazada por Hemingway, que coincide básicamente con la cita tomada del I Ching y reproducida en El Reino: La gracia suprema consiste no en adornar exteriormente con materiales, sino en darles una forma simple y práctica. Un manifiesto poético.
Escrito en el viento
Camino por la pista finlandesa. Atardecer de otoño. Una flecha trazadora ilumina la penumbra, agita las sombras: El espejo también te refleja a ti, lector curioso que escribes.
Leído en la prensa esta mañana: El Diccionario Oxford elige posverdad como palabra del año. Mente oxigenada: ideas que se disparan como teas encendidas, que se apagan tras su fulgurante destello. Tecleo a la tenue luz ambarina del ocaso. Información en tiempos de la posverdad: sinuoso ámbito de la mentira disfrazada, esa secular tendencia del poder a manipular. Qué viejo lo nuevo. Acuérdate de Goebbels. ¿Será la literatura —territorio permeable, multiforme, sin fronteras, por donde vagar sin cadenas— el reducto de la palabra en libertad? Y se cuela en la mente encendida la sentencia del gran Cyril Connolly: «No es posible estar a la vez al servicio de la belleza y del poder».
Emmanuel Carrère escribe a cara descubierta (y a corazón abierto) y asume el riesgo como imperativo estético. No aspira a contar la verdad (ese difuso sueño poliédrico), sino su aproximación leal al narrar los hechos y cómo los ve y cómo le afectan. Una mirada sobre el mundo: honesta, libre, abierta. La literatura como ósmosis de la realidad. Un escritor cuya obra esplende en el panorama literario actual. ¿Qué ocurrirá en la andadura de estos tiempos menguados? La respuesta, amigo mío, está escribiéndose en el viento.
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