El Reino de Emmanuel Carrère: retrato del artista como evangelista (y viceversa)
/ Por Francisco González Fernández /

El novelista Alain Robbe-Grillet aseguraba hace años que la primera nueva novela que había leído era «el Evangelio, que es cuatro veces la misma historia, contada por personajes diferentes con pasajes que coinciden y pasajes que se contradicen». El Evangelio como una novela moderna, fragmentaria y poliédrica, habitada por la incertidumbre y cuyo sentido incumbiría al lector reconstruir. En su libro, Le Royaume (2014), traducido en España como El Reino, Emmanuel Carrère parece haber hecho suya la propuesta irónica del que fuera el papa del nouveau roman, la de abordar las Sagradas Escrituras como si se tratara de una novela contemporánea. No era su propósito en este caso escribir una versión novelada más del Evangelio, como hicieran con tanta fortuna Kazantzakis o Saramago, sino ponerse en el lugar del evangelista que, al recabar por ejemplo información entre los testigos presenciales, no ignoraba que «como en Ciudadano Kane o Rashōmon, estas personas sostienen cosas contradictorias con las que hay que apañárselas diciéndose no que no exista la verdad, pero que esta se encuentra fuera de nuestro alcance y que a pesar de todo hay que buscarla, a tientas». El Reino es así un relato de indecidible verdad donde su autor compone un fresco imaginativo sobre los primeros días del cristianismo —en la estela de lo que ya hiciera de forma espléndida en Limónov con la Rusia de los setenta últimos años—, del que surge el desconocido perfil de un Carrère íntimamente religioso. Una investigación, un péplum, una confesión y un testimonio componen un relato dispar y a veces algo disparatado, pero que su autor ha sabido cementar y revocar con su maestría narrativa, y que está recogiendo un enorme éxito de crítica y de ventas, seduciendo por igual a ateos y a creyentes.
Numerosos son los lectores que se habrán extrañado al descubrir que un autor al que no se le presuponía inclinación religiosa alguna se aventurara en esta desmesurada empresa. En realidad, como recuerda él mismo en su libro, Carrère ya había traducido en los años noventa el Evangelio según san Marcos en estrecha colaboración con un exégeta católico, y en su propia obra literaria la fe (y sus trampas) era una cuestión crucial, en particular en la magnífica biografía que Carrère había dedicado a Philip K. Dick, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (1993), y en El adversario (2000), el relato de no ficción que había supuesto su justa consagración. El Reino no es, pues, un monolito caído del cielo, carente de relación con el resto de su obra. De hecho, Carrère gusta de volver obsesivamente sobre algunos de sus temas predilectos, como si quisiera de este modo, al igual que el protagonista de El bigote (1986), apurar cada vez un poco más una epidérmica sospecha hasta alcanzar el hueso en busca de la verdad. Ese estilo pulido a fuerza de perfeccionar una y otra vez sus frases, esa «escritura blanca» que caracterizaba novelas como Una semana en la nieve (1995) irá dejando paso poco a poco, con Una novela rusa (2007), De vidas ajenas (2009) y Limónov (2011), a una prosa más descarnada, más brutal y aparentemente caótica, capaz de revelar a golpe de pluma la profundidad del conflicto en juego. Y ese conflicto, el de la fe, largamente contenido, es el que irrumpe con toda su fuerza en las más de seiscientas páginas de este nuevo libro.
El Reino es ante todo una larga indagación sobre la naturaleza de la fe observada en la propia persona de su autor. Porque por una vez Carrère no necesita fijar su mirada en otro individuo, célebre o anónimo, para abordar cuestiones de relevancia histórica o social; ahora ese otro es él mismo, tal como era hace más de veinte años, cuando en 1990 fue tocado por la Gracia, se convirtió al catolicismo y se dispuso a seguir cada uno de los preceptos de la Iglesia durante tres años, hasta que volvió a perder la fe. Es la fascinación que siente el escéptico y agnóstico Carrère actual por el efímero beato que llegó a ser lo que le empuja a escribir este libro, lo que le lleva en su primera parte a asomarse por encima del hombro de su antiguo «yo» para observar lo que en su fervor había escrito antaño en su diario, lo que había preferido olvidar después; y una vez tomado impulso, proyectará en el resto del libro esta misma mirada de novelista curioso sobre el trabajo de escritura de los evangelistas. Y es que la prosa envolvente de Carrère siempre se adhiere a otras vidas que le son en principio ajenas, a otros textos que le cautivan y de los que acierta siempre a sacar una nueva historia como el escultor extrae una estatua de un bloque de mármol. Ya desde una de sus primeras novelas, Bravura (1985), cuya intriga extravagante giraba en torno a la supuesta y desconocida versión auténtica del Frankenstein de Mary Shelley, a las circunstancias en las que esta había concebido su obra maestra, resultaba obvio que para Carrère escribir significaba reescribir, o más precisamente, imaginar una historia virtual alternativa. Por ello en Jean-Claude Romand —quien se inventó e hizo creer a los demás durante casi veinte años que llevaba una vida exitosa, cuando en realidad se pasaba los días esperando en el parking de la autopista la hora de regresar a casa— descubrió Carrère la imagen monstruosa del novelista que era, un escritor fascinado por las bifurcaciones que en cualquier momento puede tomar la vida, como en su novela ¿Fuera de alcance? (1988), pero más aún por la desasosegante ilusión que supone pretender hacer entrar lo virtual en lo real.

En la veintena de cuadernos que durante su breve conversión cubrió con sus pensamientos católicos —que guardó sintomáticamente junto al expediente judicial del caso Romand tras la publicación de El adversario—, Emmanuel Carrère contempla desde la actualidad en El Reino el reflejo de ese otro que ya no es, de ese doble que sin embargo bien pudiera ser de los dos el más real. Porque en su discurso coexisten su percepción presente y su punto de vista anterior, reproduciendo así la estructura misma de la ilusión que, como mostrara Clément Rosset, no es otra que la estructura paradójica del doble. Como una vertiginosa tentación, la figura del doble recorre toda la obra de Carrère, una y otra vez descubre en el otro, en los distintos escritores y personajes que le fascinan, su propia sombra. En El adversario, la identificación era extrema y ostensible desde las primeras líneas y constituía un juego perverso, pero al mismo tiempo necesario para poder contar la historia de ese sujeto que durante años se había hecho pasar por un prestigioso médico y había acabado asesinando a toda su familia para evitar enfrentarse a la realidad, para no tener que confesarles a los suyos la mentira sobre la que descansaba toda su existencia. Ahora, en El Reino, el adversario al que tiene que hacer frente el escritor es el propio Emmanuel Carrère que vuelve del pasado como de entre los muertos. La escritura es aquí labor arqueológica, lenta y cuidadosa excavación en busca de una tumba sellada que no encierra ya en su interior verdad alguna.
La verdad y sus paradojas, su indecidibilidad «en sentido matemático», como se decía al final de El adversario a propósito de la fe de Romand, de marcado sello dostoyevskiano, es uno de los polos que orientan las líneas de fuerza en la obra de Carrère; el otro es lo real y su doble. El Reino que da título a su último libro no ha de entenderse en su caso como la promesa de una vida eterna, como un paraíso celeste, sino como otra dimensión de la vida real, como la realidad de la existencia en toda su hondura. Más que traer una verdad trascendente, el Jesucristo de Carrère, como una suerte de Buda, revela con sus paradójicas palabras, con la inversión sistemática de los valores, la realidad de la realidad.
Hasta la publicación de El adversario, que en este y en tantos otros sentidos desempeña en su obra el papel de bisagra, Emmanuel Carrère había escrito sobre todo novelas en apariencia kafkianas pero en realidad inspiradas en relatos de ciencia ficción de autores como Philip K. Dick, Matheson o Bradbury, donde abundaban los mundos paralelos y paranoicos. En 1986 el autor francés publicó precisamente un libro aún hoy escasamente conocido, aún por traducir, tal vez porque se trata de un ensayo de apariencia universitaria, que resulta sin embargo decisivo para entender su obra. El estrecho de Bering es, como reza su subtítulo, una «introducción a la ucronía», es decir, una historia de aquello que podría haber ocurrido y que no sucedió, una historia virtual. Preguntarse si habría surgido el cristianismo de no haber sido crucificado Jesús de Nazaret es, claro está, una de las cuestiones que debate ampliamente Carrère en esta introducción a la historia en condicional, siguiendo de cerca y parafraseando las obras de Renouvier y de Caillois relativas a este tema. La teología es aquí, como sostenía Borges, «una rama de la literatura fantástica».
Pero es en las últimas páginas, en lo que parece un simple anexo, donde el libro cobra un interés muy particular. En este punto confiesa Carrère que el título de su libro se le ocurrió al leer la reciente novela Hacia el estrecho de Bering, en la que el poeta belga Marcel Numeraere contaba la historia de un ingeniero que viajando hacia el sudeste asiático decidía repentinamente cambiar de rumbo y, de peripecia en peripecia, llegaba hasta el gélido estrecho de Bering. De esta novela reproducía incluso Carrère un largo fragmento donde el protagonista tenía por primera vez, como una iluminación, la certeza inquebrantable de que lo que le estaba sucediendo en ese momento mismo era real. Y concluía Carrère, cerrando así su libro: «Ya está. En más concreto, es lo que quería decir. Que habría que alejarse de la ucronía, de los universos paralelos, del arrepentimiento que los obsesiona, y aventurarse por el país de lo real. Es difícil, pero me gustaría intentarlo, de otro modo que citando un libro —y birlándole su título—». El estrecho de Bering finaliza con un deseo que es un programa literario: de ahora en adelante lo real será el Reino de Carrère. Pero nadie sabe mejor que él que este país es tan inasequible como el de la imaginación. No en vano Marcel Numeraere es el nombre cifrado de un autor imaginario, un anagrama perfecto de Emmanuel Carrère, el verdadero autor de esta impostada novela de ecos borgianos. Y es que para Carrère no existe otra forma de caminar hacia el país de lo real, hacia el Reino, que no sea cruzando el estrecho territorio de la fabulación.
Cierto temor sagrado, según confiesa él mismo, le impide a Carrère abordar directamente en El Reino la figura de Jesucristo, y ello explica que recurra a las palabras de sus prestigiosos testigos para ofrecer de él una imagen anamórfica. Al igual que los alguaciles que no se atrevían a tocarle porque «jamás un hombre había hablado así» (Juan, 7:46), Carrère no puede mirar de frente a Jesucristo, hablar por él, y prefiere seguir los pasos de san Pablo y las líneas de san Lucas. El Verbo es indecible, pero nada impide pegarse al discurso de este evangelista y fabular sobre los problemas con los que este se encontró para componer su relato, para integrar los distintos textos que había manejado, y buscar entre líneas, entre las líneas imaginadas, esos pequeños detalles que solo pueden ser verdaderos por su gratuidad. Porque aquí el evangelista, san Lucas, que no conoció ningún acontecimiento de primera mano, no es solo un historiador, sino ante todo un artista que encuentra en la imaginación su mejor instrumento, un fabulador como el propio Emmanuel Carrère. Aunque pueda resultar sacrílego para muchos cristianos, explica en El Reino su autor: «Soy un escritor que trata de comprender cómo se las arregló otro escritor, y me parece una evidencia que este a menudo recurrió a la invención». El texto que antaño había leído como creyente, lo lee ahora el novelista como colega agnóstico, y trata de despejar de entre tantas invenciones aquellas palabras que pudieran ser auténticas y originarias. Y en el transcurso de esta investigación Carrère nos hace penetrar en su propio laboratorio, nos expone su poética y sus dudas, nos revela los problemas que tiene que enfrentar al escribir su obra, al igual que hace con su doble evangélico.
El Reino se convierte así en una apoteosis —en el sentido profano y sagrado de la palabra— de su obra, donde confluyen todas sus novelas anteriores, sus películas y sus diversas reflexiones sobre el arte literario. Y como apoteosis que este relato es, no duda su autor en representar teatralmente escenas en un tono ligero, incorporando sistemáticamente comparaciones anacrónicas (san Pablo como un antiguo Limónov, los primeros cristianos como comunistas soviéticos, un retrato de la Virgen que le recuerda la expresión de una mujer a la que vio masturbarse en Internet, etcétera), en la convicción de que no es posible recobrar la mirada de la época pretérita, como pretendía Marguerite Yourcenar, y que más valdría entonces hacer también manifiesta la distancia que separa al escritor de ese mundo desaparecido dejando ver la cámara que lo está filmando todo, como en un documental. Y es que, según explica él mismo, la novela histórica no le atrae porque tiene enseguida la impresión de encontrarse en Astérix. No es seguro, sin embargo, que Carrère haya elegido bien en esta ocasión su ejemplo, porque en este sentido El Reino recuerda precisamente muy a menudo las aventuras de Astérix y Obélix con sus divertidos y recurrentes guiños al mundo contemporáneo.
Con semejantes anacronismos, con tantos lugares comunes, generalizaciones y trivialidades abiertamente confesadas, Carrère pretendía probablemente encontrar un lenguaje que le aproximara a sus lectores, que le permitiera ser en apariencia espontáneo, directo e impúdico. Porque si hay personas a las que les molesta tratar cuestiones relacionadas con el sexo, a él lo que le parece indecente es hablar de «las cosas del alma, las relativas a Dios». Ese, declara ceremoniosamente, es su más íntimo secreto y lo cuenta por primera vez en este libro. El Reino es, pues, en efecto, una confesión y un testimonio impúdico, pues es vocación suya «dar testimonio de algunas de estas cosas, escribir a mi vez un testimonio verídico». Él, que lleva el nombre del Mesías, Emmanuel («Dios con nosotros»), como le había recordado Romand, se convierte en un evangelista que da testimonio de las aporías de su fe. Al término de esta empresa, algo irrisoria, siempre deslumbrante, su autor no logra decidir si el libro traiciona al joven que fue o si a su modo le sigue siendo fiel. Tampoco alcanza el lector a saber si la buena fe que el escritor reivindica para sí mismo es una trampa más del adversario. Tal es el territorio paradójico e indecidible sobre el que reina Emmanuel Carrère como amo y señor.
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