Juego, ficción: deseo
/ por Moisés Mori / [⇑] Foto de portada: © Emilie Duchesne / Getty Images

La obra narrativa de Emmanuel Carrère (París, 1957) ha cogido verdaderamente fuerza desde la publicación de L’Adversaire (2000), libro basado en un horrible suceso, en la doble vida de Jean-Claude Romand, un supuesto médico que, en 1993, y después de haber construido su apacible vida familiar y profesional sobre una mentira absoluta, mató a su mujer, a sus dos hijos y a sus padres de modo terrible. Carrère cubrió el juicio de Romand para Le Nouvel Observateur, pudo entrevistarse más tarde con el condenado y compuso finalmente un libro de éxito inmediato, que se tradujo aquí sin dilación.
Desde El adversario y hasta su último título (El Reino, 2015), hemos ido recibiendo puntualmente —en Anagrama, con traducciones de Jaime Zulaika— los nuevos libros de Carrère (Una novela rusa, De vidas ajenas, Limónov), que algunos denominan novelas de no ficción, un rótulo que apunta, sin duda, a la base histórica o real sobre la que se fundamentan estas novelas, pero una etiqueta que elude el verdadero debate: la naturaleza de la literatura, cómo —con independencia del argumento, de los personajes, de las líneas narrativas tradicionales— se ha creado el ancho cauce de la novela moderna, esa escritura abierta que se articula necesariamente como construcción literaria (retórica, estética, ideológica…), esto es, como ficción.
En cualquier caso, los últimos libros de Carrère han tenido muy buena acogida, han hecho de su autor un nombre justamente apreciado. Y en consecuencia, ha llegado el rescate editorial de las obras anteriores a El adversario: Anagrama ha publicado en 2014 El bigote (original francés de 1986) y Una semana en la nieve (de 1995), si bien la primera de ellas ya había tenido una edición española que pasó en su día sin pena ni gloria, lo mismo que Fuera de juego (Hors d’atteinte?, 1988), publicada por Circe en 1989 sin repercusión alguna. Así que Bravura (Bravoure, 1984), una novela de ficción ficción (incluso de ciencia ficción), llega ahora a nosotros empujada por la corriente que ha generado el último Carrère: el de El adversario (y el impostor Romand), el de Una novela rusa (encaje del pasado familiar y el presente propio), el escritor que nos ha descubierto a un estrambótico líder nacional-bolchevique (Limónov), pero se siente cercano a dos jueces cojos y rebeldes de una pequeña ciudad francesa (De vidas ajenas), el de El Reino (san Pablo, san Lucas: los resucitados en la fe de Jesucristo), el Carrère, en suma, de —se dice— no ficción.
Es casi inevitable leer hoy Bravura sobre esos antecedentes (aunque, en realidad, no sean sino consecuencias), es decir, como quien conoce ya el desenlace al que ha llevado este libro sorprendente (segundo de su trayectoria); o mejor: resulta curioso comprobar cómo las coordenadas de, por ejemplo, El adversario o El Reino están ya aquí, en Bravura, en este nido de novelas: caja china y muñeca rusa, ficción científica de 1984 (el año de Orwell y Blade Runner), viejo palimpsesto, Antiguo Testamento del profeta Carrère, resurrección de la carne de Frankenstein…
En efecto, la novela de Mary Shelley constituye el texto base (o architexto) de esta —también— novela gótica, pues Bravura se plantea, en principio, como una imaginativa reconstrucción de Frankenstein, como una variante (o supuesto ucrónico) de su génesis, de aquella histórica jornada, 1816, a orillas del lago de Ginebra, cuando entre la conversación de Byron, Shelley, Mary y Polidori se sembró la semilla de El moderno Prometeo. Ciertamente, esa velada en la villa Diodati es ya un lugar común, demasiado transitado por la literatura (alta y baja), el cine (de todos los colores), la quincallería pop…; no obstante, la reescritura del mito que realiza Carrère tiene entidad propia, constituye un alarde de imaginación narrativa, si bien —como, de hecho, ocurre con demasiada frecuencia en las novelas policíacas, o en la ciencia ficción, allí donde justamente debería darse un cierre sin fisuras— no estamos seguros de que todas las piezas de Bravura se ordenen y encajen sin forzarlas, por lo que nos sentimos a veces manejados por el narrador, por su afán de virtuosismo, por el bucle imparable de la trama. Pensándolo bien, donde mejor encajan siempre todas las piezas es en las malas novelas (ejemplo: la novela rosa). Así que —sin renunciar al principio de verosimilitud, a nuestra propia exigencia lógica— aceptamos el juego y nos dejamos llevar por las muchas historias entrelazadas, por esta novela construida con despojos y miembros sueltos, una novela monstruosa, que, como la criatura creada por el doctor Frankenstein, produce ternura y espanto.
Las transformaciones básicas de Bravura sobre el architexto de Frankenstein afectan en primer lugar a la idea germinal de ese histórico y terrorífico relato, a su redacción efectiva; Polidori, el poor Polidori, desempeña aquí un papel muy relevante. También el capitán Walton, ese narrador interpuesto en el libro de Mary Shelley, adquiere ahora especiales repercusiones. Por otra parte, el doctor Victor Frankenstein no opera con restos de cadáveres hasta crear un monstruo, la desgraciada criatura de la novela original, sino que realiza ese decisivo experimento con su esposa, la dulce Elizabeth, quien muere al poco de casarse, pero a la que su marido, valiéndose de técnicas galvánicas, logra resucitar y le concede así una segunda vida. No obstante, algo ha fallado o el amoroso científico no ha sabido controlar, pues la renacida Elizabeth, aun con la sola transformación aparente de unos extraños ojos negros, se ha convertido en una criatura diabólica, en el origen —primera mujer, Eva futura— de una nueva raza o especie (selenitas, marcianos…) que aún hoy (Londres, 1984) se extiende de modo clandestino, domina nuestro mundo, acosa muy de cerca a Ann, una escritora ocasional, a sueldo de un tal capitán Walton que le ha encargado una serie de novelas rosa…
Bravura enlaza, por tanto, el marco de la concepción de Frankenstein en la villa Diodati, es decir, el tiempo histórico de los experimentos científicos de la novela original (principios del siglo XIX) con el tiempo presente (finales del XX), con las consecuencias últimas de aquellas manipulaciones del doctor ginebrino, pues el horror entonces creado llega hasta hoy, y Ann no solo vive en Londres una espiral de aventuras tan angustiosa (¡valor!, ¡bravura!) como incomprensible, sino que descubre —y nosotros con ella, con parecido agobio— que la realidad que creía vivir es muy otra, que es víctima —y protagonista— de una conspiración cósmica, que estamos invadidos por seres extraños, descendientes de Elizabeth, la de los ojos negros.
La novela se convierte así en una novela de novelas: las semblanzas de Polidori o Mary Shelley (novela histórica) conducen a un nuevo relato del doctor Frankenstein y su monstruo (novela de terror), que a su vez desemboca en la sucesión de episodios vividos por Ann y que van de lo gótico a lo policíaco, del rosa al negro, de la ciencia ficción al teatro de intriga… De modo que los lectores —sea cual sea nuestra actitud ante ese torbellino, ante la mutabilidad de la historia— estamos invitados a reflexionar sobre esos cambios continuos, sobre la dudosa consistencia de los hechos vividos (y narrados), sobre su intrínseca falsedad o artificio y, en definitiva (¡bravura!), sobre la posible ilusión que articula nuestro propio sentido de lo real.

En esta temprana aproximación (1984) a Mary Shelley y su célebre novela, se apuntan ya dos notas centrales en la obra posterior de Carrère. En primer lugar, investigación, acercamiento a los hechos: ese impulso que lleva al escritor a interesarse por sucesos impactantes (El adversario) y personajes reales, ya sus vidas sean extraordinarias (Limónov) o más bien sin brillo (De vidas ajenas), ya pertenezcan a su círculo personal o familiar (Una novela rusa) o a la Historia sagrada (El Reino); no obstante, este sentido de investigación no se queda en el mero estudio o reportaje, es un punto de partida que le ha permitido al novelista alcanzar sus mejores logros. La segunda nota que anuncia Bravura se relaciona con la inquietud que genera esa misma realidad, la inconsistencia de esta, la posibilidad de una vida doble (la doblez, por ejemplo, de Jean-Claude Romand) o de mundos superpuestos, el envés, en suma, de los hechos tal como se perciben. Recordemos otros títulos: qué pasaría si alguien que siempre ha llevado bigote se lo afeita un día y todos a su alrededor niegan que lo hubiera llevado alguna vez…; o si algo hasta ahora escondido —ya sea entre las mesas de los casinos, ya en la nieve o en el corazón de un padre perverso— nos arrebata y pone fuera de juego… Este tipo de conjeturas encuentra un perfecto acomodo bajo el signo de ucronía, es decir, con la alteración intencionada del pasado para inferir así cuáles podrían haber sido las consecuencias futuras de ese cambio: imaginar, por tanto, qué habría ocurrido si las cosas no hubieran sucedido tal como ocurrieron, si —por poner un ejemplo clásico— los aliados no hubieran vencido en la segunda guerra mundial y Hitler se hubiera hecho dueño del mundo: cómo sería ese futuro; o si Polidori hubiera…, o si el doctor Frankenstein…
Emmanuel Carrère ha dedicado a la ucronía un ensayo (Le Détroit de Behring, 1986) en el que analiza las características y algunos títulos representativos del género; y Bravura, escrito en esa misma época, puede entenderse como un ejercicio práctico, pues la novela establece tanto una alteración intencionada de hechos históricos (ámbito de la villa Diodati) como de la ficción narrada por Mary Shelley; y genera asimismo una imaginativa proyección de las consecuencias de tales manipulaciones, ese futuro encarnado por Ann, en el que se cruzan dos mundos: el que la joven londinense cree vivir (escritora, amigos, etcétera) y ese otro mundo amenazante (selenitas, extraterrestres, hijos de Elizabeth) que se superpone.
Poco después de Bravura (morceau de bravoure: expresión que designa un pasaje particularmente brillante de una obra) y de ese otro título que nos lleva hasta el estrecho de Bering (hielos, por cierto, del Norte, los mares del capitán Walton), publicó Carrère Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (1993), un libro sobre Philip K. Dick, la figura indiscutible de la imaginación científica, gurú de la contracultura y la psicodelia, cristiano de las catacumbas, un autor por el que el francés siempre ha mostrado verdadera admiración («lo ha entendido todo»; «nuestro Dostoyevski») y con el que ha establecido conexiones evidentes; y no solo por lo que, por ejemplo, pueda haber en Bravoure sobre mundos paralelos, conspiraciones cósmicas y, en definitiva, ucronía y ciencia ficción, sino por la sintonía entre el imaginario de ambos escritores, donde la preocupación religiosa constituye un componente notable.
Y nada más cerca de la religión que la muerte y el más allá (el auténtico Gran Norte), que la posibilidad (ucronía) de una vida futura, otra vida, la resurrección de la carne. Ubik y El Reino. Los replicantes, los descendientes de Elizabeth. ¿Soñaba Mary Shelley con ovejas eléctricas? ¿Es nuestra vida una ilusión? El monstruo de la realidad genera los demonios de nuestra mente.
No hay, pues, especulación gratuita en la espiral narrativa de Bravura. «La ucronía —escribía Carrère en su ensayo— es una historia gobernada por el deseo». La inquietud y el deseo, la necesidad romántica de algo más, interrogación, desconcierto: la misma pregunta que lleva al escritor a acercarse a los Evangelios y al maligno Romand. Ahora bien, Carrère nunca es trágico; puede resultar excesivo —lo hemos señalado en Bravura, lo habíamos comprobado, entre la admiración y el pasmo, en El Reino—, pero el verdadero artista (pobre Polidori) siempre se impone, y la escritura termina por abrazarse con el deseo: se funden en la literatura.
Entre los extraños sucesos de 1984, asistimos con Ann a un juego programado como atracción recreativa de un hotel: se trata de descubrir a un supuesto asesino. Los participantes en este simulacro o murder party evocan a su vez una función de teatro (Frankenstein o el demonio de Suiza) que habían representado como aficionados tiempo atrás y que ahora se anuncia en el hotel. Este juego de la muerte termina envolviendo a la escritora y la arrastra (¡valor!) a un abismo que no sabemos hasta dónde llega. Pero entre los actores de ese otro Frankenstein o demonio suizo que se rememora encontramos que el papel del capitán Walton lo interpreta un tal Marcel Numerare… El deseo de ucronía escondido en la letra, en un anagrama del nombre propio: juego y ficción (¡bravura!) de Emmanuel Carrère.

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