Carmen Molinero y Pere Ysàs publican una historia del Partido Comunista de España entre 1956 y 1982 que viene a remediar una laguna académica.

No existen muchos muchos casos de partidos políticos que, habiendo liderado la lucha contra la dictadura que asolaba su país, fueran tan maltratados por la democracia lograda como el Partido Comunista de España. El Congreso Nacional Africano no ha dejado de gobernar Sudáfrica desde que Nelson Mandela pronunciara un histórico «Que reine la libertad. Dios bendiga a África» tras ganar las elecciones libres de 1994. La Solidarnosc polaca fue disolviéndose con los años, pero gobernó la primera legislatura democrática del país, con Lech Walesa al frente, y aún hoy sigue siendo un poderoso sindicato con un millón y medio de afiliados. Incluso el Partido Comunista Portugués, también él maltratado por el pueblo al que liberó, llegó a gobernar de algún modo el país cuando lo hizo el coronel marxista Vasco Gonçalves, próximo al partido aunque no afiliado, tras la Revolución de los claveles. En el mundo no hay nada parecido a la caída estrepitosa del PCE. Nadie hizo tanto y nadie recibió tan poco a cambio en la historia política de Europa; jamás dejó de tronar tan bruscamente una razón en marcha; nunca tan horribilis un annus como 1982 para los bolcheviques españoles.
La historia del PCE es la de los grandes imperios: auge y decadencia. Y el olvido que los españoles han dispensado al partido se manifiesta también en que no hay muchos libros que la cuenten. De la hegemonía a la autodestrucción: el Partido Comunista de España (1956-1982), el libro que los historiadores Carme Molinero yCarme Molinero acaban de publicar en la editorial Crítica, cobra así el valor de las obras que abren trochas; del machete que desbroza la maleza académica. Se le debía un tratamiento serio a este partido heroico cuya historia sólo había sido contada por Gregorio Morán, en 1986 y desde las claves del periodismo sensacionalista.
El relato de Molinero e Ysàs da comienzo cuando lo hace la política de reconciliación nacional, un «giro táctico» que en realidad era estratégico y pretendía «atraer al campo de la democracia a aquellos que están deseando abandonar las banderas franquistas, sin preguntarles cómo pensaban ayer, sino cómo piensan hoy y qué quieren para España», tal como Pasionaria explicaba en 1955 y más tarde fue reflexionado de esta manera en un informe interno del partido: «Más a ras de tierra, la política de reconciliación nacional tiene en cuenta que si bien nuestro Ejército y la República representaban en general la causa y los intereses del pueblo, por una serie de razones, una parte del pueblo luchaba en las filas de Franco. Los campesinos de Castilla, de Navarra, de Galicia, de parte de Extremadura y Andalucía, ¿no eran acaso pueblo? ¿No lo eran también las gentes de la clase media que estaban en el mismo campo? ¿Se puede concebir una política popular, en la España de hoy, sin contar con esas partes tan importantes de nuestro pueblo? ¿Se puede concebir tal política sin contar con la juventud, que es hija de los que lucharon tanto en un bando como en el otro? Pues justamente por eso es necesario abolir la división del 36-39 y sustituirla por la verdadera división de hoy, entre pueblo y dictadura. […] la reconciliación no tiene nada de pacto con los que oprimen al país, es una política revolucionaria enderezada directamente contra ellos».
Lo que sigue después es la Alianza de las Fuerzas del Trabajo y la Cultura, las asociaciones de vecinos, Comisiones Obreras, las sociedades culturales; un acúmulo de altruistas heroísmos que a lo largo de veinte años fue carcomiendo la estaca francofascista. «Cuando canta el gallo negro es que ya se acaba el día; si cantara el gallo rojo, otro gallo cantaría», cantaba Chicho Sánchez Ferlosio en los años sesenta, y cuando el sátrapa «inmorible» —Julio Anguita dixit— estiró la pata por fin, el gallo rojo era un trasatlántico político de 15.000 militantes. Dos años después sumaba 200.000 y creía efectivamente al alcance de la mano aquello que cantaban en Italia los partisanos antifascistas: conquistare la rossa primavera dove sorge il sol dell’avvenir. «La victoria del pueblo de Vietnam —donde el Partido de los Trabajadores ha fundido ejemplarmente la lucha nacional y la lucha revolucionaria—, así como de los pueblos de Laos y Camboya, sobre los agresores imperialistas norteamericanos es uno de los grandes virajes de la historia mundial. Sus repercusiones son profundas en toda la situación internacional. Se ha modificado la correlación de fuerzas surgida después de la segunda guerra mundial. La posición hegemónica de los Estados Unidos ha sufrido un serio quebranto», proclamaba el ufano Manifiesto-Programa de 1975, preñado de un optimismo revolucionario que la historia subsiguiente reveló sonrojantemente cándido. Dineros alemanes, la ayuda del régimen, la bendición de la CIA y el franquismo sociológico catapultaron a un tal Felipe González y fueron sumergiendo poco a poco en las gélidas aguas del desprecio al Titanic bolchevique hasta hundirlo del todo en 1982, el año de los cuatro desoladores escaños, que Simón Sánchez Montero resumió así: «En el momento que el pueblo está enormemente contento, nosotros estamos enormemente tristes».
De todo ello se cuentan los pormenores en este libro que ha seguido el enfoque novedoso de analizar «sobre todo lo que los comunistas hacían más que las formulaciones propagandísticas, las querellas internas o los debates ideológicos, aunque no se pueda prescindir de todo ello»; y que busca también «contribuir a la superación definitiva de visiones simplistas, de lugares comunes y de interpretaciones interesadas, sea desde posiciones apologéticas, ciertamente muy minoritarias, o desde anticomunismos de distintas procedencias mucho más numerosas». Así, sostiene que no es verdad, contra lo que se ha repetido hasta la saciedad, que el PCE abandonara o directamente desactivara los movimientos sociales durante la Transición. Y sostiene que el PCE no se volvió inofensivo tras su legalización, ni dejó nunca de ser el partido de las «masas laboriosas»: a nadie más que al PCE se debe que la Constitución de 1978 no incluya la libertad de despido ni el derecho al cierre patronal, cuestiones defendidas por Alianza Popular e inicialmente aceptadas por la UCD de Adolfo Suárez. Si el partido comunista no dio para horizontes más excelsos —la República, el socialismo— no fue más que porque los españoles no quisieron.
El libro de Molinero e Ysàs está llamado a ocupar lugar preeminente en las bibliotecas de cualesquiera lectores interesados en la historia contemporánea de España, al lado de obras ya clásicas como el Franco de Paul Preston o La guerra civil española de Hugh Thomas. Pero quiérase que sea el primero de muchos que rindan justicia al partido único del antifranquismo.
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