[Foto de portada antiguo palacete de Santa María del Naranco]
El Cuaderno propone una ruta en Asturias por los quince monumentos prerrománicos sin parangón entre lo que queda del arte protomedieval europeo.
/ Redacción /
Corría el año 1572 cuando el rey Felipe II, que lo era de España, de Sicilia y de un quinto de la tierra emergida, encargó a un sacerdote y catedrático de retórica de la Universidad de Alcalá llamado Ambrosio de Morales emprender un viaje por un rincón concreto de sus extensos dominios con el objeto de reunir reliquias, libros, documentos, objetos y manuscritos que pudieran enriquecer las colecciones reales del monasterio de El Escorial. Ese rincón de su imperio que suscitaba el interés del Prudente era Asturias, la tierra que, «quasi toda cercada de montes e de montañas» —así la había descrito en 1494 otro anónimo viajero que también había alabado la «natura alegre y placiente» de sus gentes—, había plantado en el siglo VIII la semilla primigenia de la Monarquía Católica al derrotar por primera vez a los bereberes que habían invadido la península ibérica en una batalla semilegendaria dirimida bajo el cobijo de los riscos cantábricos, que dio lugar a un minúsculo reino cristiano que tuvo su primera corte en Cangas de Onís, y después la trasladó a Oviedo.
Durante aquel viaje por las Asturias de Oviedo, Morales visitó todos los sanctasanctórum de aquel ya remoto reino protomedieval: estuvo en Covadonga, donde empezó todo; en Abamia, donde tuvo su primera tumba el rey Don Pelayo; en Pravia, que fue también capital de las Asturias por breve tiempo, durante el reinado de Silo, y en los monasterios de Celorio, San Antolín, Tuñón, Cornellana, Obona y Corias. Por supuesto, también visitó Oviedo, la ciudad fundada por el rey Fruela a finales del siglo VIII en la que los soberanos astures tuvieron su trono durante un siglo, el comprendido entre dos soberanos llamados Alfonso. Alfonso II el Casto asentó allí su corte algo antes del año 812 —año en que Oviedo es mencionada por primera vez como capital— y Alfonso III decidió en el primer decenio del siglo X que el avance de la Reconquista recomendaba trasladarse a la mejor situada León.
De Oviedo, a Morales le interesó sobremanera la muy nutrida biblioteca de su catedral, donde certificó que había «más libros góticos que en todo junto lo demás del reino de León, Galicia y Asturias». Pero su principal objeto de interés no estaba en el centro de la antigua capital, sino «a media legua, [donde] está una gran sierra, que llaman la cuesta del Naranzo, fértil y de mucha frescura». Allí, otro de los reyes asturianos, Ramiro II, había ordenado erigir una iglesia, la de San Miguel de Lillo, y un palacete que más tarde también se convirtió en templo, el de Santa María del Naranco. En ellos, el menudo reino había volcado todo el talento arquitectónico y artístico adquirido a través de intercambios con los grandes centros culturales de la época: el imperio carolingio y el bizantino; y un admirado Morales no dejó de consignar que, siete siglos después, aquellos templos seguían «firmes y durables, como si poco ha se hubieran labrado». De Santa María, «grande para ermita y chica para iglesia», alabó las bóvedas y las proporciones; de San Miguel, que «con no ser de más de cuarenta pies en largo y veinte en ancho, tiene toda la buena gracia que en una iglesia metropolitana se puede poner».

Acaso nada más bello
Las iglesias naranquinas no han dejado de despertar, en las cinco centurias transcurridas desde el viaje de Morales, una fascinación que es la que suscitan las pequeñeces grandiosas; lo local universal; las obras excelsas facturadas desde la limitación más extrema de recursos materiales e intelectuales. «Acaso nada más bello queda en la cristiandad como vestigio del siglo IX», escribía en 1939 el marqués de Lozoya, sobrecogido en Santa María por «el efecto de las arquerías que separan las dos capillas extremas y que corren en torno del muro, la serie rítmica de los grandes clópeos circulares [que] deja en el espectador una emoción honda, la visión del esfuerzo supremo para crear una cultura que se nos aparece como algo exótico, muy alejada de nosotros». Algunos años después, en 1967, el historiador del arte Antonio Bonet Correa expresaba a su vez su parecer de que el arte asturiano constituye «un milagro. Si se considera la falta de tradición artística de la región antes de la invasión musulmana y se tiene en cuenta la escasez de medios, las dificultades materiales y el enorme esfuerzo bélico que para imponerse tuvo que hacer el pequeño reino cantábrico, difícilmente se puede encontrar una explicación […] La arquitectura asturiana, tanto por sus formas constructivas como por la integración de la decoración a lo monumental y la tectónica del edificio, es, en mayor grado que la arquitectura carolingia, precursora del románico, el primer gran arte de occidente».
La Unesco, no menos magnetizada que los viajeros interiores españoles por la entrañable belleza del prerrománico asturiano, sólo tardó un año, desde que comenzó a compilar la lista de monumentos españoles Patrimonio de la Humanidad, en hacer hueco en ella para las iglesias ramirenses de Oviedo. Era el año 1985: sólo la Alhambra granadina, la catedral de Burgos, el centro histórico de Córdoba y El Escorial ascendieron primero a esa Primera División de joyas monumentales españolas, que hoy abarca 46 galardonados. Y trece años después, en 1998, el reconocimiento de la Unesco se amplió para no abarcar ya sólo el prerrománico naranquino, sino otros cuatro templos y construcciones de la misma época, tres de ellos ovetenses y un cuarto sito en el concejo de Lena: la iglesia de San Julián de los Prados, cuyas bien conservadas pinturas murales no tienen parangón entre lo que ha sobrevivido del arte protomedieval europeo; la Cámara Santa de la catedral ovetense, valiosa ella misma y que además alberga lo mejor de la orfebrería del reino de Asturias: la Cruz de la Victoria, la de los Ángeles y la Caja de las Ágatas; la Foncalada, una fuente de agua potable y el monumento civil en uso continuado más antiguo de España; y Santa Cristina de Lena, otro templo de singular hermosura que, encaramado a una colina colgada sobre la autopista que conecta Asturias con la Meseta, maravilla a los expertos por la riqueza de su programa iconográfico, la maestría de sus proporciones métricas y la complejidad de su distribución interior, dotada de nártex e iconostasis.

Lo que queda del prerrománico asturiano todavía no se agota en esas seis construcciones a las que la Unesco ha abierto de momento las puertas de su lista: diez monumentos más, repartidos por varios concejos (Colunga, Villaviciosa, Pravia, Las Regueras, Oviedo y Santo Adriano), completan la estela arquitectónica del paso por la historia del reino de Asturias. Entre ellos destaca el Conventín villaviciosino de San Salvador de Valdediós, que espera de su pureza arquitectónica que le permita obtener próximamente, también él, el codiciado galardón de Patrimonio de la Humanidad. Los otros nueve monumentos son más mestizos y conservan de época prerrománica sólo algunas de sus partes, aunque entre esos vestigios los hay tan atractivos como los restos de pintura mural de Santo Adriano de Tuñón, la pila bautismal de San Salvador de Priesca o los modillones de San Andrés de Bedriñana.

El cincel de los dioses
Además del gran museo al aire libre que son los quince monumentos prerrománicos asturianos, el turista que se acerca a Asturias interesado en ellos dispone de un Centro de Recepción e Interpretación pensado para complementar el recorrido con mapas, cronogramas, fotografías, maquetas, un punto de consulta con libros monográficos e información en inglés, francés y braille y un interactivo en el que se explican los detalles de los monumentos y sus fases arquitectónicas, así como un área específica para centros escolares en la que se desarrolla un ciclo de talleres dividido en seis fases que se corresponden con las educativas (infantil, los tres ciclos de primaria, secundaria y bachiller) y llevan nombres de sabor medieval: «Pequeños escuderos», «Constructores medievales», «Caballeros de palacio», «Los jinetes del rey», «La Orden de los Caballeros» y «Canteros medievales». Además, el centro desarrolla otros talleres ocasionales: así, en el que comenzará el próximo 17 de septiembre, los niños podrán poner a prueba sus habilidades como arquitectos medievales levantando maquetas construidas con palillos de madera y galletas de coco.

No será una prueba pequeña, ésa: se tratará de imitar lo que Tino Pertierra y Eduardo García describieron en su Asturias: un viaje al paraíso como «una maqueta cincelada por los dioses en la que nada falta ni sobra. Por fuera parece de miniatura; por dentro, los espacios se abren, se agigantan en un inigualable equilibrio de proporciones» (Santa María del Naranco); la «eterna juventud» de una iglesia, la de Santa Cristina de Lena, a la que se llama «la iglesia de las mil esquinas, y es verdad que su interior tiene algo de puzzle, de juego, de escondites en ángulos rectos, de contraluces imposibles»; la «alta, esbelta, equilibrada, llena de sombras sugerentes en su interior» iglesia de San Miguel de Liño o la «mezcla sublime» de «arte asturiano mejorado por pinceladas arabescas» que ofrece San Salvador de Valdediós.
Pero seguro que los niños lo hacen muy bien.
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