La condición animal de Valeria Correa Fitz, Cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enríquez y Qué vergüenza de Paulina Flores han sido tres revelaciones narrativas en esta temporada con un notable éxito de crítica y número de lectores. Natalia Cueto Vallverdú realiza para El Cuaderno una lectura personal de los tres libros en conjunto que ensancha las perspectivas aportadas en cada caso hasta el momento.
/por Natalia Cueto Vallverdú /
La mesa en la que escribo la ocupa un género, la voz de lo breve, la sencillez del intervalo, la estructura del corto espacio, el cuento. En 2013, Alice Munro recibe el Nobel de Literatura, lo llamativo no es que el premio recayese en una escritora, (¿cuán prolijo es el inventario femenino en el laurel sueco?), sino en una mujer que escribe relatos. En los censos literarios, ambos atributos, ser autora y ser cuentista, podrían situarte en la matriz de la transparencia. Cristina Fernández Cubas obtiene el premio Nacional de Narrativa 2016; las autoridades destacan de la escritora y periodista catalana: “la excelencia del relato breve”. Dos nombres. Tiempos contemporáneos. Ambas resplandecientes cuentistas, observadoras pertinaces, voz que se propaga. Parece necesaria la recopilación de escritoras de cuento literario como marca de la consolidación de un género de aparente diseño moderno, no en cuanto a su origen, sino respecto a su posición en el canon que la gran Literatura reconoce. Seguimos con el cuento. El cuento moderno. El cuento de autora.
Del otro lado del Atlántico, 2016 aparece esmaltado de relato, con tres nombres femeninos, Valeria Correa Fitz (Rosario, 1971), Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) y Paulina Flores (Chile, 1988). A lo largo del año pasado, como si dentro de un acerico se hincase, el relato escrito por mujeres se fragua cierto y sólido, prominente, en la almohadilla de lo literario. El género, asimilado y vivo, nos muestra lo orgánico de su nudo, su existencia sin prejuicios, como un amasijo que atrapa en su vestimenta los nombres de mujeres narradoras. El novelista Chus Fernández me regala una cita de Peter Handke, “Inclínate ante cosas secundarias”. Al hacerlo, me ofrece la forma de asir las tres miradas. Ellas escriben inclinándose, perfilando, detallando las cosas secundarias a las que les pertenece la tierra y la carne, lo que nos sostiene y nos derrota, los matices que se escaparán del epitafio, lo cotidiano que construye la intrahistoria. La soledad del individuo en ecosistemas cambiantes. La dolencia en los afectos. A un lado y a otro de la línea que divide el arriba y el abajo. Valeria y Mariana se acogen, en líneas divergentes, a la tradición del género fantástico. Paulina, escribe en la estela del realismo psicológico. Las tres sin aspavientos retóricos, mediante la sencillez en el estilo y la rotundidad en la creación de contingencias y personajes. No hay ornato ni exceso de forma. El lenguaje claro envolviendo la materia narrativa oscura. Que el estilo no confunda: las ficciones son de hocico y no de labios, enfiladas para el desasosiego.
La condición animal
Valeria Correa Fitz, en su primer libro, La condición animal, destapa lo turbio que extrañamente nos horada, poros tenebrosos, atávicos, sombras que hacen de los cobardes morir muchas veces antes de morirse (Shakespeare, Julio César); aquello que nos pudre y nos iguala en los cuatro elementos: Tierra, Aire, Fuego y Agua. Una docena de relatos agrupados bajo estos marbetes donde el oído humano encuentra sus ecos: “Lo peor no era estar indefensa. […] Lo peor era la incertidumbre.” Lo animal entra y sale de cada relato como símbolo. Ruido y silencio. “Porque el silencio induce a pensar y los decibelios nos ponían a salvo”. Desvarío, pasión, enfermedad, miedo, mucho miedo, más miedo, derrota, desgracia. He dicho miedo. De nuevo, el miedo. Cuerpos blandos, espaldas rígidas, mentes febriles, balas susurrantes, manos persignándose. Toda la resaca, onírica, del lado de un estilo inquieto, a veces lindando la cuchillada, sin revolver el diccionario, a golpe de una sintaxis preferentemente de tramo corto, firme, trabada, doliente. Lo lírico nace de las imágenes y la tensión de las atmósferas, nunca de un afán estilístico; y sin embargo, los cuadros tejidos exudan una belleza extraña, ella diría “flamean”. “Moscas azules zumbaban su nombre horizontal entre cenizas”. Desfila el lenguaje, cabalgando en asíndeton, repiqueteando el punto seguido. El dolor no es en la prosa de Valeria opcional.
Las cosas que perdimos en el fuego
Con el cuento que da título a esta antología, Mariana Enriquez cierra esta colección de doce relatos. Una docena de historias dominadas por el terror que amenaza la cotidianidad. Los personajes se revelan en su lado más oscuro, en la edad del descubrimiento: la niñez, la juventud, la adolescencia, cuando se conduce por el carril más rápido y el camino aún es largo y abierto. De la forma más inocente, como música de fondo, se abre cada historia, en territorios aparentemente seguros, lo doméstico llámese familia, llámese amistad. Desde una tercera persona dominante en esta antología con alguna cala en la primera, la joven cuentista maneja la distancia inquietante: los personajes de algún modo te rodean. Forman parte de tu paisaje cotidiano. Se van aproximando hasta encerrarte en estructuras centrípetas. Hay introspección, hay búsqueda, pero al igual que ocurre con ciertos retratos donde independientemente de la situación del observador los ojos del cuadro siempre logran profundizar en aquellos otros que los miran, así la voz del narrador: un susurro creciente y próximo, una observación inquietante, un contagio desasosegante. Ciertamente, Mariana Enriquez partiendo de un género clásico, sabe estirar los confines, darle al relato de miedo la habilidad de lo fresco, ampliar los lindes sin caer en estereotipos y clichés recursivos. Ahí se halla parte del hallazgo de esta voz bonaerense: verdes brotes en tierras baleadas. La noche, la muerte, la carne, el desvelo, las habitaciones oscuras, los antidepresivos, “la gente triste que no tiene piedad”, los cadáveres, los “fantasmas vengativos”, los mensajes en un chat que se va diluyendo como una sinécdoque de la persona que tras él ya no responde. El agua es negra, los cabellos de las adolescentes se tiñen de henna negra, oscura es también desesperanza. La negrura, símbolo y destino, sema genérico que cohesiona la textura narrativa. Todo se empapa de fracaso, frustración, desengaño. Como si un hongo de fatalidad dominara el cielo del relato. No hay fe en lo humano. No desde las coordenadas de la “normalidad”. Más allá de lo establecido, en el lugar cedido a los espectros, a las sombras, a los incomunicados, a las mujeres que deciden quemar su belleza, está la posibilidad de un cambio. O de un renacimiento. El ojo dominante no es adulto: la niña, la adolescente, la joven. Habitar en lo cóncavo de los espejos. La revolución de lo deforme: “En su casa el muerto espera soñando”. Es difícil lograr mantener en una antología de cuentos la cota alta en cada una de las piezas, sin embargo la autora logra la excelencia, y, a pesar de que cada historia posee entidad propia, es conclusiva, un aire de familia las ampara a todas. El estilo es preciso, sereno, en contrapunto con la desazón que emana de las atmósferas, las situaciones y los personajes. La trama es lo de menos. Qué ocurre no adquiere nunca el peso de un asesino en serie que parece contagiar el alma de un padre primerizo, unas adolescentes celebrando la amistad, un joven que se apaga detrás de la red social, unas mujeres dominadas por la cofradía del fuego… Cuando el narrador se introduce en uno de los personajes la proximidad no es mayor pero el susurro se vuelve respiración y el miedo se desliza, intoxica, los acontecimientos parecen tener la capacidad de engullir al lector en la escena alzada sobre el texto. Lejos del barroquismo el terror se ensancha como cera caliente. Personajes que hablan “vivos”, en la existencia, sin la descripción: sus pensamientos y acciones los retratan. El dominio del ritmo, que retrata a una gran lectora avezada en la técnica para identificarlo, y el oído para el diálogo son de una calidad difícil de hallar en muchos de los actuales narradores encumbrados por la crítica literaria. Deberían hacerse con este libro, no perder de vista la destreza de Mariana Enriquez. En todo caso, quien ame la narración de corto tramo y de carretera secundaria, no puede perderse dos gemas: “Pablito clavó un clavito: una evocación de Petiso Orejudo” y el relato que da título al libro, “Las cosas que perdimos en el fuego”.
Qué vergüenza
Hay libros seminales. Inicios que perseguirán a un autor hasta el final de sus días. Lugares que se convertirán en seguidores implacables. Asistimos con Paulina Flores a la cita celebrativa de su puesta de largo: porque es un primer libro que desmiente una iniciación. Un primer libro sin los errores, las costuras abiertas, la impostura neófita que en numerosas ocasiones presenta una primera obra. La chilena ha venido para quedarse. Ocho relatos y una nouvelle, en un estilo ligero, sin peso, que huye del periodo largo y la nota excelsa en cada periodo sintáctico. Fluye como agua de montaña. La llaneza expresiva está al servicio de personajes rotundos, cambiantes, complejos. Aislados en los nidos. La familia, las lealtades, las certezas detonan entre lo diario para desvanecerse. La oscuridad se aloja en los círculos nacidos con vocación de amparo. La inversión de roles: hijos que cuidan a sus padres, seducidas que seducen, padres que incumplen con la tutela, niñas que esperan a la amante de su padre para irse con ella, “Daphne huyendo de las manos de Osvaldo” y los violadores acechantes. En la variación de la tercera y la primera persona narrativas hay ensayos, demostración de que el relato se sostiene y mantiene su destreza constructiva independientemente de la mirada empleada: las situaciones y los personajes soportan las estructuras. Las victorias mayores no son más complejas que las cotidianas; los grandes desastres, tampoco. Envueltas en la naturaleza y la llaneza del estilo, en conceptual oxímoron, la complejidad de la espesura de conductas y piscologías se teje en los encuentros, las convivencias, la cotidianidad aparentemente costumbrista y normalizada. Aguas de superficie cristalina que albergan bancos de pirañas. La denuncia de la aspereza mezquina de los agrupamientos humanos:Paulina Flores maneja las palabras como dardos. Con todo, en el exilio del barroquismo, conquista a menudo el lirismo, desde la intimidad del pensamiento, el ritmo en la prosa y la destreza en la organización sintáctica: “Ella cree haber aprendido algo sobre esa escena con los últimos baños. Cuando saca el tapón, y los bloques de agua descienden como los pisos de un edificio detonado. El agua comienza a irse de ti, a abandonarte, porque eso es lo que siente, que el líquido se va desde dentro, llevándoselo todo, vaciándola. Y ella quiere desaparecer con el agua, pero se queda ahí, como la piedra de un río seco.” Hay abusos, hay abandonos, hay hijos que eligen el peor destino junto a los suyos que el mejor junto a los allegados, hay antiguas amigas que se ven en el presente para refrescar un vínculo emocional que solo existió en sus mentes, hay enfermedad, pobreza, laikas y tías Nanas… todo desde una observación escrupulosa y detallista que sabe convertir en palabras. Siempre un paso por delante en la intención comunicativa para con el lector: “Los libros que me hacían leer en el colegio no me desafiaban, pero los que me llevó Javiera sí. Leer era como armar un rompecabezas”.
Y te lleva. Y te arrastra. Y te daña. Las cocinas están llenas de productos habituales, las casas laten, los colegios se dibujan en los objetos y los horarios que solo existen en un paisaje de aula, la televisión y sus programas, las lecturas entran y salen igual que en los dominios de un letraherido… Hace real la recreación. Los objetos son índices de la historia que pasa, alicatando de verdad lo que sucede en cada uno de los relatos. La suma de esos objetos, en su pertinencia, genera sensaciones por acumulación e impregna las atmósferas de oscuros presagios, de ahogo, de suciedad emocional. Madurez narrativa con todo el entusiasmo creativo de la juventud. Mezcla que merece un espacio en la biblioteca del cuento. De las narradoras. De las mujeres que escriben cuentos.
Paulina Flores ha plantado una estaca en los lindes de la literatura de autor. Del autor de obra. Y solo es la primera.
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