Manual de jardinería (para gente sin jardín) ha respondido con nota a las altas expectativas que levanta siempre un título sugerente, ambiguo, de esos que te puedes encontrar ubicado por error en una sección de jardinería, por ejemplo.
Además de guionista de televisión, Daniel Monedero (Valladolid, 1977) era conocido hasta el momento como escritor de libros Manual para niños y adolescentes que han sido publicados en España, México, Argentina y traducidos en Italia y en Francia. El pasado curso ha publicado Manual de jardinería (para gente sin jardín) en la editorial Relee, su primer libro de relatos. Vive en Madrid, entre guiones, libros y los juguetes de su hijo. Ha trabajado en series de televisión como Siete Vidas y también imparte talleres de narrativa y guión. Con este primer libro de relatos, ocupa ya un lugar destacado en la actual narrativa breve española.
El Cuaderno reproduce a continuación «Honolulú», uno de los relatos incluidos en Manual de jardinería.
Honolulú

Daniel Monedero
Editorial Relee
Madrid, 2016
Edición en papel
166 páginas
Formato digital Mobi y ePub
¿Cómo habré hecho yo algo así? Yo, que nunca he sido raro, que en mi vida he llevado una camisa hawaiana ni he bailado frente a un espejo una canción que hablase de la revolución. Confieso que una vez conduciendo por una carretera secundaria pensé: «La vida es una sucesión de lavadoras de ropa sucia», pero después desterré ese pensamiento de mi mente para que no regresara más. Alguna vez volvió sin avisar, pero aislé esa reflexión impropia de mí, convenciéndome de que en realidad era algo que había oído por ahí, a un filósofo ebrio o a un camarero con un máster. Pero yo no he sido raro, me he esforzado por no serlo. Nunca he llegado a ningún lugar sin avisar y nunca me he comprado una trompeta por capricho. Entonces, ¿por qué haría algo como lo que hice? Habrá que reconstruir los hechos. Aunque uno nunca sabe si los hechos son como se cuentan o se van transformando como cualquier ser vivo, y del mismo modo un día perecen para siempre, y después la nada o qué. Por otro lado, ¿qué hice? Algo que me dejó el pelo pringoso y las uñas astilladas, sí, pero qué más puedo decir. Es como si tuviera unas décimas de fiebre en la punta de los dedos. Habrá que empezar por algún lugar, claro, y ese lugar solo puede ser la oficina, principio y fin de todas las cosas. Y hablar del señor Aguafuerte. Porque, desde que puedo recordar, trabajo en la oficina del señor Aguafuerte, que es de esa gente que parece que siempre está tomando café con leche o viene de tomarlo o va a ir a pedirlo. Y además de poseer un bigote que parece perfilado con un pincel de un único pelo, tenía una ceja más alta que otra, ahora no recuerdo si era la derecha o la izquierda, quizá dependía del humor que trajera cada día, puede ser, claro, que un día de cielo inflamado y festivo le elevara la ceja izquierda, y un día de atmósfera alicaída le bajase la misma ceja. Daba la impresión de vestir todos los días el mismo traje, pero, si compartías con él, como era mi caso, horas y horas de oficina, caías en la cuenta de que se trataba de diferentes atuendos con diferencias imperceptibles para una pupila sin entrenar en tales minucias, detalles como el grado de inclinación de un bolsillo o el diámetro de un botón color hueso. Por otro lado, yo albergaba la sensación de que olía todas las mañanas a ralladura de naranja, excepto los viernes, que olía a algo que yo nunca sabía identificar con precisión. Aunque ahora pienso que el señor Aguafuerte los viernes olía a nada. ¿Acaso es posible no oler a nada? También es posible que la nada huela a algo. Esas son cosas que digo ahora, pero antes tampoco sabía muy bien qué decir. Ahora me duele un lado de la cabeza y algunas frases llegadas de no sé dónde se me enroscan alrededor del cuello. «Los domingos nunca he sabido muy bien quién soy» es una de ellas. Pero quizá lo más reseñable del señor Aguafuerte es que siempre le chirriaban los zapatos al caminar. Cada vez que se acercaba lo sabías por esa irritante música que precedía su presencia. La fanfarria de su calzado mareante. Ese ñiñiñí histérico, pensado ahora mismo, era algo que tenía su importancia. ¿A dónde se puede ir en esta vida con unos zapatos que chirrían? A pocos lugares, creo yo. Se podía ir a nuestra oficina. Allí sí, claro. Pero es que allí también se podía ir con unas gafas maniatadas con esparadrapo, con un chaleco de ajedrecista moscovita y con una gabardina que parece que ha perdido una guerra. Así, al menos, iba yo. Ñiñiñí. Qué lata tan infinita. Ahora voy y sangro por la nariz. Vaya gracia. El señor Aguafuerte no tenía palabras demasiado desagradables para sus empleados, pero era el ñiñiñí de sus zapatos el que nos hostigaba para que cumpliésemos con precisión japonesa nuestros horarios. Nadie podía decir que se trataba de un jefe despótico con sus empleados, pero no podíamos decir lo mismo de sus zapatos que crujían. Allí no teníamos réplica posible. ¿Quién tiene el valor de discutir con unos zapatos? Él se mostraba correcto con nosotros, tampoco demasiado cercano, sencillamente correcto, pero eran sus zapatos los que nos recriminaban que no trabajábamos con el ahínco necesario, que un día llegábamos cincuenta y dos segundos tarde o que una mañana de mayo teníamos la mirada ausente y pensábamos en Honolulú, porque el señor Aguafuerte estaba obsesionado con Honolulú. Decía: «Dejen de pensar en Honolulú y pónganse a trabajar». O: «¡Ya están pensando en Honolulú!», «¡Aquí se viene a trabajar, no a pensar en Honolulú!». Yo pensaba que a lo mejor uno de Honolulú le había robado una novia de pechos importantes. Ignoraba si allí vivían hombres musculados o gente con cuerpos ruinosos. O lo mismo en Honolulú le habían hurtado un zapato crujiente. Nunca se sabe. A veces se nos atragantan las cosas más insignificantes y nos arruinan el ánimo. Como la fuente esa. La oficina tenía una fuente de donde bebíamos cada media hora. Pasábamos toda la tarde dando sorbitos y más sorbitos en pequeños vasos de plástico, como si la vida fuera eso, una acumulación de sorbitos. Ahora que mi cabeza parece que toma pensamientos prestados, pienso que pasarse la tarde dando sorbitos es algo de una tristeza intraducible. Me tiembla la sien derecha, como si alguien me golpease con un bastón de modo insistente, y no sé si llevo las gafas puestas sobre la punta de la nariz o se quebraron en todo aquel lío. El caso es que veo borroso y no sabía que se podía sudar por las uñas. Y la americana qué. En el perchero de la entrada siempre había colgada una americana de pata de gallo que nadie reclamaba nunca. Existía un círculo de silencio al lado de ella, una omertá no pactada. Nadie decía: «Es mía», o al menos preguntaba: «¿Es tuya?» o «¿De quién será?», como si perteneciera a un fantasma y todos estuviéramos de acuerdo en que aquel era su lugar natural. El caso es que la americana siempre estaba ahí, al entrar por las mañanas y al salir por las tardes, como ahorcada y hastiada del mundo o descansando de una existencia de cruceros por el Adriático, cócteles en el Hotel Plaza y amantes finlandesas. Era tanta la familiaridad con aquella prenda, que yo cada mañana, al entrar por la puerta, lo primero que hacía era desearle los buenos días como si se tratara de un empleado más. Ella nunca me contestó, claro. Pero a mí me bastaba con saber de su existencia cercana y a la vez incomprensible. Era reconfortante del mismo modo que lo es saber que un amigo siempre se encuentra en la misma coordenada geográfica y con la misma mueca disecada en el espacio. De algún modo irracional esperaba que un día llegase un desconocido a recogerla. No sé quién. Alguien que regresara de una vida de aventuras inenarrables y que al entrar por la puerta de la oficina solo exclamase: «¡Mi americana de pata de gallo!», y sin más explicación se la pusiera sobre los hombros y saliera como un héroe interrogante y trágico. Quizá entonces nosotros lo seguiríamos, igual que a un mesías que nos llevase en pos de algo más grande que nosotros mismos o un flautista de Hamelín que nos sacase de aquella existencia de cubículo, silla giratoria y quiero el archivo a primera hora en mi despacho. ¿A quién estaba esperando? ¿Quién estaba echándola en falta? Había días en que la americana de pata de gallo parecía que se cruzaba de brazos. Otros, que me hacía un corte de mangas. Y otros, que no estaba para nadie. Tampoco sé si lo que he hecho es bueno o malo. La oficina estaba en un octavo piso sin ascensor, lo que consiguió que tanto el señor Aguafuerte como yo tuviéramos unas piernas tan en forma como un patinador ruso y fuéramos capaces de subir montañas si eso era necesario, que no. Para qué querría subir yo una montaña o coronar una cumbre si nunca he tenido tiempo con todo lo que había siempre que hacer en la oficina, todos esos Himalayas de papel timbrado y esos ficheros sin principio ni fin. Cada mañana, cuando subía a la oficina, contaba los escalones, que un día eran ciento veinte y otro día, ciento dieciocho. ¿Dónde se iban esos dos escalones de diferencia? ¿Se iban a otra dimensión? No es algo muy verosímil, pero es algo que sucedía así, de tanto en tanto. Uno cree que sabe por dónde posa sus pasos y después cae en la cuenta de que no tiene la menor idea de por dónde camina. En ocasiones interrumpía mi labor diaria, cambiaba el peso de un lado al otro del cuerpo, crujía los huesos de una mano, recordaba un olor gracioso y levantaba las persianas venecianas para ver aquel trozo de calle, que consistía en la confluencia de una gran avenida trufada de teatros y franquicias de comida rápida, con un pequeño callejón en el que solo distinguía la puerta trasera de un restaurante chino. Observaba a los empleados orientales que salían para sacar la basura, fumar cigarrillos y llamar por teléfono a gente que no sé quién sería, pero había uno alto que siempre gritaba obscenidades (qué sabré yo de chino) y había una muchacha escuálida que siempre cantaba a alguien al otro lado del teléfono unas canciones entre infantiles y perversas, que hablaban de animales en un bosque y de posturas sexuales que provocaban luxaciones (pero, claro, qué podía escuchar yo desde aquella distancia). Me duelen hasta las bisagras del pensamiento. ¿He dicho yo eso? En la esquina entre esas dos calles se situaba una floristería, y eso es lo que a mí me importaba sobre todo lo demás, dispuesta con tanto mimo que uno se la imaginaba como decorado de una película francesa con clientas de pelo cortado a lo garçon y el alma hecha trizas de problemas existenciales y películas en blanco y negro. Tenía un puesto de flores en el exterior, ideal para ser retratado en un concurso de acuarelistas. Yo, algunos días, tenía la ilusión de que el viento elevaba hasta la oficina el olor de las flores más aromáticas, aunque eso, dada la distancia, era científicamente imposible, sobre todo teniendo en cuenta que la única ventana de la oficina estaba siempre atascada y se abría con mucho esfuerzo y dificultad chirriante. Había días en que el mundo entero hacía ñiñiñí. También observaba a la dependienta de la tienda, que salía al exterior para recoger unas prímulas o adecentar unos gladiolos, con un pañuelo anudado en la cabeza, que le daba un aire de artista checa, pensaba yo, y no sé por qué, pues nunca he conocido a ninguna artista checa. Siempre llevaba blusas, eso sí, y siempre de un color distinto, como si a cada día de la semana le tuviera asignado un tono determinado. Recuerdo el miércoles azul naufragio y el viernes marrón Stradivarius. Yo miraba toda esa belleza ahí, amontonada en una esquina, que me dejaba sin respiración y con ganas de brindar, y luego mi atención se centraba en un balance que era necesario ajustar. La existencia es un lugar de extremos, me decía. Como un balancín que te lleva arriba y después abajo, y nunca se detiene en el punto adecuado para llevar una existencia razonable que no provoque ganas de saltar desde una azotea. No sabía el nombre de esa mujer, pero imaginé que se llamaba Lena porque al verla fue el nombre que me vino a la cabeza. Lena, como si la E de Elena hubiese proclamado su independencia. Lena. La felicidad cabe en un nombre inventado, creo. Pero es que pienso cosas que no me pertenecen. Y claro. No hay duda de que podría haberla visto de cerca si hubiera bajado a la calle, pero no podía ausentarme de mi puesto de trabajo, era tanta mi responsabilidad, un minuto de descanso menos es una catástrofe, cinco, una hecatombe. Aunque no sé si es peor una hecatombe o una catástrofe. Nunca he tenido la desgracia de comprobarlo, mi existencia ha transcurrido sin estridencias hasta esa misma tarde en la que hice aquello. Ñiñiñí. Así, día tras día, de verla a medias y a ratos, se estableció una relación entre los dos de la que yo era el único que tenía noticia, aunque a veces tenía la ilusión de que, si ella colocaba de un modo determinado unas orquídeas, por ejemplo, era para desearme los buenos días o, si decidía trenzar un ramo de margaritas amarillas, era para comunicarme que había pasado una noche difícil y necesitaba un respiro o para señalarme que ella también estaba allí y podía verme. Aunque solo fuera por la rendija de la ventana atascada. Arregle esa ventana, señor Aguafuerte, por lo que más quiera. Además de eso, que yo recuerde, desde mi ventana vi (hasta lo más insospechado puede ser una pista para saber por qué he llegado a lo que he llegado) una pelea entre un taxidermista que golpeaba con un pájaro disecado en la cabeza a un niño, una mujer que abrazaba un contrabajo mientras lloraba unas lágrimas diminutas y una manifestación de los cuidadores del zoo en la que no sé qué reivindicaban, pero protestaban en compañía de varios animales. Lo más sorprendente era que les acompañaba una jirafa con una pancarta colgada al cuello. El animal miraba a los antidisturbios con sus ojos acuosos y extraterrestres y ellos se quedaban como sin respuesta. Y a uno le daban ganas de ponerse a llorar sin saber por qué. La vida está hecha de cosas así, que hacen llorar o reír sin explicación alguna. Pero también existe la posibilidad de que todo fuera como el aroma de las prímulas que yo creía que ascendía desde la tienda, algo que solo existía en mi mente, fantasmas creados por esta vista fatigada a causa de horas y horas de porcentajes y me llevo una. Se da tantas vueltas a la cabeza para nada. A veces creo que nací con gafas. Yo no sé si uno puede amar a otro a esa distancia, sin cruzar una palabra, y, a través de una rendija, enamorarse de una mujer que aparece y desaparece y pasa más tiempo fuera de campo que dentro. Amar a una mujer que solo se intuye. No es fácil detectar esos asuntos, claro. La gente pregunta: «¿Te has enamorado?». Pero ¿acaso es posible tener una respuesta inamovible, como un bloque de hormigón? No se trata de ajustar un porcentaje o de aplicar un descuento, sino de encajar una emoción en el molde de una palabra. ¿Y si lo que crees que es amor es solo la necesidad de que te suba un poco la temperatura? Es posible confundir a un ser humano con una manta eléctrica y al amor de tu vida con una bolsa de agua caliente. Lena debía de oler a semillas y a bicicleta holandesa, pensaba yo con un ojo en ella y otro en una estadística. El papel pintado de las paredes tenía cientos de racimos de uva dibujados una y otra vez, repetidos hasta la extenuación. Esos racimos, no sé la razón, daban cierta lástima y provocaban un ligero abatimiento amarillo. Algunos días, incluso, me ponían un poco de mal humor y evitaba mirarlos, aunque era imposible que mi vista no se topase con ellos. Pero así es la vida, un amontonamiento de cosas que uno ve y no le gustan y cosas que uno ve y le gustan. El papel, además, estaba desgastado y amarillento, aunque es probable que algún día, hace tiempo, antes de entrar yo en la oficina, hubiese sido blanco nuclear y adquiriese ese tono por el paso de los años y el humo de los cigarrillos que fumaba el señor Aguafuerte; esos pitillos delgados y mentolados, que parecían más propios de una pintora paraguaya que del director de una oficina. Antes de entrar en la oficina, digo, pero ¿ha existido ese momento? Yo apenas lo recuerdo. Tengo la impresión de que fui concebido para ocupar esta silla giratoria y nada más, giratoria para qué, si yo no me quiero girar para nada. Ahora me vienen a la cabeza estas cosas que nunca me han venido. A mí, que nunca he llevado ropa interior de colores. Y después el cuadro ese, que le dejaba a uno sin respiración. Lo mismo él tiene la culpa de todo. El único cuadro que colgaba de las paredes era una foto descolorida con una visión aérea de la muralla china. Nunca supe quién había decidido colgarlo. A mí me extrañaba porque no tenía ninguna relación con nuestra labor profesional ni con el señor Aguafuerte. Eso sí, yo cuando lo miraba me imaginaba a nuestro director cruzando la muralla china con sus zapatos chirriantes. Kilómetros y kilómetros interminables de ñiñiñí, días y noches de ñiñiñí, sacando de sus casillas a millones de chinos que duermen en sus casas plácidamente, que se preguntan de dónde viene ese ñiñiñí, si es la voz de Dios colándose por las rendijas de sus pesadillas o qué. De dónde me vendrán esas ideas tan curiosas, a mí, que llevo calcetines a rombos. Tengo una mancha oscura en la punta del zapato, pero me parece que antes se encontraba en el zapato izquierdo y ahora en el zapato del pie derecho. ¿Y si dentro de diez minutos tengo la mancha en el corazón? En la oficina también aparecía la madre del señor Aguafuerte, que vivía en el piso de arriba. Era una señora de edad incalculable, con un cuerpo enmarañado y fibroso, una piel que parecía que se había doblado y desdoblado millones de veces, y un rostro con una mueca única e inamovible de enorme decepción, que parecía transmitir la idea de que la vida, en general, había frustrado sus expectativas. Todos los días bajaba con un bocadillo envuelto en papel de periódico del día anterior para que su hijo almorzase, y la página siempre era la que anunciaba las defunciones del día anterior. De ese modo el señor Aguafuerte estaba obligado a digerir la muerte antes de digerir su bocadillo, pensaba yo cuando lo veía desenvolviendo el papel de esquelas, y daba el primer mordisco, que sin falta perlaba de aceite su corbata, que un día era negra y otro blanca, y así un día tras otro, formando a lo largo de los meses un teclado kilométrico, aceitoso y mareante. Embutido envuelto en esquelas. A veces pienso esas cosas y me pongo triste yo solo. Por otro lado, la madre del señor Aguafuerte olía a ceniza. ¿Hay alguien que pueda soportar algo así demasiado tiempo? Lo de mi padre puede que también influyese de algún modo en esa nube que me nubló la cabeza. Unos meses antes de su fallecimiento, mi padre comenzó a hablar de modo incomprensible y en zigzag, dando unos volantazos prodigiosos a sus discursos. Me hablaba de unos húngaros que había conocido en su juventud y que vivían en un apartamento con un oso y un saxofón, y de un amigo que había perdido un sombrero a los veinte años y lo volvió a encontrar a los setenta y cinco, exactamente el mismo día que murió. La doctora que le examinó dijo: «O su padre es poeta o es víctima de una enfermedad mental». Yo le respondí con absoluta seriedad y le aseguré que mi padre ni era poeta, ni había escrito un verso en su vida. Cómo iba a escribir versos, él, que vendía ollas a presión. Digo esto porque pienso que una olla a presión es lo contrario de un poema, pero a lo mejor me equivoco y resulta que no son tan diferentes. Los poemas y las ollas a presión. Además, todo eso tampoco tiene demasiada importancia, porque al final mi padre no murió a causa de su demencia, sino porque lo atropelló un autocar pintado de amarillo. Aunque lo más extravagante del asunto es que en el autocar viajaba una veintena de animadoras. En su funeral todo el mundo cuchicheaba a propósito de eso. Algún familiar malintencionado incluso se atrevió a decir que fue él mismo quien se había tirado bajo las ruedas del autocar amarillo, buscando así una muerte más lírica que aquella que le esperaba en la cama de un hospital saturado de pacientes. La fantasía de la gente es algo extraordinario y no tiene límites. De lo que no cabe duda es de que la muerte de mi padre fue lo más reseñable de su vida, y eso es algo que da que pensar, que uno será recordado por lo que uno mismo no es capaz de recordar. Vivió vendiendo ollas a presión y murió aplastado bajo veinte mujeres. Las animadoras también acudieron al funeral. En un momento inolvidable para todos los asistentes, y sin duda para mí, se pusieron en fila para darme el pésame. Llevaban vestidos negros, zapatos de tacón y pechos firmes que me apuntaban directamente a los ojos. Se movían siempre en formación, como pájaros que migran o esos cuerpos de baile de las viejas películas musicales de los años treinta. Me acuerdo de que una se llamaba Ingrid y que otra era de Menorca. Me hubiese gustado acostarme al menos con cinco. Todas eran altas y se sentían muy culpables por lo sucedido. Las lágrimas caían hasta perderse en sus escotes. No es tan mal destino ser lágrima, pensé en un arrebato poético impropio de mí, que no he vendido ollas a presión, pero que soy responsable de cuentas (¿existirá en algún universo paralelo un puesto llamado irresponsable de cuentas?). Después volví a pensar en mi padre, dentro de su ataúd, partido en dos por un autocar amarillo, y me daba un poco la risa, pero era una risa triste, llena de arena y cartílagos. Antes de terminar la ceremonia, las animadoras dijeron que habían preparado un pequeño homenaje a mi progenitor y realizaron una coreografía llena de acrobacias y sentimientos. Los asistentes aplaudieron realmente entusiasmados. El señor Aguafuerte envió una corona de flores en nombre de la oficina y me dio un abrazo y el pésame y dijo: «Oh. Oh. Oh». Y me imaginé que al día siguiente comería su bocadillo envuelto en la esquela de mi padre y eso me produjo una repugnancia tan incontrolable que vomité sobre la tumba de un hombre que se llamaba Delio. «Lo siento —dije—, lo siento, Delio, por el vómito y por el nombre que te pusieron». Por cierto, que de mi garganta también salió algo extrañísimo, una especie de minúsculo cono de color gris que no recordaba haber ingerido. Lo mismo era la pena por la muerte de mi padre. Eso lo pienso ahora, pero todo es muy confuso y azul. Puede que fuese el ver a mi padre, ahí, partido, que había vendido ollas a presión, y que lo más hermoso que había tenido su vida había sido su muerte, lo que me hizo decidirme. No sé muy bien cómo inicié la conversación, ahí todavía estaba bastante lúcido y eso lo puedo recordar. Sé que ella estaba haciendo un ramillete. Yo llegué corriendo. Ella me preguntó si podía ayudarme en algo. Y yo contesté que podía ayudarme en casi todo. Ella no comprendió a lo que me refería. Y yo dije algo de un lirio, creo, y después agité mucho una mano como para darme importancia, ella se rio con algo que dije, la conversación fluía, y de pronto me lancé al vacío, le pregunté si quería que quedásemos algún día. Me estoy refiriendo a Lena, claro. Sin E. Después me animé más: «Podríamos tomar algo, ir quedando en su día libre y, si no le parezco demasiado mal, podríamos incluso irnos lejos de aquí. Donde no haya sillas giratorias, ni ventanas atascadas, ni bocadillos envueltos en esquelas, ni padres partidos en dos, ni, sobre todo, señor Aguafuerte. Vayámonos a Honolulú». Ella me miraba con los ojos abiertos y con las manos apretadas. «Perdone, pero no sé quién es usted —me dijo—. Por otro lado, yo nunca he estado en Honolulú. Ni siquiera sé dónde está Honolulú». «Soy el hombre de la ventana atascada, el que mira cómo adecenta las prímulas. Quizá he sido un poco brusco, no tengo costumbre, sabe. Pero podría aprender. En realidad, yo…» Así inicié mi explicación cuando sentí el impacto en la cabeza y vi sus ojos abrirse, horrorizados y ese «Ay. Ay. Ay». Parecía que se le hubiese quebrado algo por dentro. Un huesecillo del alma. No sé. El animal se quedó suspendido en mi cabeza en un tragicómico equilibrio. El gorrión muerto. Estaba intentando decir a aquella mujer que podría escapar conmigo y me cayó un pájaro muerto en la cabeza. Supongo que las posibilidades de que caiga un pájaro muerto del cielo es una entre billones. Pero pasó y no hay manera de retroceder en el tiempo, porque el tiempo es una flecha, no un bumerán. Nos quedamos los dos mudos hasta que ella con la mano señaló tímidamente el pájaro y dijo: «Un gorrión muerto». ¿Desde cuándo caen pájaros muertos del cielo? De pronto se disculpaba, como si ella hubiera matado al pájaro o como si ella hubiera provocado su caída. No sé qué pensaba, pero susurró: «Lo siento». No sé si sentía pena por mí o por tener que ver algo como eso. Ella se disculpaba todo el tiempo. No es normal que lluevan pájaros muertos. Y menos justo ahora. Usted ha venido aquí a hablar conmigo y no se merece eso. Pero yo ya no escuchaba nada de lo que decía. El pájaro fue como una bofetada en el alma, un disparo en el centro del corazón. No sé. Nadie se merece algo así. Y de pronto pensé que el pájaro me lo había lanzado el señor Aguafuerte desde la ventana. Y que llevaba toda la vida lanzándome pájaros muertos a la cabeza, pero ahora lo había visto y otras veces no.
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