Creación

O. Henry

O. Henry, seudónimo de William Sidney Porter, es uno de los pioneros a finales del siglo XIX de la gran eclosión de la narrativa breve norteamericana contemporánea.

O. Henry, seudónimo de William Sidney Porter (1862 – 1910), es uno de los pioneros de la gran eclosión de la narrativa breve norteamericana del siglo XX. Admirado por las inesperadas formas sorpresivas de cerrar sus narraciones, popularizó en lengua inglesa la expresión «un final a lo O. Henry» (an O. Henry ending). Su obra ha sido muy poco difundida en España y Las hipótesis del fracaso y otros cuentos (KRK, 2017), en cuidada edición traducida y anotada por Gema Vives ,es una buena oportunidad para descubrirlo.


Henry o el encanto de lo menor

/ por Gema Vives /

1

Uno de los cuentistas más conocidos, prolíficos y queridos de la literatura mundial, O. Henry —pseudónimo de William Sidney Porter— nació en 1862 en Greensboro (Carolina del Norte), entonces un pueblo de dos mil quinientos habitantes, y murió cuarenta y ocho años más tarde en la ciudad de Nueva York. Su padre era un médico que había aprendido el oficio en una farmacia y más tarde con la práctica clínica, la cual incluyó su labor en un hospital militar durante la guerra civil. El carecer de título universitario no le impidió ser considerado el mejor médico del condado de Guilford. Tras la muerte de su mujer (acaecida cuando William tenía tres años) fue perdiendo gradualmente la clientela y dedicándose a la invención de artilugios mecánicos y a la bebida, por lo que el niño creció en la casa de su abuela paterna y de una tía soltera. Esta era maestra y el principal sostén de la familia: regentaba en casa una pequeña escuela privada donde estudió el chico. Al estímulo proporcionado por su tía se debió en buena parte su temprana afición a la lectura. Pero a los quince años terminó la educación escolar de Will, pues lo pusieron a trabajar en la farmacia de su tío. Allí estuvo cuatro años, hasta que un médico amigo de la familia, percatándose de que aquel trabajo perjudicaba a un muchacho que empezaba a mostrar síntomas de tuberculosis, facilitó su traslado a un rancho de Tejas.

En el rancho en el que estuvo dos años, Will Porter recobró la salud, aprendió algo de español, y convivió con los cowboys que más tarde protagonizarían algunos de sus cuentos. En Austin ejerció varios oficios con poca convicción, siguió ejercitando la aptitud que desde siempre había mostrado para el dibujo, se casó, y empezó a publicar breves narraciones satíricas en revistas del Sur.

En 1891 encontró un empleo que iba a resultar fatídico. Un soñador que se pasaba la vida dibujando no era la persona más indicada para ser cajero en un Banco que era operado aún con la relajada negligencia del Viejo Oeste. En 1894 un inspector federal encontró varias irregularidades en los libros de contabilidad de Porter, y este fue acusado de desfalco. Dos años más tarde  huyó a Honduras, pero al cabo de unos meses regresó a Austin a causa de la grave tuberculosis que aquejaba a su mujer. Tras la muerte de ella en 1897, se celebró el juicio. La cantidad de cuya desaparición se le consideró responsable ascendía a 854 dólares. La negativa de William Porter a defenderse y el haber huido a Honduras pesaron más en el ánimo del jurado que los testimonios de amigos y conocidos sobre su honradez. Fue declarado culpable y condenado a cinco años de prisión, de los que cumplió algo más de tres, por buen comportamiento.

En la cárcel de Columbia (Ohio), Porter trabajó como farmacéutico en la enfermería, escribió cuentos para contribuir a la manutención de su hija… e hizo acopio de las historias que explicaban los presidiarios. (A uno de estos, Al Jennings, lo convirtió en el protagonista del cuento sobre un ladrón de cajas de caudales titulado «A Retrieved Reformation», que años más tarde Paul Armstrong adaptó para el teatro con el título Alias Jimmy Valentine. Esta obra tuvo tanto éxito que dio lugar a una moda de obras teatrales y películas de gángsters, como las protagonizadas en los años treinta por Edward G. Robinson o James Cagney.) Sus relatos de aventura situados en las llanuras tejanas y en Centroamérica gustaron de inmediato a los lectores de revistas y, poco después de salir de la cárcel, el que ya era O. Henry se trasladó a la ciudad donde iba a serle más fácil conseguir dos objetivos: ocultar su pasado carcelario y ganarse la vida como escritor. La contradicción entre el ejercicio de una profesión en la que se aspira al reconocimiento y la necesidad psicológica de ocultar un largo episodio de su vida pasada no iba a resolverla nunca.

2

En el año 1900, Nueva York era una ciudad de tres millones y medio de habitantes. Se había convertido en la capital nacional de las finanzas, el comercio y las comunicaciones, así como de la cultura, tanto elevada como popular. Tenía una población muy diversa en cuanto a raza, religión y clase social. Y crecía muy deprisa: en 1910 los neoyorquinos eran ya casi cinco millones. Entre 1895 y 1914 la inmigración europea llegó a su cenit; estaba constituida sobre todo por italianos, polacos, y judíos de los países del este de Europa. El barrio de Harlem acogió a muchos americanos negros procedentes de los estados sureños. Algunos rascacielos habían empezado a construirse a finales del siglo XIX, y en 1902 eran ya una sesentena. Pero en los barrios más elegantes predominaban los edificios de piedra caliza marrón, de cuatro pisos de altura y, en los demás, las casas de vecinos de entre cinco y siete pisos, decrépitas e insalubres, donde se hacinaban las dos terceras partes de la población. Aquí estaban los talleres donde adultos, jóvenes y niños trabajaban cosiendo a máquina doce horas diarias por ocho dólares a la semana. Algunos de aquellos jóvenes escapaban a un trabajo al aire libre: había 25.000 prostitutas en las calles de Nueva York, y los barrios bajos vivían bajo la férula de bandas de navajeros, algunas de hasta mil individuos. Los coches de caballos coexistían con los tranvías eléctricos y a partir de 1908, cuando se comercializó el Ford modelo T, también con los automóviles que acabarían por destronarlos. Pero las fotografías de principios de siglo muestran unas calles usadas conjuntamente por tranvías, caballos, carretas, bicicletas, automóviles, peatones…, y como mentideros y patios de juego. En 1904 se inauguró la primera línea de metro de la ciudad. Se publicaban entre quince y veinte periódicos diarios, además de muchos semanarios dedicados a los temas más diversos. Dos periódicos (el Journal y el World) habían alcanzado en 1898 sendas tiradas diarias de un millón de ejemplares.

A esta ciudad llegó O. Henry en 1902. Los comienzos fueron difíciles, pero la bulliciosa metrópolis le cautivó. Se identificó con sus habitantes y los convirtió en protagonistas de sus cuentos: dependientas y estenógrafas que viven en modestas casas de huéspedes, vagabundos, policías, delincuentes de poca monta, artistas y bohemios de Greenwich Village, algún millonario de la Quinta Avenida, solitarios que recorren las calles en busca de aventura…, estos son los personajes que dan vida a sus cuentos neoyorquinos. O. Henry los retrata con un humor que puede ser tierno o ácido, y sabe dar una aureola romántica a las vicisitudes cotidianas de los seres más humildes. Esta actitud compasiva, junto con los quiebros irónicos de los argumentos, los finales sorprendentes y un estilo robustamente realista, convirtieron a O. Henry en menos de ocho años en el escritor de cuentos más leído del país. Sus narraciones aparecían primero en revistas y periódicos, luego en forma de libro. Las colecciones de relatos fueron sucediéndose: Cabbages and Kings (1904), The Four Million (1906), The Trimmed Lamp (1907), Heart of the West (1907), The Voice of the City (1908), Roads of Destiny (1909), y Strictly Business (1910). Dos recopilaciones más aparecerían póstumamente.

Aunque no demasiado conocido en España, O. Henry ha sido traducido a una veintena de idiomas. Se han realizado numerosas adaptaciones de sus relatos para el cine y la televisión y nunca ha dejado de tener un público lector adicto. (Un público heterogéneo: además de millones de gentes sencillas y con pocos estudios, como él mismo, también lo leyeron con agrado Kipling, William James o Borges.) No ha tenido la misma suerte con la crítica, que desde hace cien años apenas se ha ocupado de un autor considerado menor. En fin, en estos tiempos de inflación de escritores supuestamente de primera pero a menudo ilegibles, ¡qué gusto reencontrar a un buen escritor de segunda fila como O. Henry!


Relato

La cuadratura del círculo

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Las hipótesis del fracaso y otros cuentos
O. Henry
Selección, traducción e introducción de Gema Vives
KRK Ediciones
Oviedo, 2017

A riesgo de aburrir a los jóvenes, este relato de emociones exaltadas ha de ir precedido de una disertación sobre la geometría.

La Naturaleza se mueve en círculos; el Arte, en líneas rectas. Lo natural es redondeado; lo artificial se compone de ángulos. Un hombre perdido en medio de la nieve va a la deriva, muy a su pesar, trazando círculos perfectos; los pies del hombre urbano, desnaturalizados por calles y suelos rectangulares, lo llevan más y más lejos de sí mismo.

Los ojos redondos de la infancia representan la inocencia; la línea estrecha de la mirada de la coqueta es prueba de que el arte ha invadido la escena. La boca horizontal es la marca de la resolución astuta; y ¿quién no ha leído el más espontáneo poema de la Naturaleza en unos labios que toman la forma redoneada para dar un beso franco?

La belleza es lo perfectamente natural; lo circular es su principal atributo. He ahí la luna llena, la encantadora pelota de oro, las cúpulas de unos magníficos templos, el pastel de arándanos, el anillo de boda, la pista circense, la bandeja del camarero y la ronda de bebidas.

En cambio, las líneas rectas muestran que la Naturaleza ha sufrido alguna desviación. ¡Imaginen ustedes el cinturón de Venus convertido en pechera almidonada!

Cuando empezamos a movernos en líneas rectas y a doblar esquinas nuestra naturaleza empieza a cambiar. La consecuencia es que la Naturaleza, al ser más capaz de adaptación que el Arte, intenta ajustarse a las reglas más severas de este. A menudo el resultado es un producto un tanto curioso. Por ejemplo: un crisantemo premiado, el whisky de alcohol metílico, un Estado de Missouri republicano, la coliflor au gratin, y un neoyorquino.

Donde más deprisa se pierde la Naturaleza es en una gran ciudad. La razón es geométrica, no moral. Las líneas rectas de sus calles y de su arquitectura, la «rectangularidad» de sus leyes y usos sociales, los pavimentos a cordel, las reglas duras, estrictas, deprimentes e inflexibles de sus costumbres todas –incluso de recreos y deportes– manifiestan fríamente un desdeñoso desafío a la línea curva de la Naturaleza.

Por todo lo cual puede afirmarse que la gran ciudad hace patente el problema de la cuadratura del círculo. Y puede añadirse que esta introducción matemática precede al relato de lo que ocurrió a una enemistad entre familias de Kentucky, la cual fue importada a la ciudad que tiene el hábito de hacer que lo importado se ajuste a sus ángulos.

La disputa empezó en las montañas Cumberland entre dos familias: los Folwell y los Harkness. La primera víctima de esta vendetta de fabricación casera fue un perrito zarigüeyo que pertenecía a Bill Harkness. La familia Harkness ajustó las cuentas dejando fuera de combate al jefe del clan de los Folwell. Estos eran prontos en la réplica. Lubricaron los rifles con los que salían a cazar ardillas e hicieron factible que Bill Harkness se reuniese con su perro en el país donde los zarigüeyos bajan del árbol donde se han refugiado sin que los compela a ello ni un solo hachazo del leñador.

La enemistad entre las familias floreció durante cuarenta años. Algunos de los Harkness fueron abatidos en el arado, otros a través de las ventanas iluminadas de sus cabañas, cuando regresaban de oír a un predicador al aire libre, mientras dormían, batiéndose en duelo, sobrios y ebrios, solos o en familia, preparados y faltos de preparación. Los Folwell vieron cómo las ramas de su árbol genealógico iban siendo cercenadas de maneras similares, según prescribían y autorizaban las tradiciones del país.

Llegó un momento en que la poda dejó a un único miembro de cada familia en pie. Entonces Cal Harkness, probablemente estimando que proseguir más allá la controversia iba a dar un sabor demasiado personal a la disputa familiar, desapareció de pronto de las montañas Cumberland, burlando así la mano vengadora de Sam, el último de los Folwell.

Un año más tarde Sam Folwell se enteró de que su enemigo hereditario y aún no suprimido vivía en la ciudad de Nueva York.

Sam le dio la vuelta a la tina de hierro usada para lavar que había en el patio, le raspó algo de roña, mezcló esta con manteca de cerdo y se lustró las botas con la combinación resultante. Se puso su traje de confección teñido de un negro endrino, una camisa y un cuello blancos, y metió en una bolsa de viaje una lingerie espartana. Tomó su rifle ardillero de las escarpias que lo sujetaban a la pared, pero lo devolvió a su sitio con un suspiro. Por muy honrada y admisible que pudiera ser la costumbre en la región de Cumberland, tal vez Nueva York no se tragaría la estampa del que va cazando ardillas por entre los rascacielos de Broadway. Al hombre le pareció que un revólver Colt, viejo pero fiable, que resucitó del cajón de una cómoda, se pregonaba a sí mismo como el arma ideal para la aventura y la venganza metropolitanas. Sam lo metió en la bolsa, junto con un cuchillo de monte enfundado en cuero. Al emprender la marcha montado en un mulo, en dirección a la estación de ferrocarril de las tierras bajas, el último de los Folwell se dio la vuelta en la silla de montar y miró inexorable el pequeño grupo de lápidas de pino blanco que había bajo unos cedros que señalaban la tierra de sepultura de los Folwell.

Sam Folwell llegó a Nueva York de noche. Como se movía y vivía todavía en los círculos libres de la naturaleza, no vio los ángulos descomunales, inmisericordes, turbulentos y feroces de la gran ciudad que acechaban en lo oscuro, prestos a envolver la rotundidad de su corazón y su cerebro y a moldearlo a él a la misma hechura de los millones de sus otras víctimas. Un cochero lo recogió del remolino, como el propio Sam había cogido en ocasiones una nuez de un lecho de hojas de otoño agitadas por el viento, y lo depositó aceleradamente en un hotel que se correspondía con las botas y la bolsa de viaje que llevaba.

A la mañana siguiente el último de los Folwell salió a la ciudad que albergaba en su seno al último de los Harkness. El Colt estaba bajo su abrigo, sujeto por un estrecho cinturón de cuero; el cuchillo de caza le colgaba entre los omóplatos, con el mango un par de centímetros por debajo del cuello del abrigo. Él sabía estas dos cosas: que Cal Harkness conducía una furgoneta por alguna zona de aquella ciudad y que él, Sam Folwell, había ido allí a matarlo. Y al pisar la acera, los ojos se le enrojecieron de ira y el corazón se le llenó con el odio de aquella antigua enemistad.

El rumor de las avenidas centrales le atrajo hacia ellas. Había medio esperado ver a Cal bajando por la calle en mangas de camisa, con un jarro y un látigo en la mano, como lo hubiera podido ver en Frankfort o en Laurel City. Pero transcurrió una hora y Cal no aparecía. Quizá le esperaba oculto, para dispararle desde una puerta o una ventana. Durante un rato Sam estuvo lanzando miradas penetrantes a puertas y ventanas.

Hacia mediodía la ciudad se cansó de jugar con su ratón y de pronto lo estrujó con sus líneas rectas.

Sam Folwell estaba de pie allí donde se entrecruzan dos arterias grandes y rectangulares de la ciudad. Miró en cuatro direcciones, y vio al mundo arrojado de su órbita y reducido por el nivel y la cinta métrica a un plano afilado y esquinado. Todo lo viviente se movía a lo largo de carriles, por estrías, según un sistema, dentro de unos límites, maquinalmente. La raíz de la vida era la raíz cúbica; la medida de la existencia era una medición al cuadrado. Las gentes circulaban formando hileras. El horrible estruendo le producía un estado de estupor.

Sam se apoyó en la puntiaguda esquina de un edificio de piedra. Aquellos rostros pasaban por su lado a miles y ninguno de ellos estaba vuelto hacia él. Un miedo súbito y absurdo –el  miedo a haber muerto, a ser un espíritu y resultar invisible a los demás– se apoderó de él. Y entonces la ciudad le descargó el golpe de soledad.

Un hombre gordo se separó de la corriente y quedó a unos pocos metros de distancia, esperando su coche. Sam se le acercó despacio y, elevando la voz por encima del estrépito reinante, le gritó en la oreja:

–Los puercos de los Rankinses pesaban una carretada más que los nuestros, pero es que el frangollo de aquellos contornos le daba cien vueltas al…

El hombre gordo se apartó discretamente y compró unas castañas asadas para encubrir su alarma.

Sam sintió la necesidad de apagar la sed. Al otro lado de la calle, unos hombres entraban y salían de un local por unas puertas giratorias. Se entreveía fugazmente una barra reluciente y su correspondiente aderezo. El vengador cruzó la calle y procuró entrar. Pero de nuevo el Arte había eliminado el círculo que le era familiar. La mano de Sam no encontró ningún pomo; resbaló en vano por encima de una chapa de latón rectangular y de una superficie de roble encerado donde no había nada, ni siquiera del tamaño de la cabeza de un alfiler, que sus dedos pudieran asi.

Desconcertado, sofocado, acongojado, se alejó de la puerta infructuosa y se sentó en un peldaño. Una porra con forma de algarroba le hizo cosquillas en las costillas.

–Date un garbeo, anda –dijo el policía–, que hace ya mucho rato que estás holgazaneando por aquí.

En la esquina más próxima, un agudo silbido hirió el oído de Sam. Se dio media vuelta y vio a un bribón de cejas negras que le miraba ceñudo por encima de unos cacahuetes apilados sobre una máquina de vapor. Sobresaltado, cruzó la calle. Una enorme máquina que andaba sin mulas, con la voz de un toro y el olor de una lámpara humeante, pasó a gran velocidad, rozándole una rodilla. El conductor de un coche de alquiler le golpeó con el cubo de una rueda y le explicó que las palabras amables se habían inventado para usarse en otras ocasiones. El conductor de un tranvía hizo sonar frenéticamente la campanilla y, por una vez en su vida, corroboró lo dicho por un conductor de coche de alquiler. Una señora corpulenta, vestida con un canesú mudable, le hincó un codo en la espalda, y un chico que vendía periódicos le arrojó meditabundo unas pieles de plátano al tiempo que murmuraba: «Conste que no me gusta nada hacerlo… ¡pero si alguien llega a verme desperdiciando esta ocasión…!»

Habiendo acabado su jornada laboral y dejado la furgoneta en un garaje, Cal Harkness dobló la aguda esquina del edificio que, por obra y gracia de la caradura de los arquitectos, está inspirado en una maquinilla de afeitar. De entre la masa de personas que caminaban deprisa, su vista captó, a tres metros de distancia, al adversario superviviente, al implacable enemigo de sus parientes.

Se paró en seco y dudó un momento, pues no iba armado y estaba muy sorprendido. Pero la aguda vista del montañero Sam Folwell le había identificado.

Hubo un súbito brinco, una onda en la corriente de transeúntes, y la voz de Sam exclamó:

–¡Hombre, Cal! ¡Cuánto me alegro de verte!

Y en los ángulos formados por Broadway, la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y tres, los enemigos jurados de Cumberland se dieron un apretón de manos.


 

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