Una lectura cruzada de Vindicación del arte en la era del artificio y Cronografías
/ por Enrique del Teso /
Dos ensayos inevitables
En ciertos experimentos científicos se utilizan potentes centrifugadoras para que el giro separe los componentes de las mezclas y se puedan observar aisladamente. No siempre los humanos hacen las cosas conscientemente. Nadie pretendió meter en una centrifugadora al arte y esparcir separados sus componentes. Y menos que esos componentes imitaran al propio arte hasta hacerlo difícil de distinguir. Las nuevas tecnologías, la generalización de discursos persuasivos (publicidad, imagen, eslóganes), la sofisticación del ocio (locales, ambientes, interiorismo), el cultivo de la imagen propia (diseño, moda, peluquería, adornos), son actividades que presentan separadas características que se dan juntas en el arte, como si alguien lo hubiera centrifugado y hubiera dispersado sus componentes en la ropa que llevamos, en la forma de nuestro reproductor musical o en la luminotecnia de un concierto. La belleza genial, creación singular de un individuo especial, es algo que solemos asociar con el arte. Pero ahora vemos belleza inspirada en el diseño de objetos o en anuncios publicitarios. También creemos propio del arte la imaginación y la creatividad, que ahora podemos ver también en un producto de Apple, en peinados, diseños de ropa o efectos especiales cinematográficos. La ficción, materia prima de muchas manifestaciones artísticas, ahora se prodiga con grandes dosis de creatividad en juegos de consola. La genialidad, esa cualidad de ser distinto y singular, la tenemos hoy en creativos publicitarios o comunicadores, que parecen tener ese don difícil de concretar que nos lleva a la idea de genialidad.
No se trata de que antes no hubiera creatividad, belleza o imaginación en manifestaciones no artísticas. Pero nunca con un nivel tan elevado y nunca tan presentes en el entorno de la gente. Tropezamos con estas manifestaciones sólo moviendo la cabeza en un paseo desordenado por la ciudad. Como decía, es como si hubieran centrifugado el arte y viéramos diseminadas sus piezas en un montón de objetos y situaciones cotidianas. La cuestión es que cada manifestación que ostente alguna de las características del arte quiere pasar por arte. Los peluqueros, los diseñadores digitales o los directores de vídeo clips quieren llamar arte a sus productos. El arte es un cartel apetecible, porque está asociado a lo sublime, a la respetabilidad académica y a la excelencia. Por eso decíamos que el arte parece estar camuflado entre cosas que se le parecen por exhibir alguna de sus piezas. La centrifugadora no la puso nadie conscientemente pero, una vez derramados los componentes del arte por la vida cotidiana, sí hay una labor consciente de creación de sucedáneos que añaden ruido y camuflaje y hacen al arte algo tan anónimo como un diamante en medio de muchos cristales.

No es casualidad que aparezcan ensayos como el de J. F. Martel, Vindicación del arte en la era del artificio, con el que parece querer retomar un tema descuidado: volvamos a decirnos qué es el arte, distingámoslo de toda esta explosión de belleza y creatividad genial que no lo es. Se plantea el desafío de razonar qué distingue el arte de todo eso que él llama «artificio». Se suele decir que el tiempo al final filtra las impurezas y pone al arte y al sucedáneo en su sitio. El arte ciertamente siempre tuvo un trato especial con el tiempo, y no sólo porque resista su paso. Graciela Speranza, con una motivación de partida parecida a la de Martel, se concentra justamente en la manera en que el arte trata con el tiempo. Se diría que le interesa más cómo es referido y moldeado el tiempo en las manifestaciones artísticas que el carácter artístico de esas manifestaciones. Tampoco parece casualidad que sea ahora cuando surge un ensayo como las Cronografías de Speranza. Si el arte tiene un trato singular con el tiempo, más resalta esta singularidad en esta época, en la que la percepción del tiempo es tan compleja. La revolución industrial apretó las secuencias temporales y les dio resolución. Cuando el valor de un producto fue condicionado por el tiempo de trabajo necesario para fabricarlo aparecieron en la vida cotidiana los cuartos de hora y los minutos, que antes no se veían. Ahora la red y las tecnologías y la economía vinculada con ellas nos lo hacen sentir de forma más irregular. Todos notamos que todo va más rápido. A la vez todos notamos que todo es simultáneo, que las cosas relevantes ya no viajan sino que están ahí, en todas partes, desde que se producen, como si el tiempo estuviera parado. Por eso es buen momento para prestar atención a la forma en que el arte, siempre anclado en el tiempo como una planta en la tierra, se refiere a su duración y forma.

Martel y Speranza tienen un interés de partida similar. Descubrir el arte en una época en que muchas cosas nos distraen de él. Martel tiene una ambición más de esencia, más de llegar a qué es el arte en sí mismo y diferenciarlo de los artificios sucedáneos que se le quieren parecer. Speranza parece menos interesada en decidir si ralentizar Psicosis hasta hacerla durar veinticuatro horas es una forma de hacer arte o no. Está más interesada en examinar cómo vive el tiempo en las composiciones. Todo su ensayo es una visita guiada por las obras que exploran otras maneras de experimentar el tiempo.
Los sublime, el asombro, el terror
Seguramente la fibra íntima del arte que busca Martel tenga que ver precisamente con el tiempo y su suspensión. Los humanos tenemos problemas con el presente. Nuestra mente tiende a divagar, no está quieta en lo que vivimos, sino que resbala de manera nerviosa hacia el pasado y hacia el futuro. Recopilar, hacia el pasado, y prever, hacia el futuro, son formas de divagar que debieron hacer eficaz la conducta, aunque paguemos el precio de la rumia obsesiva y la ansiedad a la que llevan . Martel invoca la reflexión del Dedalus de Joyce para explicar el nervio de la experiencia artística. Según Dedalus, el artificio se concibe para mover nuestra conducta en una dirección prevista por el autor (como en el diseño o en la creatividad publicitaria). La forma del iPod no es una obra de arte, sino de diseño, y su sentido es la complacencia con la posesión del producto. El arte, en cambio, no es dinámico, en el sentido de que su esencia no es movernos hacia algo. La reacción a la obra de arte es una conmoción estática. Ante la obra de arte la mente queda cautivada, deja ese movimiento de recopilar y prever que difumina el momento presente y caemos en la extraña experiencia de vivir un presente radical y tan esencial, que en realidad es la sensación de suspensión del tiempo. La inmediatez y la experiencia directa son atributos esenciales del arte, según Martel. Despojada la mente de su labor de recopilar y prever, relegada a un papel secundario cualquier representación de la realidad, transcendido todo deseo o repulsión, la experiencia artística sólo puede ser entonces la experiencia radical de la existencia.
No hay nada místico en esta afirmación. La belleza, dice Martel, la experimentamos normalmente como el ajuste de algo a un canon que tenemos interiorizado, el hecho de que las cosas sean como suponemos que deben ser. Pero lo que él llama belleza sublime tiene algo que no podemos asimilar, algo para lo que no tenemos canon ni molde y que sentimos que nos sobrepasa. Todo aquello que parece mayor que cualquier pensamiento ordenado que podamos formar, aquello para lo que no tenemos modelo ni método, de alguna manera nos sobrecoge y nos quita seguridad. La conmoción ante lo sublime que nos sobrecoge es parte de esa experiencia del arte que cautiva nuestra mente. Por eso el arte y la belleza son a su manera hermanos menores del terror. Sólo se necesita más inseguridad, más asombro y menos posibilidad de entender para sentirse desvalido y aterrorizado. El arte muestra «lo desconocido dentro de cada situación» y de alguna manera hace que nuestra mirada parezca la primera y sorprendida mirada del primer humano a esa situación. Fuera del ensayo de Martel, el fotógrafo Hiroshi Sugimoto pone el siguiente comentario a una de sus inquietantes imágenes del mar y el horizonte: «La pregunta que me hacía es ésta: cuando el primer humano se puso en pie y miró al mar, ¿qué vio? ¿Qué compartimos nosotros con aquella visión? Descubrí que la cámara es una máquina capaz de representar el sentido del tiempo». Sin mencionarlo, y puede que sin saberlo, Martel desarrolla una tesis que podría ser una paráfrasis extensa de los afanes de Sugimoto.
La permanencia del arte y la maldición de Casandra
Si se trata de volver a la primera mirada, la obra que provoca tal experiencia no debería tener límites en el espacio ni en el tiempo: el arte, y no el artificio, debería ser universal e inmortal. De hecho, es un tópico que se atribuye a las obras de arte. Sin embargo, es una evidencia que no todo el mundo disfruta mirando un cuadro de Rothko y que los gustos parecen tener un componente espacial: un occidental puede ser insensible a la música oriental. Martel apela a otra evidencia. La gente tiene que formarse para disfrutar del arte. La experiencia artística requiere desarrollar la capacidad de conmoción ante el arte. Se trata de un adiestramiento y, por tanto, puede darse de distinta manera en unos y otros, lo que explica la diferencia en las reacciones o en los gustos. Un occidental, por razones de hábito y crianza, puede necesitar más aprendizaje para disfrutar de piezas musicales orientales. Y sucede muchas veces que no asume ese esfuerzo. Es normal aceptar que nuestro espacio, nuestra época y nuestra personalidad condicionan la parte del arte que nos es más accesible y que lo que disuena de esas coordenadas simplemente nos queda lejos y no la tanteamos por lo costoso del adiestramiento añadido que comporta. Es habitual la actitud de conformarse con lo que se puede abarcar con un esfuerzo de aprendizaje moderado. Alguien puede ser insensible a Rothko y al expresionismo abstracto y simplemente lo evita y se centra en el arte puntillista o cubista, si le conmueve de manera más natural. Alguien, por razones de edad y crianza, puede sentir perturbador el rock estridente y puede pensar que no le compensa el esfuerzo de sensibilizarse con tal experiencia.
La cuestión es que, efectivamente, el arte es capaz de crear esa conmoción de manera universal e inmortal. Sólo hace variable su aprecio la formación que cada individuo haya alcanzado para acceder a él y el distinto esfuerzo de formación que suponen para según qué tipo de arte las coordenadas vitales de cada uno. Hablamos de esfuerzo y formación. Esto explica que el arte sea tantas veces minoritario. La posteridad es una «superposición de minorías», decía el compositor Gounod citado por Unamuno. La obra clásica, la que perdura en el tiempo en esa superposición de minorías, rompe de manera especialmente desafiante líneas y cánones y muestra caminos no vislumbrados antes. Martel se atreve incluso a analizar obras que anticiparon sucesos, porque sólo quien se sale de manera sublime de los caminos conocidos puede entrever lo que de otra manera no puede imaginarse. En todo caso históricamente el arte no altera los sucesos que llega a vislumbrar. El gran arte lleva consigo algo de la maldición de Casandra.
El jet lag del artificio
Los rasgos del artificio son, en principio, positivos. No tienen la altura del arte, pero en el artificio hay belleza e imaginación. La carga crítica de Martel sobre ellos viene, no sólo de la confusión que propician como sucedáneos del arte, sino también de su eficacia para burlar razonamientos y principios en la alteración de conductas y voluntades. La proliferación de artificios tiene el efecto de fragmentarnos en conductas no guiadas por una personalidad constante, sino por los fines dispersos previstos en cada uno de esos artificios. No es casual que mencione el mundo ciberpunk de Gibson, donde la sofisticación tecnológica y su apropiación de las conductas convierte a los sujetos en verdaderos zombis deshabitados. Por eso compara esa conducta secuestrada muchas veces cada día con el jet lag, esa experiencia de estar en un sitio con la sensación de estar en otro. En particular, hace una referencia al tiempo de nuestra memoria, el verdaderamente nuestro, un tiempo discontinuo, unas veces quieto y otras torrencial, un tiempo sin dirección definida, donde siempre puede ocurrir algo que ponga el pasado en vanguardia o deje en el pasado remoto algo reciente. Y hace referencia al contraste con el tiempo lineal y rígido inducido por la tecnología y el sistema productivo. Tal contraste es la manifestación más notable de ese jet lag.
El presente hinchado y la rebeldía de las «cronografías»
Martel busca la chispa que separa el arte y el artificio. Por eso, él se centra en el momento, en ese intervalo mínimo en que el lector o espectador experimenta la conmoción de una breve suspensión del tiempo. Graciela Speranza, como Martel, señala como parte ineludible de la experiencia artística la extrañeza, el ángulo que hace rara e imprevisible cualquier cosa cotidiana. Pero dice de una manera más decidida que tal efecto es siempre resultado de una manera de fabular el tiempo. No hay arte que no sea contar el tiempo de una u otra manera. Su ensayo es, por eso, un relato de «cronografías» contemporáneas, una visita guiada a cómo se trata el tiempo de las más variadas manifestaciones artísticas. Para entenderla hay que empezar por situarse en la escala adecuada. Martel busca el momento, la chispa, el grano fino. Speranza se sitúa en una escala algo mayor. El presente del que habla Speranza no es esa mirada primigenia, de la que hablaba Sugimoto, que el arte nos devuelve como una especie de arrebato momentáneo. El presente de Speranza es el presente ordinario de la vida ordinaria. Y ese presente en estos tiempos está hinchado hasta la enajenación. Las tecnologías y el uso que hace de ellas el sistema productivo hacen que todo sea instantáneo, todo esté ocurriendo en cada momento, que el puro presente esté tan lleno de cosas que se ensanche hasta hacer lejanos y difusos sus límites y hasta no dejar espacio para el futuro o la memoria. El desarraigo, al que lleva la falta de memoria, y la desorientación, a la que lleva la falta de futuro, son la consecuencia de este presente hinchado que lo abarca todo.
El trabajo ordinario del arte de contar el tiempo se convierte ahora más que nunca en una rebeldía del mismo tipo que la que apuntaba Martel a propósito de las novelas de Gibson. Nuestra memoria y nuestras perspectivas se ven alterados muchas veces. Nuestro pasado irrumpe con frecuencia y lo que sabemos que ocurrirá queda desfasado a veces antes de que ocurra. En nuestra experiencia, el tiempo va hacia atrás y hacia delante, se detiene y se estira. Los mismos objetos y situaciones desaparecen y reaparecen en nuestra vida muchas veces. Es el sistema productivo y la tecnología lo que provoca esta percepción rígida de un tiempo que, por acelerado, se hace plano, como un presente que se hincha más que como un proceso que transcurre. Es imposible intentar un resumen de las cronografías tratadas por Graciela Speranza. Es una visita a una enorme cantidad de obras artísticas y literarias donde se subvierte la experiencia del tiempo de todas las maneras posibles. Probablemente se pueda destacar The Clock, la singular obra de C. Marclay, por su presencia estructural en el ensayo. The Clock es un descomunal collage de más de 10.000 fragmentos de películas unidos hasta formar un vídeo de 24 horas de duración. Los fragmentos corresponden a momentos de películas en que aparece algún reloj. El montaje es tal que las horas que marcan los relojes de esos fragmentos van reproduciendo el paso de las horas de un día real y además su exposición se hace coincidir con el horario real del sitio en el que se expone. El espectador verá en un trozo de una película un reloj marcando las cinco y cuarto cuando, efectivamente, sean las cinco y cuarto. El vídeo es una gigantesca ruleta que va marcando las horas reales a través de peripecias sueltas de muchas películas.
Todas las obras comentadas por Speranza son siempre experiencias singulares con el tiempo, su ritmo y su dirección. Conviene leer su ensayo con un ordenador cerca para consultar las imágenes de los cuadros, cómics, parques o residuos urbanos de los que habla o los vídeos a los que se refiere. Muchas veces son obras tan insólitas y tan al límite que cuesta seguir sus alusiones si no vemos alguna muestra de lo que dice.
Reciclaje y repetición
Llama también la atención en las obras escrutadas por Speranza la cantidad de obras que usan trozos de otras obras, y hasta obras enteras, en una nueva composición. En realidad, en el arte contemporáneo se reciclan fragmentos de cualquier cosa, así sean obras de arte o residuos industriales. Esta tiene sentido precsisamente desde el punto de vista de la fabulación del tiempo. Las experiencias vividas se reciclan una y otra vez y se componen con las nuevas experiencias de una manera espontánea. Algo de todo esto quiere captar el reciclaje visitado por Speranza. Una variante también singular de la reutilización de materiales es la repetición obsesiva de secuencias sonoras o de vídeo. Se trata siempre de alterar la percepción del tiempo o de alterar la percepción de las cosas por la alteración del tiempo.
Dos ensayos inevitables
Terminamos por donde empezamos. Martel y Speranza nos llevan a su manera a pensar y visitar la naturaleza del arte. Toda manifestación artística choca con las rutinas, ninguna cabe completamente en ningún orden establecido y todas nos dejan dentro algún germen de rebeldía. La proliferación de artificios y el apropiamiento que el sistema productivo hacen de nuestro tiempo y hasta de la forma de concebirlo hacen inevitable la reflexión del papel del arte en semejante escenario. Martel y Speranza forman un viaje con muchas paradas y muchas vistas para ojos atentos. Merece la pena hacer dialogar sus ensayos para mirar.
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