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Días para el huracán

El boxeador Perico Fernández falleció el 7 de noviembre de 2016, el mismo día que Leonard Cohen.

/ por Felipe R. Navarro /

Hay piedras que caen y rompen todos los cristales a su paso y piedras que ruedan blandamente por un lecho de arena hasta detenerse, y lo hacen despacio, sin ruido, sin que nadie lo advierta. El mismo día que ha muerto Leonard Cohen ha muerto también Perico Fernández, un hombre que fue campeón del mundo. Suenan y suenan las canciones y los poemas de Leonard Cohen, lo hacen también dentro de mí, se pierde su voz por los pasillos de mis arterias, se amplifica su eco en los espacios más amplios de mi cuerpo, su voz ha sonado tanto y tanto tiempo dentro de mí que a veces la he confundido con la mía y cuando lloraba esa música lloraba yo y cuando se alegraba o se enfierecía era yo quien lo hacía, y si camina alguno de mis dedos cerca de los ojos acaba húmedo, pero a la vez que todo eso sucede alguien baila y se ríe y lanza un golpe y luego canta como si fuese una broma y cuando habla se traba, tartamudea como sucede cuando uno no sabe qué decir o lo atenazan el miedo o la sorpresa, y levanta los brazos, y el mundo en blanco y negro ruge mientras le roba la bolsa al hombre que levanta los brazos, un hombre que como Cohen tampoco logro quitarme de la cabeza, un hombre que se llamaba Perico Fernández. Algunas veces las piedras ruedan con estrépito y se llevan todo por delante, otras caen por pendientes solitarias, ocultas a la vista, y si suenan da lo mismo porque nadie está oyendo, nadie oye ya.

El boxeo está muy ligado a mi familia, uno de mis sueños siempre fue boxear. No hay violencia en el boxeo sino un profundo orden civilizador, respeto a las reglas y al otro y a uno mismo. El ring nos explica, pensaba yo, nos explica y explica el mundo y por qué el mundo cae con estrépito rompiendo todo en esa caída rugiente sin dirección cierta. Perico Fernández fue campeón del mundo del peso superligero en dos ocasiones, y no sé bien si se entiende eso, la importancia inobjetable de eso: en un mundo obsesionado por la victoria aunque sea a todo costa, un huérfano hijo de puta -esa era creo la profesión de su madre cuando lo abandonó en el hospicio en el que lo apaleaban las monjas para que fuese entrenando para la vida- fue dos veces el mejor del mundo y dos veces también el subcampeón: en la cima estaba él sólo con un ancho cinturón dorado. Mi tío había sido boxeador amateur, y en mi familia se respetaba a los que se movían la nariz como si fuese de plastilina, se respetaban las horas de comba y de hacer sombra, de repetir golpes con una mano atrás, de ensayar esquivas, el olor a sudor y vaselina y linimento, los nombres de los grandes más allá de sus posibles parodias, se respetaba a Uzkudun, a Pedro Carrasco, a Evangelista, a los hermanos Bisbal que habían compartido lona y risas con mi familia, a Legrá, a Velázquez, a Perico Fernández. Perico, el campeón del mundo, era tartamudo y hacía chistes y soltaba barbaridades entrecortadas por repeticiones de sílabas y la gente se reía, se reía de él, pero cada vez que salía en la tele y montaba el número o le hacían montar el número yo pensaba lo mismo que he seguido pensando siempre: ese hombre ha sido campeón del mundo, no había nadie más grande que él, quién de esos que se ríen de él no ha querido alguna vez ser el más grande, quién ha sido capaz de soportar los golpes como él, no los golpes arriba en la lona, no los golpes de un igual que mete las manos con respeto, sino los golpes de un mundo repugnante hasta la náusea. Ser un huérfano apaleado que quizás alguna vez ha pensado que el amor es que algo o alguien no te golpee o te insulte, quién no ha sido o se ha sentido huérfano alguna vez o no ha sentido que ese golpe era bajo o que se lo daba alguien que no era de su peso y que abusaba de él: cuando la gente se reía y lo siguió haciendo mucho tiempo, y yo creo que Perico Fernández se defendía con bromas cuando ya no podía hacerlo con golpes, devolver golpes, porque él era superligero y el contrario, el mundo, era un peso pesado, yo pensaba siempre algo parecido: respetad a ese hombre, ese hombre es el campeón del mundo.

Cuando Perico fue campeón su país, el mío, España, era un lugar gobernado por la infamia, un país amaestrado, gris, feo, sucio, pequeño, lleno de huérfanos solitarios apaleados. Defenderte y salir y subir hacia la cima, eso era el boxeo, o lo eran los toros: un hombre contra fuerzas superiores que baila y golpea para intentar vencer una pelea, pero no la guerra, porque esa se pierde siempre, la guerra del tiempo y del respeto de los otros, porque la masa siempre respeta a los vencedores, los poderosos se rinden por momentos ante los vencedores y los adoran mientras los exprimen, y luego nada. Caída y nada, burla y nada, sordera, ceguera, y nada. Eso era el boxeo y era España y es España y es el mundo. La dignidad de uno solo frente a la indignidad de muchos por acción o indolencia: me temo que eso se parece demasiado a la vida que conozco. Yo veía boxear y leía sobre boxeo y oía sobre boxeo y soñaba con esquivar los golpes que suponía que me venían y con devolver algunos, y con que la pelea fuese entre iguales y que hubiese reglas y un árbitro, y en ello no hay violencia sino un profundísimo respeto a la idea de Justicia. Cuando por estupidez social se prohibió el boxeo en televisión no fue un momento para la esperanza: nadie dijo que ya no habría más peleas, nadie dijo No, los niños deben aprender bajo otras reglas. No. Lo que se dijo fue, La pelea será siempre desigual, habrá golpes bajos, no hay árbitro, no hay reglas, gana el de siempre, el de siempre pierde. Pierden los huérfanos hijos de puta, no hay esperanza para nosotros. La gente asciende sin méritos ni esfuerzo, pisotea a los débiles, abusa de los pequeños, la masa enfurecida adora a los vencedores y se burla de los caídos, pero no hay pesos que respetar y vale todo. No hay boxeo en televisión sino noticias de corazón y guerras y estupidez y comercio, y eso al parecer ha sido bueno porque gracias a eso al parecer ya no es el mundo ni es España un lugar gobernado por la infamia, un espacio amaestrado, gris, feo, sucio, pequeño, lleno de huérfanos solitarios apaleados de los que se ríe la masa cuando tartamudean por sorpresa pero sobre todo por puro horror.

Si quieres un boxeador subiré al ring por ti, canta Cohen en I´m your man. Todo el mundo sabe que los dados están cargados, / todo el mundo apuesta con los dedos cruzados,  / todo el mundo sabe que la guerra ha acabado,/  todo el mundo sabe que los buenos perdieron, /todo el mundo sabe que la pelea está amañada,/  los pobres siguen pobres, los ricos siguen ricos, / así es como va, / todo el mundo lo sabe, canta o recita o constata o reza Leonard Cohen en Everybody Knows La poesía es ritmo y medida y emoción y selección de la palabra que te dejará K.O., y eso también es el boxeo. En mi casa se respetaba a los boxeadores y se respeta la poesía, y ambos asuntos se parecen demasiado como para que yo no piense que son lo mismo, y que en mi visión del mundo, ya que no es posible que no existan los combates, que estos se midan y ordenen, que se pelee entre iguales y sin trampas, ya sería un motivo para mantener cierta fe en la utopía. Perico Fernández era un poeta, un rimador, como Cohen, como tantos otros. Cuando cantaba no tartamudeaba. Quienes se rieron de él, quienes no lo recuerden, quienes no sepan oír esa música, feos, sucios, grises, pequeños, nunca fueron campeones del mundo.


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