/ por Javier García Rodríguez /
Ha muerto Leonard Cohen pero eso no se nota en el supermercado.
La pegadiza melodía que quiere ser reclamo inunda los pasillos
y huele a pan recién hecho con masa precocinada.
La pescadera gorda sigue haciendo insinuaciones a los jubilados
mientras trocea calamares –producto descongelado, no volver a congelar‒
y extrae con violencia los ojos a las merluzas con sus dedos artríticos.
Pierden lustre y se ajan sin remedio los champiñones
de la superficie de la caja de cartón con el nombre
en letras capitulares de una cooperativa en franca expansión.
Una niña mulata manosea
las lentejas pardinas y los garbanzos de Fuentesaúco:
sus manos de uñas mordidas revuelven la legumbre
y el vaivén provoca un terremoto en algún lugar de la corteza terrestre
que solo captan los sismógrafos más sensibles.
Carne roja, caza, aves y casquería fina para hombres solitarios;
se aferran a la cesta como a un clavo.
Ardiendo.
Un fluorescente parpadea en la sección de perfumería.
Todas las modelos de cara, de pelo, de uñas y de pies de los envases
permanecen con los ojos anormalmente abiertos,
como un koala en celo. El guiño de las luces no parece ser just for men.
Cada moneda que devuelve la cajera carga con millones de seres
microscópicos que apenas modifican su peso.
Un refrigerador que se abre es el anuncio de otro glaciar
que está descongelándose en algún lugar del planeta.
Solo las botellas de alcohol necesitan
el permiso explícito del personal para ser adquiridas.
Hay premios en metálico, ofertas, dos por uno,
precios imbatibles, producto de temporada,
envases abiertos, fruta golpeada,
zumo derramado junto a un palé de leche desnatada.
El mendigo hace guardia en la puerta y protege el paragüero.
Como todos los días, has venido sin la preceptiva tarjeta
que te hace uno de los nuestros:
no podrás beneficiarte de descuentos ni de otras ventajas añadidas.
Aceptan, eso sí, sin ningún trámite, tu VISA®, tu pin y tu saludo.
“Negarte a reponer en sábado no es una opción
si estás contratada a tiempo parcial”, dice con voz cansada una empleada
que trabaja en el súper por mediación de una ETT.
Ha muerto Leonard Cohen y en los supermercados del mundo
no hay música fúnebre, no hay brazaletes negros
en los uniformes del personal, no se habla en susurros ni hay pésames
que valgan más que un billete de diez euros.
Solo hay intercambio de papeles
usados por mil manos, besados por mil bocas.
Nadie se emborracha con alcohol de quemar,
nadie arranca las etiquetas de los limpiacristales hasta hacerse sangre,
nadie seduce con la mirada tierna a un desconocido,
nadie odia a nadie más de diez segundos,
nadie hace campañas veganas frente al mostrador de la charcutería
(donde se sigue vendiendo mortadela con aceitunas y con pimiento),
nadie recoloca ordenadamente las manzanas
que han perdido el equilibrio en el montón golden o reineta,
nadie deja de impacientarse con la vieja impasible que cuenta sus monedas
o las muestra en la caja para que elija alguien por ella
el pago por seguir existiendo.
¿Alguien cubrirá los espejos y los objetos de adorno
para que no aparezca ningún símbolo de lujo o de vanidad del hombre?
¿Alguien retirará las flores de plástico de los pasillos más vistosos?
¿Alguien entonará el kadish aprendido en la infancia?
Solo el silencio es fiel epigrama.
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