Nombrar el ánima fluyente de las cosas
Heure présente, ne renonce pas,
Reprends tes mots des mains errantes de la foudre,
Écoute-les faire du rien parole,
Risque-toi
Dans même la confiance que rien ne prouve,
Lègue-nous de ne pas mourir désespérés.
Hora presente, no renuncies,
recobra tus palabras de las manos errantes del relámpago,
escúchalas hacer de la nada lenguaje,
arriésgate
incluso en la confianza que no es prueba de nada,
léganos no morir desesperados.
Ives Bonnefoy (Tours, Francia, 1923 – París, 2016)
Se diría que en la urdimbre de La larga cadena del ancla (2008) y La hora presente (2011), sobre un fondo cálido y sin contornos, un sfumato poético, hay imágenes elusivas, pero a un tiempo precisas y recurrentes: un barco celeste que navega sobre las piedras hechizadas de un monasterio irlandés; dos amantes que tras la larga noche de placer ignoran sus rostros, íntimos y desconocidos; un hombre y una mujer desnudos y avergonzados de su desnudez, fugitivos de una dicha que les ha sido negada, para siempre desterrados del Paraíso; un guía que sostiene una tea sobre su cabeza, que desconoce el suelo por donde va a pisar pero ilumina un camino seguro para los que le siguen; un grupo de celebrantes de las sombras del ocaso que tientan vanamente entre las suyas, en los confines de la luz, otra sombra añorada. Imágenes que bullen y brillan en un instante para después reintegrarse en un continuum de reflejos y reverberaciones, un texto de hilaturas sin cuento que fluye con el ritmo circular y nunca concluido de las floraciones, los solsticios y equinoccios, los nacimientos, las aniquilaciones, las rosas sin porqué.
Emergiendo de ese fondo coral, los hilos de los viejos mitos sirven como conductores de una muy elaborada indagación sobre la esencia de las palabras y su instantaneidad, sobre la breve efusión del ser en el lenguaje poético —ser es ser efímero— antes del silencio y la revelación de la finitud. Poesía metafísica, pues, la de Yves Bonnefoy , como afirma en el prólogo de ambos libros su traductor, Enrique Moreno Castillo, porque es experiencia que nos emplaza ante un mundo de percepciones cuyos fundamentos pueden ser al menos evocados, ya que no restituidos; poesía visionaria, en la estela de Rimbaud, porque en la aparente incongruencia lingüística y la maraña de signos se define un recorrido simbólico —la figura de esa larga cadena— anclado a una insólita profundidad. El poeta parte de la íntima convicción de que, al margen de la disparidad de las manifestaciones lingüísticas, nuestro mundo se reduce a unos conceptos con los que intentamos permanecer esquivos a la temporalidad de las cosas y adormecemos nuestra angustia ante la fatalidad de la muerte. Sin embargo, existe en el centro de la palabra una experiencia fundamental profundamente enraizada en lo inmediato: la poesía, dotada de una transitoria especificidad y ajena a un vínculo conceptual que, en vano, se pretende perdurable. La poesía crea una sonora aproximación al ser extraña al concepto, una suerte de esencia lingüística abstraída en el misterio de las cosas. En tanto que fundada en las intuiciones y la analogía que el lenguaje es capaz de suscitar —solo la metáfora, según Baudelaire, sería capaz de comprender la analogía universal—, la poesía decolora el concepto y evoca presencias ajenas al pensamiento. En otros términos: nada existe al margen del intrincado sistema de signos que es el mundo. Cuanto existe es ese mismo lenguaje que inadvertidamente nos excluye al tiempo que creemos servirnos de él. Las palabras, representaciones y quimeras que, al cabo, se disipan, nos privan de una intimidad auténtica con lo que somos o con lo que el otro es, pero paradójicamente nos dan la posibilidad, al margen de su dimensión conceptual —esto es, en su dimensión poética, en la profundidad del sonido, que es donde afloran cuerpo y espíritu— de añorar esa intimidad, ya que no de recuperarla. La poesía es fundadora del ser en tanto que breve lugar de reencuentro con la temporalidad, alianza con el otro al borde del abismo. La larga cadena del ancla y La hora presente no son sino dos eslabones más, entreverados bajo las especies de lo simbólico y lo mítico, en el trayecto de esta inconclusa indagación o empresa de añoranza que es la escritura de Yves Bonnefoy.
Una leyenda irlandesa que se remonta al siglo x cuenta que un misterioso barco volador apareció un día sobre el monasterio de Clonmacnoise. Mientras los monjes congregados a esa hora para la oración asistían aterrados al portento, el ancla que la embarcación venía arrastrando se trabó en las gradas del altar; solo con la ayuda de los hermanos uno de los marinos celestes, que empezaba a descender por la larga escalera, pudo liberarla para así seguir su periplo entre las estrellas. El antiguo relato —que inspiró también a Seamus Heaney el poema «Lightenings viii», incluido en Seeing Things (1991)— sirve a Bonnefoy como metáfora de la travesía de la palabra poética hacia su otra orilla desconocida, un continente ajeno hacia el que —de nuevo otra vieja leyenda, ahora ligada al monumento megalítico del sur de Suecia, en el que se unirán los hombres a Heimdall, el dios del sol, para una última batalla— las almas de los guerreros muertos, capitaneados por el espíritu de Ale el Fuerte, surcarán los mares verticales en un barco de piedra. La luz, el aire que respiramos son también el agua en la que nos hallamos sumergidos; nuestro lenguaje, si sabemos acogernos a su seno poético, una verdadera sustancia de ser, hecha toda ella de fluidez y transparencia. Estas imágenes iniciales, ligadas sin transición, obran como parábola de un empeño de escritor; en realidad no son sino alegoría de la propia escritura: las palabras de las antiguas estelas emprenden el vuelo de una nueva nominación —una experiencia en todo similar a la experiencia primigenia, con la naturalidad y espontaneidad del niño que pone nombres a las cosas— en busca del prodigio y el ensayo de la llamada de otras presencias.
Prodigio y llamada que, sin embargo, son antagónicos de esa necesidad de nombrar. Tras la expulsión del Paraíso, en una primera noche en que Adán y Eva se han amado y han descubierto su cuerpo bajo la tormenta, las palabras de Eva —aparece con reiteración el diálogo en los versos de Bonnefoy, como si un desdoblamiento del yo poético en una forma renovada de canto amebeo formara parte esencial del ejercicio de elucidación poética— quiebran, como el trueno, el torbellino, el relámpago o la lluvia, el silencio del origen: «Ayer no diste todos los nombres». El afán de dar nombres le nace a Eva de la muy humana necesidad de recordar las identidades, incluso la del propio confidente, la del ser amado al que acaso el día de mañana le depare la muerte. Nombrar es desvelar la identidad del amado, Psique contemplando el rostro nocturno de Amor, el nombre buscando la sanción de los ojos. En mitad de la noche, dos amantes despiertos se miran el uno al otro y, de repente, ella se inclina sobre él y murmura: «¿Quieres que sigamos poniendo nombres?, / ¿pues qué sabes tú si alguna vez volvemos a vernos? […] Quiero nombrarte para recordar», se dicen los enamorados del poema «Dar nombres», y —al igual que Adán y Eva, expulsados del Paraíso y la unidad del origen, avanzan en su exilio dando nombres «hasta donde las palabras lo conceden»— dan nombres a sus recuerdos, definitivamente ida la noche del amor. La demasiado humana necesidad de la nominación es la expulsión definitiva del Edén, porque en el aquí del lenguaje las palabras identifican, segmentan, se despliegan en fórmulas, se entregan a nuestro deseo de poseer, de comprender, a nuestra voluntad de poder, y nos hurtan la plenitud de su sentido, ese que no puede darse más que en un allá «en los confines de la luz, cada vez más roja, en los confines del cielo y de la tierra apacibles», un allá donde el todo, es decir, la unidad perdida, prime sobre las partes y las cosas vuelvan a su ser, a la primera percepción. El lenguaje, dice Bonnefoy, es, en ese sentido, «un aquí que respira y expira la lejanía», una «medusa» con las dimensiones de un mar —de nuevo la fluidez y la transparencia del agua— que sería el mundo; en otros términos más prosaicos: el lenguaje poético, en permanente tensión hacia el afuera, rehúye los significados de los que presuntamente es portador. La indagación sobre la esencia y el sentido último de ese ser que en un breve lapso se manifiesta avanza merced a la disolución irregular de las identidades. El destino de las alegorías y las metáforas es el hundimiento en ese trayecto proceloso que emprendemos con cada nominación: «… quien habla no podrá ni debe saber / de dónde viene y dónde se hunde su palabra».
La paradoja ante la que nos sitúa la utilización de un lenguaje de lo inmediato, pero a la búsqueda del prodigio —entendido como suceso prístino, no sujeto a unas leyes de nominación conceptuales, codificadas—, aparece hermosamente expresada en el poema en prosa «Los nombres divinos». Un grupo de hombres en una isla ignota erigió unos grandiosos templos para venerar el nombre de Dios, pero al cabo del tiempo llegaron a la conclusión de que Dios no podía desear que se le diera un nombre —porque un nombre para lo absoluto, aunque sea una metáfora, es un engaño, porque es una fragmentación «y lo fragmentado es la muerte»—, y destruyeron sus ciudades e incendiaron los templos. Conscientes, en medio de su furia pirómana, de que «el nombre de Dios es el mal» y de que «en cuanto Dios tiene nombre el trigo arde, el cordero es degollado», intentaron aniquilar todos los nombres buscando su salvación en el enmudecimiento y la devastación. Qué absurdo gesto, se dice el desconocido cronista, el de quien entrega himnos, estatuas y palabras al fuego y no comprende que en su renuncia, en su mutismo y rechazo al culto y a la veneración vuelve a dar nuevos nombres a su dios, ahora llamado Fuego, Incendio, Muerte… Dar nombres. La sola idea de la nominación de la presencia mediante el pensamiento conceptual atormenta al joven estudiante del tratado De Trinitate, de san Agustín, y en sus desvelos resuena de nuevo la paradoja: si Dios es aquello que es la única realidad que no reenvía más que a sí misma, aquello que es «ajeno a la necesidad instintiva de crear sentido, de nombrar» —se afirma en el poema «Caminante, ¿quieres saber?»—, entonces, ¿cómo concebir desde nuestras palabras lo sin nombre, lo que no tiene capacidad de significación porque en él se pierde la idea misma de signo?, ¿cómo desear la exterioridad pura?, ¿para qué desearlo a él, «que devastaría todos nuestros recuerdos»?
Ante el murmullo del Afuera, esa lejanía o multiplicidad de seres que se puede llamar Dios cuando podemos percibirlo como un todo, el poeta se siente anegado por las palabras que lo dicen, quien habla ignora de dónde vienen y dónde se hunden sus vocablos, pero persiste en el empeño, acaso como el Wordsworth del poema «Un recuerdo de infancia de Wordsworth», que lanzó su pensamiento «sobre una hora en calma del lenguaje», que creía redimirse en su expresión sin saber que «unas corrientes llevaban, silenciosas, sus palabras más lejos que él en la conciencia». Un verso del canto xxiii de la Divina comedia, del «Purgatorio», que se cita en uno de los «Casi diecinueve sonetos», ilustra igualmente esa ilusión de autoría que se deshace en la nada y que tiene su correlato textual en la red de símbolos que brilla en un instante de aproximación al ser para desaparecer, acto seguido, en el murmullo del lenguaje: «Facesti come quei che va di notte». Como quien va en la noche oscura es el poeta anegado por las palabras, como quien no puede gozar de la luz que proyecta con su antorcha, pero ilumina la senda a los que siguen detrás.
Esa ignorancia última sobre el destino de sus palabras no exime al poeta de su responsabilidad. No hay nada más extraño a quien evoca otras presencias que la errónea deificación de términos, más propia de sacerdotes e idólatras. El lenguaje poético tantea y circunda el ánima fluyente de las cosas y prolonga sin pausa su decurso —porque para él no existen certidumbres— hasta la frontera del silencio. La añoranza de intimidad con las cosas conduce a un eclipse en el que el orbe enmudece, más allá de las palabras. Sin embargo, antes de ese definitivo estadio hacia el que todo tiende, el prodigio y la evocación poética de la presencia desbordan los nombres y la segmentación de los seres. El poeta hunde las manos en el fondo del lenguaje y hace emerger sonidos con los que no sabe qué hacer, supone al fin acertadamente que estos no son sino expresión de su deseo, pero en el movimiento de ascenso y emergencia cada palabra se aproxima a otra para despertar ecos ignorados; las palabras, como dos durmientes que se despiertan y se observan por primera vez —de nuevo Amor y Psique—, gozan del juego y el placer del mutuo reconocimiento. «Escucho una palabra —dice el poeta de La hora presente—, busco a ver lo que designa / y me parece, irreprimiblemente, / que esta cosa vuelve a tomar color, que unos ojos / se abren de nuevo, asombrados, / en el sueño de piedra del espíritu». Al cabo, las palabras son vados de luz en el agua negra del fondo de los sueños. No hay concepto imperecedero al que remitan los nombres. No existe una rosa en sí, una «corola que sostenga el mundo», sostiene Bonnefoy, que no rehúsa el recuerdo de un símbolo validado por toda la tradición poética occidental. Todas las rosas están marchitas o yacen hechas pedazos. Nada se hurta al discurrir letal del tiempo, pero una atenta escucha de los nombres desnudos —pues, al cabo, ¿qué otra cosa poseemos, sino palabras?— puede suscitar el fulgor del encuentro. En la materia sonora emerge la presencia, la breve rosa sin porqué de Angelus Silesius, un ser cuyos pétalos cobran vida en los fonemas, un ser efímero que «puede florecer incluso en lo que no es» para salvarnos de la desesperación.
La larga cadena del ancla
y La hora presente
Edición al cuidado de Jordi Doce
Traducción y prólogo de Enrique Moreno Castillo
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016
400 pp.; 23,50 €
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