Dandi y franciscano: esto no es una canción de Lana del Rey
/ por Marta Sanz /
1. Empecemos por el final y deconstruyamos algunas de las frases hechas sobre la conveniencia o no de contar el desenlace de ciertos textos, los spoilers —una palabra muy manchega, muy muchachada nui— y otros usos y reacciones airados de los consumidores de crítica literaria que ponen de manifiesto cómo se lee, qué se busca en la lectura, qué valor o trascendencia se le da al acto de leer. Encadenemos una serie sucesiva de spoilers para naturalizarlos y quitarles importancia: en El Quijote al final el protagonista muere. También sucede en Madame Bovary. Incluso en Muerte en el Nilo donde los personajes mueren a pares y como moscas en invierno. En La bella durmiente la princesa se pincha el dedo con el huso de una rueca y el príncipe la salva con su primer beso de amor. En Crónica de una muerte anunciada pasa lo que tiene que pasar y en Los motivos del fuego no sucederá nada muy distinto de lo que nos tememos. Bueno, vale, ¿y qué? Viva la literatura sin golpes de efectos, sin esa boca abierta que se nos queda al descubrir que sí, que sí, que sí, que Bruce Willis en El sexto sentido está muerto y bien muerto.
2. Así que empecemos por el final para decir que el desenlace de Los motivos del fuego se parece mucho a las películas de Giorgos Lanthimos. Aprovecho para introducir una cuña publicitaria, porque a fin de cuentas prólogos, epílogos, críticas y contraportadas son cuñas publicitarias, igual que lo es la historiografía como ya nos hizo saber el profesor y poeta Jenaro Talens. La cuña es la siguiente: vean las películas de Lanthimos y después entenderán mucho mejor por qué el protagonista de esta novela, Arturo, se convierte en un superviviente dentro de una urbanización. Un superviviente que no come erizos en Honduras, pero que funda un país con un callejero cuyos nombres son el recordatorio de la primera comunión de una historia reciente y devastadora. La de la primera y sucesivas veces que comulgamos con la hostia de nuestras pequeñas y grandes corrupciones. Porque esta novela, como muchas otras va de eso: de cómo se relacionan lo pequeño y lo grande.
3. Los pequeños mundos reflejan la violencia del mundo más grande e imperceptiblemente (¿?) nos vamos empapando de podredumbre hasta que la caca de la vaca deja de olernos porque recubre nuestros cuerpos serranos como costra invisible. Es nuestra epidermis, nuestra dermis y nuestra conciencia, tal vez, porque cuando en una novela se aborda el asunto de lo grande y lo pequeño también se está abordando la cuestión del fuera y el dentro.
4. Las pequeñas desgracias repetidas tienen nombres y apellidos: se llaman Arturo, Victoria, Carolina, Pablito, son periodistas o archiveros, niños que van al cole y roban nidos para quemarlos, familias que viven en urbanizaciones y que pasaron su luna de miel en Camboya; sin embargo, el Número 1 tiene muchos rostros y por eso no tiene ninguno. Es evanescente y eviterno como el personaje de la única comedia que se atrevió a rodar Lars Von Trier, El jefe de todo esto. La desgracia tiene nombre, se le puede reclamar el impago de la hipoteca, pero el origen de la codicia se camufla, se esconde tras las cortinas de humo falso de los espectáculos de magia, se escamotea a la vista para que se nos escape entre los dedos como el agua y tengamos la sensación de que todo lo que hemos vivido es inevitable. Al jefe de todo esto, échale un galgo.
5. Si Los motivos del fuego fuese una película, sería una película española. Hagamos un casting: veo a Raúl Arévalo en el papel de Arturo; a Manolo Solo haciendo de Fito; a Laia Marull como Victoria y a una Leticia Dolera, un poco más gordita y teñida de caoba, en el papel secundario estelar de este circo: la bella Lena. Ray podría ser Juanjo Pugcorbé. O Alberto San Juan o el castigado Willy Toledo que tienen una edad más adecuada. En cuanto a la estatuilla, es una pena que se haya muerto Constantino Romero que bien podría haberle prestado la voz.
6. Los motivos del fuego es una novela de la crisis y, como tal, tiene un punto de sátira, otro de enloquecida ciencia-ficción, otro de costumbrismo —en el mejor sentido de la palabra: siempre hay que andar justificándose cuando alguien escribe la palabra costumbrismo—, algo de écfrasis televisiva, algo de tratado moral, algo de referencia cinéfila y de novela de adulterio, algo de periodismo… Es una novela política en un momento de la historia cultural en el que, cuando una se compra la revista Tentaciones o Tendencias o Hipster World, se entera de que hasta Lana del Rey graba canciones políticas. Entonces una se dice que si todo es político, nada lo es, y que quizá lo más político de todo es no impostar un gesto político que se mete dentro de una lata de sopa Campbel o de un vasito de repugnantes fídeos Yatekomo Ketecomo.
7. Leemos Los motivos del fuego y se nos pasan nuestras desconfianzas intelectuales, porque posiblemente estamos ante una novela que, en su descripción de la realidad y en su análisis de la misma, es necesaria. Da un testimonio y asume un modo de representación que, mezclado géneros, incomoda a lectores que podrían sentirse parte del aquelarre, del carnaval, de la ceremonia de la confusión que Juan Carlos Muñoz retrata con su espejo al pie del camino. Stendhalianamente, pero también con un punto de sobrevenida modernidad.
8. Juan Carlos Muñoz hace hablar en primera persona a la estatuilla de un bailarín encontrada en las obras de una urbanización desde la que se tiene una vista privilegiada de las cuatro torres fantasmales de más allá de plaza de Castilla. Lo muerto está vivo y lo vivo casi muerto. Zombificado, como la clase obrera que describe Slavoj Zizek. Aunque la zombificación haya llegado a esa clase media rampante que somos todos. Muñoz también mienta a Dios y al Demonio. Al Mal. Al Capital. A la tentación que, en este libro no vive arriba y no tiene forma de mujer, pero a la vez sí es una vecina bróker pelirroja que va a misa y cree en la ley del más fuerte. Es como si Muñoz desempolvase la marioneta de la Bruja Avería después de muchos años y a los aterradores amigos invisibles de esas películas estadounidenses que están colonizando los sueños de nuestros hijos: el Sr. S, el bebé jefazo, el Número 1 que acaba siendo un blando a quien su vulnerabilidad lo hace sustituible porque nadie es imprescindible para que las ruedas de esta carreta giren. Se me viene a la memoria aquella tonada de «como no engraso los ejes, me llaman abandonao» y me doy cuenta de lo desfasada que estoy.
9. Juan Carlos Muñoz habla de cómo el ojo crítico es el ojo pejiguero y construye un personaje que a mí me interesa mucho, Victoria, una mujer que no encaja en el tránsito del universo analógico al digital; que no entiende la telebasura como un entretenimiento inofensivo; que es incapaz de normalizar las corrupciones cotidianas, incluso la inmoralidad en la vida íntima cotidiana. Una archivera de libros de papel. Una mujer que no comprende el significado de la palabra resiliencia y desconfía y desconfía y no puede dejar de desconfiar mientras corrobora cómo sus peores pronósticos se van cumpliendo uno detrás de otro. Le queda por asistir al crecimiento de sus hijos. En ese punto, los lectores –también las lectoras– nos tememos lo peor. En la época de la eclosión del entusiasmo, Victoria es la señorita «lo veo todo negro» en esa transparencia terrible que a menudo funde a lucidez con la tristeza. La inteligencia con el miedo, la inseguridad, la debilidad, el dolor. Ay, Victoria, yo también te llevo muy dentro de mi alma y de mi corazón.
10. En esta novela veo un aprendizaje de la literatura de la generación del 50. Veo a García Hortelano y a Jesús López Pacheco. Veo a escritores que llegaron más tarde: Chirbes e Isaac Rosa. Veo a Alex de la Iglesia y a Fernando Fernán Gómez. Veo a Marco Ferreri. El neorrealismo italiano troquelado por la apisonadora de los nuevos espectáculos de corazón y telerrealidad. Veo el Apocalipsis de los dioses del dinero que juegan con sus criaturas —ingenuas, indefensas, profundamente malas en sus prácticas mezquinas, en sus envidias, en su corrupciones personales y en su afán de acumular…—,veo incluso a María Casanovas y Alfredo Landa conquistando el espacio de las verdes praderas. Veo que aún estamos ahí, en ese sueño viejo y rancio como un trozo de tocino olvidado en un cajón de la cocina, dando mal olor a toda la casa. Estamos ahí pero mucho más quemados, porque el fuego ya ni siquiera purifica. Solo devasta. Consume. Deja un tufo insoportable a plástico quemado. Solo es una patología de pirómanos, carne de psicología, enfermedad mental. El fuego no calienta ni cauteriza ni revoluciona. Solo es una cajita de cerillas en manos de un niño hijoputa.
11. Los motivos del fuego resume la historia de nuestro desclasamiento histórico. De nuestro espejismo que cristaliza en la institución del matrimonio y la posesión de la vivienda como proyecciones ideológicas. Ella es una mujer realista, correosa ante la posibilidad del cambio, que practica una forma de demagogia negativa; él es un ingenuo —y la ingenuidad nada tiene que ver con la bondad sino con todo lo contrario— que padece un delirium tremens socioeconómico. El ojo de un narrador en primera, el ojo de un dios que de repente se vuelve frágil, el ojo de un Autor que siente por sus criaturas una mezcla de compasión y justo desprecio, se permite interrumpir el curso vital de sus protagonistas con injerencias, opiniones, juicios morales. En esa práctica, se atisba la reivindicación de una manera perdida de entender la palabra literaria. No hay nostalgia. Es un golpe sobre la mesa. Puede que una necesidad.
12. Juan Carlos Muñoz saca una fotografía con filtro crítico de un mundo que no por el hecho de ser reconocible resulta cómodo. Es el mundo del origami, de la arquitectura faraónica, de los pelotazos, del prestigio del gin tonic y del lexatin, la comida japonesa y la barbacoa, los muebles de Ikea, los estudiantes de instituto que quieren saber cuánto gana un conferenciante y cuál es el camino más rápido para entrar en Gran Hermano… El mundo de la globalización que deslíe los colores y las sentimentalidades.
13. La fiesta del ladrillo, la fiesta del rascacielos, la fiesta antiecológica de la urbanización de chalecitos adosados… En las construcciones todas las piezas han de encajar como aquí lo hacen la voz orgiástica del bailarín, el silencio del amigo invisible, la conciencia de Victoria o de Arturo que a ratos se concretan en un habilidoso monólogo interior y a ratos responden a una hilarante entrevista, las gafas de cerca del Autor-Narrador que juzga y pone en marcha una modalidad de los géneros didácticos tal vez para que la historia no se vuelva a repetir. Lo que Muñoz relata es pasado reciente, pero sobre el pasado reciente también se puede activar el dispositivo de la nostalgia o el de la memoria crítica. En esta novela se opta por el segundo dispositivo y por el encaje de las piezas del mosaico: el nuevo ladrillo, las nuevas acepciones del hogar se entrecruzan con los lares y penates, los exvotos narradores, los diablillos y los enanos saltarines que nos ponen pruebas para enfrentarnos a nuestra acepción del bien y del mal. A nuestra conciencia. Todos somos inocentes, porque estamos sometidos a fuerzas invisibles contra las que braceamos. Pero a la vez, de un modo perverso y horrible que asimila el mal con la codicia capitalista y la inteligencia con las corrupciones, también todos somos culpables. Muy culpables. Creo que esa es la lección que nos da esta novela. Además de la lección metaliteraria de que la literatura aún puede servir, en ciertos casos, para dar lecciones. Valga la gloriosa redundancia.
14. La novela testimonio asume un riesgo sobre todo en la era de la novela espectacular, porque ¿quién quiere que le repitan lo que ya sabe, pero se niega a asumir?, ¿sirve la repetición para aprender algo?, ¿son el reflejo o la repentización modos obsoletos del aprendizaje?, ¿son útiles estas estrategias para transformar algo, para pegar los pedazos rotos, para crear nuevas formas? Este es el riesgo que asume Muñoz al colocarnos delante un espejito mágico. Un espejito que nos devuelve nuestra imagen menos fotogénica: trepas, adúlteros, egoístas, avaros, chillones, briagos, ciegos… Un espejito que, sin trampa ni cartón, ni siquiera acude a ese exotismo, siempre embellecedor, pese a su raíz terrible, de los reportajes que hacía Arturo antes de echarse definitivamente a perder y convertirse en protagonista de sus propias maquinaciones televisivas: un loco, un robinson, alguien que necesita urgentemente que lo rescaten…
15. Juan Carlos Muñoz, acaso travestido en Victoria, asume el riesgo de no estar de moda, de no ser comercial: porque la repetición no es un instrumento didáctico de prestigio ni el espejo stendhaliano una metáfora para entender la literatura. Los motivos del fuego asume el reto que debe asumir cualquier texto literario: resignificar las palabras para nombrar el mundo. «Centro Polivalente de Recursos Culturales» es la nueva expresión hipertrofiada para aludir a la humilde biblioteca. Sin embargo, el rebautismo transforma la realidad: la niña ha dejado de llamarse Paquita, ahora es Melanie y nunca nadie la mirará del mismo modo; ni siquiera ella se verá igual. Tendrá brazos de Melanie y piernas de Melanie, y hablará como una Melanie. Con las bibliotecas sucede lo mismo: ya no serán más un lugar donde la gente va a buscar un libro para leerlo en silencio, sino un espacio interactivo en el que se desarrollan todo tipo de eventos garrulos. El concepto de libro y de lectura se transforman. Vaya que si se transforman.
16. La amenaza demoniaca está presente cada vez que pasamos una página: los perfiles de las torres no tan lejos, los cantos de sirena capitalistas de Lena, la religiosidad, el valor totémico de las televisiones. Lo dice el autor: Dios ha muerto; el diablo —los diablos, con sus múltiples caras, con sus múltiples nombres, con su habilidad para el disfraz—, no.
17. Y, al final, toda novela da cuenta de la transformación de sus personajes. De cómo las interacciones entre ellos producen fricción o permeabilidad. Es esta una trama de aprendizaje y, dentro de las tramas de aprendizaje posibles, es una trama de degeneración que dibuja una parábola ascendente que después de llegar a un momento de clímax siniestro se despeña hacia el abismo. Los lectores nos lo olemos, el autor no nos engaña, no defrauda nuestras expectativas, leemos con la convicción de que lo malo va a pasar y, al final, leemos porque no importa tanto el desenlace de las novelas como el residuo moral que el lenguaje esconde por debajo de su alfombra. Leemos buscando la suciedad quizá con el ingenuo afán de exterminar los ácaros.
18. Sin embargo, nada es tan fácil porque la parábola ascendente que sube a los personajes a una altura que siempre será modesta, frente a esos otros personajes que siempre son anónimos y que llevan enganchados a los dedos hilitos de nailon invisibles para mover nuestros bracitos y nuestras lengüecitas, esa parábola ascendente que de pronto se desploma rompiendo una familia y toda su seguridad —su fantasía de libertad y de bienestar—, la deriva de esa familia que es la metonimia de un país entero —de muchos países tan similares a este—, esa línea desplomada hacia el infierno de los bailarines y los diablos siempre sustituidos por otros diablillos ávidos de monedas y pucheritos mágicos, vuelve a ascender un poquito, de modo que toda esta novela, pese a su contundencia ideológica y su valoración de las tesis, acaba adoptando la línea de entonación de una pregunta. Arturo supera su momento de locura, Arturo vuelve a integrarse en el sistema, Arturo sale del abismo y el anticlímax, Arturo remonta, ¿remonta?
19. La desgracia es un espectáculo, pero no debería serlo. Hay distintas maneras de representar la desgracia. El modo inmoral de representación de la desgracia se identifica aquí con la telerrealidad. El artefacto narrativo —autorreferencial a ratos, cervantino, interrogativo, de tesis, redundante, divertido, incómodo…— que propone esta novela resulta más adecuado en su contravención de las normas del canon narrativo y literario actual. El autor es a la vez un dandi y un franciscano. Alguien que se coloca en un altillo —que le permite ver bien y le da perspectiva— para observar cómo las hormiguitas se ahogan y, de repente, siente el impulso irrefrenable de salvarlas porque sabe que él no es más que una de esas putas hormigas abocadas a una muerte prematura en un torbellino salvaje. A veces hay que tener la ambición de los dioses y sentirse al mismo tiempo como un gusano. Ese es un inmejorable punto de partida para ponerse a escribir.
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