Narrativa

La uruguaya seduce a Tigre Juan

"La uruguaya" (Libros del Asteroide, 2017) de Pedro Mairal ha ganado el Premio de Novela Tigre Juan 2017.

Puerta falsa en el tiempo

Voló, voló mi destino,
Duró mi vida un instante.
El cruce de los caminos
Y tu dulzura distante.
(Fernando Cabrera)

Entre Buenos Aires y Montevideo, el Río de la Plata es un larga cesura líquida, una lámina que fluye y que, cuando el agua comienza a brillar, hace justicia a su nombre. A orillas de ese amplio espejo Lucas Pereyra, escritor, vive horas intensas que un tiempo después recordará, como un Rimbaud derrotado, con esa sensación, entre la familiaridad y el extrañamiento, del que examina su vida, o un capítulo a un tiempo cómico y amargo, pero de cualquier modo trascendente, de su vida. Montevideo es el “allí” donde las invenciones parecen adquirir corporeidad, la ciudad imaginaria a la que se llega ─como en todo principio, el héroe cruza el piélago─ tras una mínima travesía, la capital de la Banda Oriental, el paisito de vacaciones donde todos son buenos y amables, la ciudad “fiestera” que, como el astro “que duplican las aguas” del poema que Borges le dedicó, acoge en su estela las ilusiones de un Peter Pan de cuarenta años. A esa suerte de ciudad casi inventada llega Lucas Pereyra lleno de entusiasmo y doblemente alentado por la promesa de unos dólares hurtados a la matemática ondulante de los controles de cambios y las inflaciones salvajes y, sobre todo, por el sueño de un amor inolvidable, Magalí Guerra Zavala, la uruguaya, que, como la heroína de la Zamba por vos de Zitarrosa, se quedó esperándolo en un tiempo arrebatado a la mediocridad, al tedio de los días bonaerenses, de la convivencia con Cata y con Maiko, ese “haiku” de persona que apenas ha empezado a caminar, al juego soterrado de las infidelidades y las traiciones.

La euforia reveladora de Lucas ─él mismo dice que el enamorado es como el paranoico que cree que todo le habla y le interpela─ se alterna con esa cierta tendencia al “no ser” que se siente al viajar y cruzar en el buque al otro lado. Por usar la expresión que da título a otra canción de la novela ─La uruguaya es, además de una crónica irónica y una confesión hilarante, también, en el sentido literal, un relato musical─, Lucas se abandona a una especie de “dulzura distante”, a un azar que solo le puede deparar cosas buenas. De alguna manera, cruzar al otro lado significa renunciar a hacerse cargo, desistir de tomar decisiones para que quienes determinen lo que ha de pasar sean “las partículas elementales del devenir caótico”. Atrás queda la crisis matrimonial con Catalina, la rutina como un monstruo de dos cabezas en un tiempo jovial y ahora paralítico, la “bestia tullida” de dos espaldas anquilosada por el ejercicio del sexo cotidiano, conyugal. También Catalina, Cata, piensa Lucas, pareciera haber pasado desde hacía tiempo al otro lado de un espejo desconocido del que habría traído vivencias que en sueños reconstruye todas las noches, solitaria y a su lado. De todos modos, Lucas Pereyra, escritor, siente ahora ansias de vivir la vida propia, se siente harto de fantasías literarias; en su otra realidad montevideana no quiere ya escribir una novela émula del Ulises o del Gran Sertón, solo anhela ver y palpar, “entrar en la realidad”, “entrar en Guerra” con el ímpetu y las ganas de un amante adolescente, en guerra contra las sublimaciones literarias y la puta fantasía.

Ya arribado a Montevideo, a Lucas le sucede algo que a este lector se le antoja crucial, y lo es porque pertenece al orden de lo literario, a esa puta dinastía de lo fantástico que nuestro héroe tragicómico intenta rehuir. Al fin y al cabo escritor, el Lucas de “espíritu diáfano” recuerda, con los nervios anticipatorios de la cita o tal vez llevado por la exaltación de la cerveza, el poema en que Borges evoca el aire duplicado de Montevideo, igual pero distinta a Buenos Aires, porque en ella las cosas resultan parecidas pero son diferentes, una ciudad que está como moviéndose en un reflejo que es pero no es, una estrella geminada que rige las ensoñaciones, una ciudad sin retorno que obra como una “puerta falsa en el tiempo” ─según la expresión borgeana─ al rescate de la vida perdida.

Esa puerta falsa en el tiempo, un tiempo recobrado que se quiere ajeno al marchitarse de los amores y a salvo de las olas impetuosas del olvido, la intuye y la atraviesa el narrador en la rambla de Montevideo, en la intersección con Eduardo Acevedo, cuando le asalta el recuerdo de una escena de El pozo, de Juan Carlos Onetti. Lucas cae en la cuenta de que ese precisamente es el lugar marcado en el recuerdo de Eladio Linacero, empeñado en recrear las circunstancias de su encuentro con Cecilia Huerta de Linacero una noche de verano antes de que se casaran. Se diría que Lucas, que, al igual que el Eladio de Onetti está rondando la cuarentena ─la edad a la que “un hombre”, afirma Eladio, “debe escribir la historia de su vida, sobre todo si sucedieron cosas interesantes”─, intenta traer a su presente, en esta larga confidencia que constituye la novela, una reminiscencia, en su caso no tan lejana, intenta resucitarla, palparla, hacerla vivir. Eladio Linacero se empeña en que Cecilia se vista con el mismo vestido blanco de la primera vez y camine, bajando la calle en pendiente y a la hora misma del prodigio, “como buscando la juventud de ella”; Lucas Pereyra emprende en el recuerdo la reconstrucción de un día, su búsqueda del tiempo perdido y nunca recobrado. El paso de Cecilia era distinto, revela el narrador de El pozo, la cara de ella era seria y amarga… “No había nada que hacer y nos volvimos”, concluye con una brusquedad no muy distante en espíritu del abrupto final de La uruguaya. Este motivo de Onetti que asalta súbitamente a Lucas ─al fin y al cabo, escritor─ prefigura su propia anamnesis, acaso idéntica en sus efectos al desengaño de Eladio Linacero.

Lucas persigue inútilmente quedarse al otro lado de ese río que es el tiempo de la realidad amable, con la complicidad de su uruguaya, Magalí, La Maga, su Maga; tiempo de los caprichos, de las pequeñas locuras ─el hotel de doscientos cuarenta dólares la noche, el cordero al romero regado con whisky, el tatuaje del trisquel, cuyas espirales parecen estar en concomitancia con sus “intuiciones subterráneas”, la compra del ukelele, esa “guitarra mínima” para el pequeño Maiko…─. Al otro lado del río está el tiempo promisorio de Montevideo, un tiempo distinto, no cronológico, sino total, porque “en Uruguay conviven todos los tiempos”. Del otro lado del Río de la Plata, ese espejo que es un río de nombre nunca tan bien puesto, Lucas Pereyra ─literato al fin, y, como tal, víctima de sus ensoñaciones─ queda atrapado en el mismo estéril empeño que la escena de Onetti vaticinaba. El relato o confidencia de Lucas es su personal Día de la marmota, una y otra vez repasado, estudiado, ampliado y una y otra vez examinado en el tiempo estanco que preserva la escritura: “Trato de no agregar nada que no haya sucedido, pero de todas formas sin querer le agrego ángulos, planos, perspectivas que en ese momento no vi, porque pasé como pasa uno siempre por la vida, a toda velocidad y a los tumbos”. Al otro lado del río, Lucas Pereyra es su propio reflejo que se prolonga en los minutos de unas pocas horas; una sombra perdida, el eco de una inoperante epifanía que solo puede pisar sobre su presente, para siempre cantando sentado al lado de Guerra, intentando impresionarla con su versión de una zamba, como un muerto ridículo con un ukelele al que solo le dejaran recordar el último día de su juventud.


Las palabras entrecomilladas remiten al poema Montevideo, de Jorge Luis Borges (en Poesía completa, Barcelona, Destino, 1989) y a las novelas El pozo, de Juan Carlos Onetti (Barcelona, Punto de Lectura, 2007) y La uruguaya, de Pedro Mairal (Barcelona, Libros del Asteroide, 2017).


• La uruguaya
• Pedro Mairal

♣ Premio Tigre Juan 2017
Libros del Asteroide, 2017
144 páginas, 15,95 €

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