/ por Gerardo Vilches /
Gregory Gallant, más conocido por su nombre artístico, Seth, es uno de los autores norteamericanos sin los que no se entiende la entrada del cómic en su madurez como medio, en el paso de los ochenta a los noventa. Junto con Chester Brown, Joe Matt y Julie Doucet compuso el núcleo duro de la editorial Drawn & Quarterly, que, con Fantagraphics, fue animadora principal de la escena alternativa de aquella época. Como muchos de sus compañeros de generación, Seth creó su propio comic-book, Palooka-ville, una cabecera de periodicidad anárquica, que sigue publicando hoy en día —aunque en un formato de libro—, y donde incluye tanto historias breves como capítulos de obras extensas. Ese es el caso de la que nos ocupa: La vida es buena si no te rindes.
Fue la primera obra de cierta envergadura de Seth, que contaba con treinta años cuando comenzó su publicación en 1993. Tras ella han llegado otras, como Wimbledon Green (Sins Entido, 2012) o La hermandad de historietistas del Gran Norte (Sins Entido, 2013), más maduras, quizá mejores en términos absolutos, pero que no tuvieron el impacto en el medio que tuvo La vida es buena si no te rindes, una de las primeras novelas gráficas —y uso las cursivas porque en los noventa la etiqueta no se asoció con esta obra—, una historia cerrada que fue inspiración para otros que vinieron después.
Seth abordó su primer relato extenso con cierta bisoñez, sin un plan cerrado para toda la obra, confiando en que su intuición y la mejoría inherente a un work in progress como este encauzaran su historia a buen puerto. También se adivina cierto pudor, quizá incluso inseguridad ante la tarea que se había propuesto. Aunque ya había experimentado con la autobiografía en piezas breves, el salto que ejecuta en La vida… no es cosa menor. En primer lugar, porque se acerca en el tiempo al momento presente; mientras que, en historias anteriores, como las contenidas en Un verano en las dunas (Fulgencio Pimentel, 2016) revisa acontecimientos de su adolescencia, en esta obra se remonta a tan solo unos pocos años en el pasado, cuando ya lucía su característico atuendo de traje, gabardina y sombrero clásico.
En las páginas de La vida… encontramos un relato en primera persona, íntimo e introspectivo, por momentos un monólogo, a veces un diálogo en el que su gran amigo Chester Brown aparece como confidente perfecto para las reflexiones de Seth. Para muchas personas, este cómic fue la demostración de que el cómic podía escapar de la acción desenfrenada y la peripecia aventurera que habían marcado la mayor parte de su trayectoria como medio de masas orientado a un público infantil y juvenil. De hecho, Seth ha declarado que estaba reaccionando de forma activa contra ello en sus primeras obras. En buena parte de La vida… no sucede nada: todas esas secuencias en las que Seth pasea por diferentes espacios, meditando sobre su propia vida, a menudo a través de secuencias de tebeos importantes para él. La habilidad de Seth para evocar el pasado se manifiesta no tanto en esos textos —que no son sino proyecciones, deseos de su autor— sino, más bien, a través de la imagen. Su capacidad para detenerse en los objetos, los edificios y los espacios congelados en el tiempo es una de sus cualidades más destacadas como dibujante. El uso del bitono azul potencia la melancolía de determinadas escenas, y su trazo, a medio camino entre sus admirados dibujantes de The New Yorker y la europea línea clara, sintetiza esencias y permite que aflore la nostalgia en cada lector: a través de las madalenas proustianas de Seth recordamos las propias.
Más allá de eso, y de las disputas con su hermano —casi su opuesto exacto—, o de su relación fugaz con Ruthie, en La vida… sobrevuela permanentemente una sensación de añoranza por el pasado y de nostalgia por los años cincuenta, una época, en la mente de Seth, indudablemente mejor y más feliz. «A la gente siempre le ha costado ser feliz», responde, lacónico, su amigo Chester cuando Seth le suelta una de sus habituales peroratas (p. 16). Situando esa sentencia cargada de sentido común en boca de su amigo, Seth está reconociendo que, en el fondo, sabe que su postura no deja de ser una impostura; un recurso estético y poético, más que una nostalgia real. De hecho, lo más interesante de esto es que, en realidad, Seth nació en 1963: echa de menos una época que nunca vivió. Y, si los recuerdos son siempre construcciones mentales, en este caso la obsesión de Seth por los años cincuenta lo es de un modo mucho más evidente y pronunciado: no añora aquella época, sino la idea de ella que se ha formado en su mente. Su actitud, por supuesto, también tiene algo de escapista, de cobardía ante una situación en la que es fácil identificarse: la sensación de que todo va demasiado rápido, que el mundo empeora, que no entendemos nada. Y del mismo modo en que Seth mira al pasado mitificado previo a su nacimiento o intenta, sin éxito, volver a los lugares de su infancia para rememorar la felicidad pura que a ella suele asociarse, también impone desde fuera del relato, como autor, un ritmo pausado, mediante un punto de vista contemplativo, que intenta frenar el tiempo y evitar el amenazador futuro.
Aún no hemos señalado, sin embargo, el motor argumental de La vida…, un cómic que, a diferencia de lo que sucede en otros posteriores que también se encuadran en la autobiografía, necesitó aún de una excusa, de una trama que, al menos someramente, mantuviera el interés del lector. Hablo de la búsqueda por parte de Seth de las huellas de Jack Kalloway, alias Kalo, un olvidado humorista gráfico que publicó algún chiste en The New Yorker para desaparecer después, sin dejar apenas rastro. Seth aparece buscando publicaciones antiguas con chistes de Kalo, mientras que comienza a elaborar un plan para encontrarlo. Se trata, evidentemente, de un símbolo, incluso demasiado obvio, en un primero momento, de la obsesión por el pasado de Seth. De hecho, la búsqueda material del autor no está construida con la tensión narrativa que sería propia de una investigación —la primera pista se la da su novia, Ruthie, cuando se le ocurre algo tan básico como mirar los créditos de una revista con un chiste de Kalo—. También es evidente la carga de significados de la resolución de su búsqueda: Kalo está muerto, y lo único que queda de él son los recuerdos borrosos de una hija y la memoria a punto de desaparecer de su anciana madre. Seth intentaba encontrar el pasado, pero lo único que ha podido encontrar es su sombra distorsionada y apagada.
Pero el historietista canadiense tenía un as en la manga, un giro posmoderno que parece impropio de quien reivindica una edad dorada: una vez terminó su historia, desveló que Kalo era una invención. Nunca existió un dibujante con ese nombre. Las páginas con sus chistes que aparecieron en los apéndices de La vida… eran falsificaciones perpetradas por el propio Seth. Al señalar la falsedad del motor de su historia, el autor provocaba dos interesantes consecuencias. En primer lugar, cuestionaba de un modo aún más evidente su propio amor a los viejos tiempos: Kalo, símbolo del pasado idealizado, no existía, en verdad; de modo que ese pasado tampoco lo hace. Es tan ficticio como el propio Kalo. En segundo lugar, Seth ponía en duda el pacto tácito con el público que se establece en cualquier relato de clave autobiográfica: incluso aun admitiendo que será un relato netamente subjetivo, el lector de una autobiografía asume que lo que se le está transmitiendo es verdad, o, al menos, es una parte de la verdad. Pero al exponer la inexistencia de Kalo, de pronto esa obra que hemos leído como un relato confesional e íntimo se reconfigura: nunca podremos volver a leerla con la misma inocencia. ¿Realmente es Seth así, realmente tiene un hermano insoportable, un gato enfermo y una tendencia a fracasar en sus relaciones de pareja? No lo sabemos. Si la búsqueda de Kalo nunca sucedió, entonces todo lo que aparece en las páginas de La vida es buena si no te rindes podría ser una invención.
Sin embargo, de alguna forma, esa maniobra descubre una honestidad diferente: la del creador que nos advierte que un relato es siempre una ficción, y que el valor de sus contenidos no puede estar únicamente en la fidelidad a unos hechos del pasado. ¿Acaso nos llegan menos las reflexiones de Seth, o nos parece menos conmovedora su preocupación por la salud de su viejo gato? ¿Acaso las sensaciones que nos evocan sus paisajes suburbiales son menos auténticas al descubrir que, tal vez, Seth no paseara realmente por ellas tal y como lo cuenta?
Este diálogo que Seth establece con sus lectores a posteriori, implica un nuevo nivel de interpretación en una obra engañosamente sencilla, que fue importante no solo por los motivos indicados al inicio de este texto, sino también porque fue una obra que inauguró la autoficción en el cómic norteamericano: la autobiografía que cuestionó el género autobiográfico. Este tipo de maniobras y de relaciones entre realidad y ficción se convierten en el centro de los intereses de Seth en obras posteriores: en George Sprott (1894-1975) (Random House Mondadori, 2009) recreaba la vida de un inexistente presentador de televisión de Canadá, mientras que en la ya citada La hermandad de historietistas del Gran Norte imaginaba toda una historia del cómic para su país. La vida es buena si no te rindes queda, en retrospectiva, como un primer intento intuitivo de romper las barreras entre ficción y realidad, que parte de lo personal y lo inmediato, y que fue la primera gran muestra del enorme talento de Seth.
• La vida es buena si no te rindes
• Seth
• Salamandra, 2017
• 196 páginas; 20,00 €
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