Ensayando círculos

Todos mienten

El MALBA de Buenos Aires le dedicó este año una retrospectiva a la artista argentina Mirtha Dermosache.

/ por Hilario J Rodríguez /

Si nos desviásemos diez centímetros o cinco segundos, nuestra historia seguramente no tendría sentido.

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La imagen muestra una obra de la artista argentina Mirtha Dermisache (Buenos Aires 1940-2012) y forma parte de Diario Nº 1 (1972). Si uno se sitúa ante ella con la esperanza de ver algo concreto, enseguida le asaltará la decepción y pasará de largo a no ser que esté en la retrospectiva que el Malba de Buenos Aires le dedicó este año, porque en sus paredes, vitrinas y expositores esa ausencia de imágenes se repetía de un modo serial que rozaba lo patológico. Una, dos, tres, otra más, cientos, miles. Páginas y libros de una biblioteca muda multiplicándose, expandiéndose como el Universo, enroscándose en un laberinto sin salida. Daba igual si los soportes cambiaban, si irrumpían los colores o si prevalecía el negro, todo hacía referencia a formas de caligrafía casi siempre indescifrable. Más que la obra de una artista al borde de la locura, parece la obra de una escritora rematadamente loca. No se ve nada salvo letras en diferentes idiomas inventados que exigen complicidad lectora, no espectadora. Sin embargo, uno puede distinguir una página de un periódico sin entender las noticias. Es como si el mundo hubiera enmudecido, también el lenguaje. O como si se tratase de un lenguaje tan íntimo y privado que es imposible penetrar en él con la esperanza de poder comunicarse. ¿Qué sentido tiene, por tanto, repetir ese silencio, desplazándolo de un lienzo a papel verjurado, convertiéndolo en libro, carta o diario, multiplicándolo sin que en sus variaciones se perfile siquiera una nube, sin que tampoco se diga? No se nota gestualidad, azar, la pulsión surrealista por hacer brotar significado de lo imprevisible.

Una duda de pronto nos asalta: si el signo es arbitrario, ¿lo es asimismo su sentido? ¿Podría la palabra «oso» representar una manzana? ¿Invocar la lluvia? ¿Contactar con criaturas de otra galaxia? Y de ser así, ¿cómo llamaríamos entonces al oso? ¿Lo ignoraríamos incluso tras los barrotes de una jaula? ¿O haríamos algo semejante a lo del elefante en la habitación, exiliándolo de nuestras preocupaciones? Las posibilidades del juego son demasiadas para barajar todas al mismo tiempo y no volverse loco. Es preciso sintetizar, reducir el conjunto a un tamaño portátil, menos peligroso. Fijarse, por ejemplo, en el trabajo que hay detrás de la obra de Mirtha y no en la obra misma. Aunque no se entienda nada, las formas parecen bajo control, están trazadas con una pulcritud minuciosa. Laten, y detrás de un latido siempre hay una presencia.

A la escritora que encarna con su obra «asémica» —como la llama Sergio Chejfec— podemos imaginarla obsesiva, enfermiza y perdida en su incapacidad para crear algo definido; pero es mejor verla, visualizarla mientras trabaja como una amanuense escribiendo textos al dictado de imágenes e historias que están a su alrededor —insinuantes— recordándole que son su vida o al menos la definen, y a las que —escurridizas— nunca podrá dar una forma objetiva, apresarlas con palabras de un idioma conocido u obras figurativas por mucho que lo intente, porque la traducción siempre le resultará incomprensible al lector o al espectador. Si conseguimos verla así, entonces quizás nos conmueva su colosal trabajo, los años de dedicación, entenderemos hasta dónde puede llegar alguien cuando, pese a cualquier obstáculo, se sitúa en el vertedero de su universo y opone resistencia —con el pincel, la pluma o el lápiz— ante el avance de los residuos. Es un combate personal donde se reflejan muchas ansiedades contemporáneas.

Kyle Kirkpatrick foto de Leo Reynolds

Escribir durante toda una vida enseña a escribir, pero no nos salva de nada.

Mirtha es de esas artistas que no pertenecen al mundo del arte desde una perspectiva institucional y sólo están en él por casualidad o por apropiación ajena. Desde niña fue una solitaria, atraída por la creatividad. Le gustaban los cuadros, las esculturas, los edificios, las gentes que los hacían y hasta quienes hablaban sobre ellos. Aunque seguramente le fascinaban más los libros, con sus códigos secretos para construir cosas y explicarlas sin tantos alardes, de una manera más discreta, casi invisible. El lector, después de todo, tiene la última palabra, da la última pincelada, pone el último ladrillo y lo hace de incógnito. A él es al que debemos considerar el verdadero artista, el verdadero escritor. Por eso Mirtha insistía tanto en que ella también escribía. Eso sí, escribir no la convertía en escritora, tampoco en artista. Vale la pena tener en cuenta esa diferencia entre «escribir» y «escritora» para mantener intacta su idiosincrasia. Y no estaría mal recordar que a veces ser raro no es tan malo como podría parecerlo.

Durante un tiempo otros artistas que se movían en torno a ella la ignoraron y luego consideraron conceptual su trabajo, con más pereza que afán clasificatorio, como por quitarse de en medio aquellos garabatos tan insistentes. Mientras tanto, uno de los primeros en apreciar su obra fue Edgardo Cozarinsky, un cineasta, guionista, productor, actor, novelista y dramaturgo muy difícil de catalogar, argentino de nacimiento y exiliado en París muchos años. A su fascinación le siguió la de Roland Barthes, sobran las introducciones. Este último se quedó maravillado al ver varios libros de Mirtha en una exposición en París, cuando comenzaron a viajar a otros países, y le escribió una carta intentando verbalizar su entusiasmo. El grado cero de la escritura estaba allí, en aquellas caligrafías que a su modo Barthes había intentado plasmar en los cientos de dibujos que él mismo produjo entre sus paseos, lecturas y escrituras, durante esos momentos en que cualquier cosa es posible, mientras exploramos nuestro pensamiento, y en los cuales al final casi nunca suele suceder nada porque el cansancio o la deriva nos pueden (y una vez más volvemos a perder la batalla sin siquiera rebelarnos con gestos pidiendo auxilio delante de una pantalla que parpadea hasta el hipnotismo).

Gustar o no gustar vale de poco ante la obra de Mirtha. Sucede lo mismo con las piruetas visuales de Lewis Carroll en el manuscrito de Alicia en el País de las Maravillas y con los caligramas de Apollinaire. Una sola pinturita —pensará la mayoría— habría sido suficiente. Tantas son un disparate. Al fin y al cabo, no es que nos gusten todas las caligrafías, tampoco que las más bonitas o evocadoras queramos verlas todo el rato. La caligrafía, si pensamos en ella, acoge lo bello y lo siniestro. Habrá, sin ir más lejos, a quienes los ejercicios con cuadernos de Rubio para enderezar nuestra escritura no les traigan malos recuerdos e incluso habrá quienes todavía los conservan, pero difícilmente habrá quienes los hayan enmarcado como si fueran algo de lo que admirarse todavía hoy, ya mayorcitos, o hacer admirar a los demás, que bastante tienen con nuestras fotos de boda o luna de miel. Y habrá también a quienes les traigan malos recuerdos.

Desde muy pronto se aprende que la escritura tiene una parte considerable de castigo y que te convierte en Sísifo o en Prometo, escribiendo mil veces «en clase no se habla» porque has interrumpido al maestro, practicando para que no te baje la nota porque no tienes buena letra, y porque en general lo único que importa es que hayas aprendido la lección y a escribir las letras como Dios manda.

Todo libro en el fondo es una batalla

Cursando cuarto de Filología Hispánica, una de las asignaturas optativas que elegí fue Paleografía. Lo hice porque me fascinaba la posibilidad de convertirme en un arqueólogo de la escritura, ser capaz de descifrar las es y las uves en la caligrafía de gente que había vivido hacía mucho tiempo. También lo hice porque cuando era pequeño acompañé a mi padre a muchos archivos y catastros de la Península del Morrazo, en las Rías Bajas de Galicia, y me quedaba fascinado al verle transcribir nombres y fechas, imitándolos hasta donde le era posible, conservando —según él— las diferencias que hacían que cada uno fuese distinto de los demás. Sin interrumpir su tarea, me explicaba cómo la escritura decía mucho sobre quien la escribe. Una ka mal trazada o difícil de leer en medio de vocales perfectas dibujaba la historia de alguien que, por motivos de necesidad, había dejado la escuela antes de aprender a escribir, como si hubiera tenido que abandonar la seguridad de una casa por culpa del fuego. Demasiada presión en el papel era un indicio de una mano posiblemente mayor intentando ahondar en los surcos, arando en lugar de escribir tras muchos años de trabajo en el campo, luchando ante el papel contra el tiempo de una manera similar a como había luchado contra la tierra hasta el momento de escribir su nombre. Cada uno era una historia que mi padre prefería transcribir primero a mano, en una de las 12.430 fichas que rellenó a lo largo de veinte años, mientras trabajaba en su tesis doctoral. Sólo después utilizaba una olivetti, convirtiendo entonces todo aquel universo fascinante en cifras estadísticas, de caracteres uniformes convertidos en datos científicos que de vez en cuando presentaba en congresos donde «la literatura» no tenía cabida, como él mismo me explicó años más tarde con un tono que me sonó a claudicación, a que él y yo ya no éramos los mismos, y a que me fuese con mi música a otra parte.

En La novela luminosa, Mario Levrero recuerda sus primeros pasos como escritor, allá por los años sesenta, e insiste en sus esfuerzos por aprovechar el papel. Trabajaba casi sin márgenes y reduciendo el interlineado al máximo; la precariedad económica no le permitía hacer grandes derroches. Escribía a mano porque no tenía máquina, fueron sus amigos oficinistas quienes más tarde le permitieron usar las suyas, pero al hacerlo se dio cuenta de que entre la escritura a mano y a máquina había un abismo considerable. A máquina se quedaban fuera muchas cosas porque el golpeteo sobre las teclas, pese a su compás dodecafónico, no seguía la verdadera respiración de la escritura. Buena parte de su personalidad, de lo que quería decir y cómo quería hacerlo, se quedaba atrás, no llegaba. Por eso comenzó a escribir a doble espacio, pensando que más tarde necesitaría el blanco entre las líneas para incorporar correcciones o para reescribir frases imperfectas, aunque sobre todo en lo que pensaba era en recuperar lo que se perdía.

Siempre uso mi imaginación cuando intento ver

 

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