Levedad: una lectura de Todo es real de Misael Ruiz Albarracín
/ por José Luis Gómez Toré /
Levedad. Esa es la primera palabra que a uno le viene a la cabeza al leer un libro como este, una de las que, por cierto, eligió Italo Calvino para sus Seis propuestas para el próximo milenio (un milenio en el que ya estamos y que, de momento, no parece precisamente una carga ligera de llevar). «Levedad» define el tono de alguien que prefiere, como diría, Eliseo Diego, la poesía que se insinúa como una conversación en la penumbra. De ahí la huida de toda rotundidad, de toda retórica demasiado evidente. Y, sin embargo, y esto es importante, se trata aquí de algo más que una elección de estilo Lo que atrae enseguida de este poemario es la correspondencia entre esa ligereza del trazo y la actitud vital que va desvelándose en cada página. Asistimos, poema a poema, a una escritura que es ya un aprendizaje de la levedad como una forma de estar en el mundo. La soportable levedad del ser, me atrevería a decir, parafraseando – y parodiando— a Kundera. La necesaria levedad del ser, si no queremos ser una carga para los otros y para el mundo. Hay que recordar que Italo Calvino, cuando reflexiona sobre esta propuesta, cita a Lucrecio como ejemplo de esa ligereza, perfectamente compatible con una asunción de la fisicidad del mundo. Algo así pasa con este libro, que parece hecho de materiales fluidos, difíciles de atrapar— agua o aire—, y, sin embargo, nombra una y otra vez la evidencia sensible de lo real, el peso de todo lo que existe.
Esa levedad se aprecia también en la manera en que se filtran lecturas e influencias. El autor (que no en vano es traductor de poesía, y traductor reconocido con un premio tan prestigioso como el «Ángel Crespo») se nos muestra como un poeta culto, poeta doctus casi a su pesar: así, en el libro no solo se dejan entrever los nombres que jalonan las citas –Pessoa, Montaigne, Santayana—, sino también, si no me equivoco, el de Spinoza. Sobre todo, en lo que el pensamiento del autor de la Ética tiene de asunción de la inmanencia, de fascinación ante la capacidad de la materia para engendrar constantes formas, en su dejar en segundo plano la muerte sin negarla en absoluto. Pero todas esas voces, y otras que tal vez se nos escapan, aparecen sin estridencias, sin ese empeño tan molesto en algunos escritores por mostrarnos todo lo que saben y lo que han leído. Hay aquí un aprender a vivir aceptando la vida en lo que es, que recuerda a tradiciones occidentales como la de los estoicos, pero también a la sabiduría oriental del Tao. Todo ello, insisto, sin alardes, filtrado además por una mirada propia, la de quien no quiere ser maestro ni discípulo, sino tan solo darnos cuenta de su perplejidad y su fascinación por eso que llamamos mundo.
Estamos ante un libro que es, en gran medida. un ars vivendi. Como constituye asimismo un ars moriendi. Y no hay contradicción entre ambas afirmaciones: porque un arte de la vida necesita también ser un arte del morir. Y, a la vez, ese aprender a morir, que se plantea desde una cita de Montaigne, solo tiene sentido en la perspectiva de alguien que recorre el camino de la vida demorándose en él, sabiendo que ese recorrido, pese a sus purgatorios y también a sus infiernos, es el único Edén que nos es dado pisar: «¿No era esta tierra,/ sus peces, su belleza, el temblor/ del aire en el presente, las estrellas,/ sus montañas, el desierto, todo/ el paraíso que iba a conocer?».
El título Todo es real podría perfectamente servir de respuesta indirecta, elegantemente oblicua, a aquella célebre frase de Leibniz: “¿Por qué hay algo en lugar de nada?”. No obstante, se trata en realidad de una cita de Pessoa, como el propio autor nos aclara. De los muchos poetas que hay en Pessoa, Misael Ruiz Albarracín invoca precisamente a Alberto Caeiro. La elección creo que no es casual porque responde a esa actitud moral que preside todo el libro, la de salir “fuera de sí” (así se llama, es significativo, el último poema), no para fundirse con un imposible todo, sino para asumir en su precariedad los dones de la existencia, que son, por su propia naturaleza, efímeros: «Igual que el sol/ no puede detenerse a mediodía,/ el vino, el aire,/ las caricias». Caeiro, ha dicho Octavio Paz con acierto, es lo que Pessoa no es y lo que todo poeta moderno no puede ser. Ante todo, porque la Modernidad es en buena parte esa quiebra, esa imposibilidad de borrar la sutura que nos separa de la naturaleza. Y, sin embargo, esa aspiración está ahí, latiendo en estos poemas, en absoluto desde una visión idealizada en la naturaleza, lo que aleja a este libro de esa visión ingenua, tan presente en no pocas de nuestros contemporáneos, que buscan un imposible retorno sin más a lo natural. La naturaleza es aquí vida y a la vez muerte, una madre que no deja de engendrar hijos de los que no se preocupa en absoluto y a los que, sin embargo, colma, desde su inconsciencia, de fugaces regalos.
Se vuelve imperioso apurar el momento, su precaria plenitud. Hay, por ello, una nostalgia del animal que aparece en más de un poema, un animal que, a diferencia del ser humano, «no conoce la muerte,/ solo el instante», versos donde, por otra parte, aparece un sabio uso del encabalgamiento, que apreciamos también en otros textos del libro. Otros recursos, como el juego entre la primera y la tercera persona, son muestra asimismo de una dialéctica entre cercanía y distanciamiento, que de nuevo entronca con esa levedad de la que hablábamos desde el principio. El poeta asume la inevitabilidad de mirar la vida desde un horizonte llamado yo, pero sabiendo que ese yo, al que tanta atención prestamos, no es sino un nudo que pronto se deshará. De ahí la necesidad de salir de sí, de aceptar lo que tiene de espejismo. Estamos, en definitiva, ante un libro que no pretende adoctrinarnos ni levantar teorías, pero, como la buena poesía, nos sugiere un camino, una suerte de sabiduría vital que haríamos bien en no desoír.

Todo es real
[Selección de poemas realizada por el autor para El Cuaderno]
Es casi un milagro
que las cosas existan. Por
ejemplo: el cielo gris,
la mano, su tersura ya perdida,
la pura materia. Mas,
se dice, no es un sueño, es
mi sueño real, la confluencia
irrepetible del vacío
en el ojo de la lengua.
Allí están las estrellas,
y su ausencia; las montañas,
y su sombra. Allí se produce,
en su fragua de sílabas, el milagro.
—
La retirada
Las orejas erguidas, los ojos
hundidos en su visión. El perro
no desea su presa, la acecha;
sus colmillos le parten el espinazo
con indiferencia, no siente el vértigo
de la victoria. No conoce la muerte,
sólo el instante, las orejas
erguidas, las patas ancladas
en la tierra, la carrera entre las zarzas,
la respuesta de todo su cuerpo
y, cumplida la acción, la retirada.
—
Opulencia
La opulencia en todas sus formas:
la humilde, del jardín,
un pedazo de queso, unos pocos
amigos y un árbol que dé sombra;
la de los dones del cuerpo
y el mundo, la carne rebosante,
las flores que se abren, los manjares,
que son festín de la muerte;
la de la mente chispeando entre
dos ideas, una sílaba
que remite como un rayo subterráneo
a todas las palabras de un hombre;
la del silencio y el vacío, la del
aire que apenas se mueve,
la del olvido, la de la vida
sin huella, la de lo nunca dicho.
—
Plaza Vasari, Arezzo
La plaza, irregular como un diamante
imaginario. El plano doblemente
inclinado despliega sin esfuerzo
el orden de la luz en la pupila:
crece espacio en el hueco que separa
la logia del palacio. Varios siglos
de esta ofrenda flotando en la memoria
del cazador de esencias. Se estremece;
comprende, en su raíz, el delicado
quicio de la extensión y el pensamiento,
el filo en que la idea es el cuerpo.
—
La travesía
«La fuente de la juventud»
Lucas Cranach
Tuvieron siempre, como un amuleto,
el presentimiento de que era posible.
Vieron la piscina de agua verde,
las hojas de morera descomponiéndose
en el fondo, y supieron que era
como en sus sueños: bastaba entrar,
si tenían el valor necesario, y atravesar
su espacio para salir renovados
y gozar, como antes, del amor
sobre todo.
Dudaron un instante,
¿se desharían de la huella de todo
lo vivido para ser, de nuevo,
su semilla? Entraron en el agua,
sintieron el cosquilleo del tiempo
volviendo sobre sí, la niebla
del olvido contra la piel.
Imaginaron, del otro lado, los árboles
en flor, los jugosos frutos, los dulces
cuerpos de los primeros años, pero
no se movieron. Contemplaron
el agua en silencio.
—
La silla
Está la silla: esta
silla; están mis ojos
mirando la silla a través de la palabra
silla y un vago
sentimiento de qué hacer con ella.
Permanezco atento,
más que de costumbre, me digo:
piensa la silla sin aferrarte
a ella; también, no
cualquiera, sino –repítelo- ésta,
ahora y aquí, frente a ti.
En forma de tijera, madera
oscura pulida por sucesión de nalgas,
labrada a mano con motivos geométricos,
cenefas de rombos y,
sobre el respaldo, dos cabezas
casi iguales. Hubo
unas manos tallándolas según la costumbre
del lugar y la inspiración
del momento; y hubo el tronco
del árbol talado y, antes, su semilla.
Cambió de manos y, luego,
el largo viaje a Europa, el aceite
de oliva con el que a veces,
nunca suficientes, otras manos la embadurnan.
Alguien la colocó donde ahora
yo me siento a escribir sobre ella
-y sobre ella-, que es sólo
esta silla, como bien podría ser
nada, no silla o, y ahí radica todo,
ni siquiera ausencia, vacío
en el que yo me siento y floto
en mi silla verdadera.
Todo es real
Misael Ruiz Albarracín
Pre-Textos, 2017
92 páginas; 12,35 €
Misael Ruiz Albarracín (Bruselas, 1960) en autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010) y Todo es real (Pre-Textos, 2017; XXX Premio Antonio Oliver Belmás). Ha realizado ediciones bilingües de Catherine Pozzi, George Herbert, Clive Wilmer y R.S.Thomas.
¡¡¡Qué bella e inteligente reseña!!! Y muy buena la selección de poemas, pues toca los temas tratados en las afirmaciones de José Luis Gómez Toré. El secreto está en el aquilib rio en la balanza entre informar, describir y seducir. Al final uno piensa de la poesía de Misael Ruiz, que «Allí se produce,
en su fragua de sílabas, el milagro».