Estudios literarios

Del Milenio al Apocalipsis: el lado oscuro de la cultura

El paso del tiempo ha conformado un nuevo canon que puede exhibir sus propios mitos y figuras, unidas todas ellas por un común y feroz individualismo.

/ por Javier Pérez Escohotado /

Cuando arrancaba este comentario de El reverso de la cultura. Mitos y figuras del nuevo fin de siglo, se me imponía la fabulosa idea de que, por fin, habíamos dejado de estar in, out, au-dessus, au-desous de la mêlée; de que ya no íbamos a seguir preocupados por estar à la page, a la moda, a la última, a la que salta; de que, por fin, habíamos superado las vanguardias, las neovanguardias, el expresionismo abstracto… Imaginaba que habíamos abandonado, en su correspondiente casilla, el modernismo, el estructuralismo, el deconstruccionismo…; incluso me atrevía a pensar que habíamos rebasado el posmodernismo, que a su vez trajo la posverdad, y habíamos saltado, de la mano de Damià Alou, a un nuevo estado mental: el “reverso”. Espero que el término tenga fortuna y acabe articulándose como un método o un sistema de análisis para post-descansar. El cambio de enfoque puede parecer, de entrada, novedoso, pero estar en el reverso, en el anverso, en el envés, en el revés, es un consuelo, no sé si intelectual, pero, al menos, terminológico, porque de los extranjerismos ad hoc y de los movimientos y escuelas de hermenéutica también ad hoc, hemos pasado a un término que, al menos en su formación como palabra, nos lleva a la re-flexión, o sea, a darle una vuelta de tuerca a cualquier cuestión, en este caso, a la cultura. La sola presencia de ese re-torcido prefijo re- nos trae de inmediato a la punta de los dedos palabras como re-visión, re-vuelta, re-belión, re-acción, re-lanzar, re-capitular, re-considerar…

Los otros sinónimos, envés o revés, me llevan directamente al otro lado de la Botánica (haz y envés) o al otro lado del Corte y Confección (el derecho y el revés), aunque ya todos compremos trajes confeccionados en algún país del Tercer Mundo y no al sastre del barrio. En esta frase, levemente nostálgica, también hay algo, debo confesarlo, de re-i-vindicación, en la línea de un sociólogo citado varias veces por Damià, Richard Sennett, y en concreto, de su obra El artesano. Del propio Bateman, el protagonista de American Psyco, dice Alou que se convierte en su propio envés, porque “todos sabemos que en el envés de alguien normal, buen chico, buen vecino, amigo de sus amigos, siempre hay… un asesino en serie” (38).[1] Bueno, no toquemos más la frase, como la rosa de JRJ, aunque esa misma frase es la que suelen emplear los vecinos de algunos terroristas o también los vecinos de los asesinos de género cuando llega la tv a entrevistarlos. La frasecita es, por supuesto, una provocación, por cierto, una de las mejores cualidades de este ensayo.

Tal vez la referencia más prestigiosa de este “reverso” lo sea la obra de Honoré de Balzac, El reverso de la historia contemporánea (1848), que está incluida en las “Escenas parisienses” de su gigantesca Comedia humana y que ya presagiaba aquel fin de siècle que el título usa como lejana evocación. En esta obra de Balzac, “reverso” puede entenderse y traducirse perfectamente como “lado oscuro”, puesto que el novelista trata de poner en evidencia toda esa zona de sombra que normalmente no alcanza a ver el historiador, obligado como está a usar datos y buscar la objetividad. Esta novela es ya pionera de alguna de las ideas que este ensayo aborda, por ejemplo, que el verdadero poder oculto es el de la ambición y el crimen; es decir, que existe una conjura del mal y dentro de esa conjura, campan por sus fueros las corporaciones, las psicopatías variadas y el individualismo, dicho de entrada y como aperitivo, y para excitar los jugos intelectuales.

En nuestros lares, Pedro Voltes, entre 1993 y 1994, dio un título en 4 tomos,  El reverso de la historia, en el que abordaba una amplia re-visión de muchos tópicos históricos que se habían ido adhiriendo a la historia más divulgada, o sea, al relato dominante. El 2016, Jordi Ibáñez, en El reverso de la historia. Apuntes sobre las Humanidades en tiempo de crisis y después de una experiencia negativa como director del Departamento de Humanidades de la UPF –cargo del que dimitió-, se quejaba de la postergación de las Humanidades y del poco o nulo valor que se les concede a disciplinas como la Filología, la Filosofía, la Estética o la Historia. ¿Se trata de una conjura? ¿Es otra conjura de los necios?[2] ¿Tiene alguna relación el abandono de las Humanidades con la ambición, el crimen y demás desafueros de corporaciones internacionales y necedades nacionales? ¿Hemos entrado en la era del reverso?

Aun siendo muy abierta, esta última pregunta se puede responder de antemano con un sí rotundo. No sólo hemos entrado en el reverso, sino que estamos instalados no ya en una era, edad o época de revisión, sino, sobre todo, de involución y miseria moral, de banalización del mal, y esta va a ser una idea fuerza, de la que he hablado en este mismo medio y sobre la que pretendo llamar la atención de nuevo.[3] Concedamos, no obstante, que la tesis que formula Damià  Alou está pensada en una clave más ambiciosa:

La producción narrativa de nuestro fin de siglo –en su vertiente escrita, filmada y dibujada- lleva a cabo un exhaustivo y sistemático suicidio de la “alta cultura” tal como se había entendido hasta ahora. (16)

El paralelismo del clásico fin de siècle, el que va de 1880 al 1914, con este, que iría de 1979 al 11 de septiembre del 2001, es el eje estructural que articula todo El reverso de la cultura. El punto de partida de este nuevo fin de siglo lo sitúa el autor, siguiendo a Chistian Caryl, en el entorno del año 1979 basándose en una serie de acontecimientos cuya sola enumeración pone los pelos de punta: elección del Papa Wojtyla, envío de tropas soviéticas a Afganistán, Margaret Thatcher primera ministra británica, Deng Xiaoping se hace cargo del poder en China, el sha abandona Persia y llega Jomeini a Irán. Y lo cierra el año 2001 con el derribo de las Torres Gemelas, acontecimiento que nos acude con una contundencia constante y reiterativa, y es seguramente una imagen que a todos se nos impone cuando cerramos los ojos.

Pero la obra con la que este ensayo establece un paralelo formal, incluso académico y, a la vez, un homenaje, es Fin de siglo. Figuras y mitos (1977), de Hans Hinterhäuser, que recopila una serie también de 6 ensayos, escritos entre 1962 y 1972, y que fue publicado en castellano en 1980. Damià Alou establece con esta obra un diálogo cultural muy productivo y aunque el ensayo de Alou no se corresponde capítulo a capítulo con el de Hinterhäuser, se adopta una postura intelectual parecida e incluso se abordan algunos elementos comunes, por ejemplo, la figura del dandi (Cap. 2: “Dandis y asesinos”), adaptando, por supuesto, las figuras y los mitos a los de este nuevo fin de siglo, que nos mata si es que no nos ha enterrado ya.

Según Damià Alou, el paso del tiempo ha conformado un nuevo canon que puede exhibir sus propios mitos y figuras, unidas todas ellas por un común y feroz individualismo, que se van examinando a partir de una o varias obras (sean novelas, películas, series o cómics, o todas a la vez) (16): el exiliado de la sociedad (El turista accidental y otras), el asesino en serie (Hannibal Lecter como más representativo), el esquizofrénico apocalíptico (El Joker de El caballero oscuro, entre otros), el pobre de espíritu frente a la clase social o el notario histriónico como Michele Houellebecq, por ejemplo.

La banalización del mal y la violencia recreativa

A lo largo de esta obra hay un tema que persiste y aparece, aludido o tratado en prácticamente todos los capítulos: el mal; mejor, la banalización del mal, que en Europa se impone con los crímenes y horrores del nazismo,  tras de lo cual se puede suscribir que “el mal ha conseguido hacerse universalmente banal” (20), y que yo pretendo unir al concepto complementario de “la violencia recreativa”, atendiendo sobre todo al personaje de Hannibal Lecter y su manía gastronómica, para no destripar -¿Por qué todos usan spoil o spoiler aun teniendo verbos como destripar?- el análisis de otros asesinos y figuras que aparecen en el libro y que el lector irá descubriendo con la lectura.

La filósofa alemana Hannah Arendt (Hannover, 1906 – Nueva York, 1975)

Y este es un tema capital. ¿Por qué hemos pasado a ver la violencia en el cine y en la tv, y tal vez en la vida, como un espectáculo habitual –mediático ya- e incluso como un motivo de risa? ¿Qué ha pasado a lo largo del siglo XX para que, en sus postrimerías –a partir de los 70- hayamos podido pasar de “la banalización del mal” a “la violencia recreativa”? La expresión “banalización del mal”, como todos sabemos, se populariza a partir la obra Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), de Hannah Arendt, crónica y ensayo que resultan del seguimiento del juicio contra este nazi, en Jerusalén y en 1961. El capítulo 8 se titula “Los deberes de un ciudadano cumplidor de la ley”, y es aquí donde se especula con este concepto, a partir de que Eichmann dijera que él se limitaba a cumplir con su deber, a recibir órdenes y obedecer la ley: estos son los rasgos de la banalidad, los de la aparente normalidad. Aunque el subtítulo incluye la expresión, es al final del libro, cuando Eichmann, tras beberse media botella de vino, se dirige hacia el patíbulo y entonces H. Arendt sentencia: “Fue como si en aquellos últimos minutos [Eichmann] resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.[4]

A pesar de que el subtítulo “Un estudio sobre la banalización del mal” ha sido suprimido en algunas ediciones modernas y ha sido contestado por algún investigador, se ha generalizado como concepto que permite distinguir al criminal de guerra del psicópata y del asesino en serie. Atribuir a Eichmann una psicopatía sería concederle una “razón”, excusa o eximente a sus crímenes. H. Arendt, con su estudio, desmonta que fuera un enfermo mental –lo visitaron hasta 6 psicólogos- y demuestra que la conducta de Eichmann estuvo dentro del que cumple con su obligación –“la obediencia debida” la llaman otros- y considera que pueden asumirse como normales decisiones como, por ejemplo, la ley del “exterminio final”. Arendt defiende, por el contrario, que la elección moral, la libertad moral para seguir o no determinadas órdenes prescritas por leyes injustas se da incluso en los totalitarismos.

En “Idiotas y asesinos”, se analiza American Psyco, de Bret Easton Ellis; el protagonista, Bateman, después de su primer crimen y como si no hubiera pasado nada, se larga un análisis del grupo musical Génesis, con lo que deducimos que el psicópata regresa a sus hábitos rutinarios favoritos, aunque, como dice Mailer en su crítica a esta obra: “Si Hannah Arendt tiene razón y el mal es banal, eso es muchísimo peor que la posibilidad contraria de que el mal sea satánico”. Pero ¿qué es lo que le ocurre a Bateman? Su problema es que este personaje ha renunciado a ser un componente de una clase social, para impostar y ser, para identificarse con “esa clase social y ese entorno”. Por tanto, puesto que no hay más que pura y dura mimetización y absorción del modelo, Alou concluye que tampoco “hay persona ni personaje”. Este es el resultado de la banalización: la destrucción de la persona y del personaje. Consiste en asumir, no como en el caso de Eichman las órdenes de un Hitler, sino, como en el caso de Bateman, las órdenes del mercado y las convenciones de la clase dominante que, por otro lado, no se caracterizan por su “alta cultura”, sino por su “alta chequera”. Estos psicópatas de novela tienen su transferencia en esos hombres que, desde las corporaciones financieras, matan, ahogan, mutilan las economías débiles –y otras no tanto- y perpetran sobre ellas auténticos “crímenes” económicos de los que salen impunes,  entre otras cosas porque el Código Penal de muchos países europeos está descaradamente obsoleto, sobre todo para los delitos llamados de cuello duro y guante blanco, aquellos producto de la especulación, no precisamente filosófica.

A Hannah Arendt, durante el juicio, le llamaban la atención los problemas que Eichman tenía para expresarse, lo que le llevaba a pensar que esa misma dificultad la debía de tener para pensar (41). Y es que esos son los dos graves síntomas de la banalización: la pérdida o suplantación de la palabra y la pérdida o suplantación de la reflexión. Unamos a esto la incapacidad de ambos –de Bateman y Eichmann- para ponerse en el lugar de otra persona, su incapacidad para la empatía, y ya podemos ingresar en el terreno de la psicopatía. Bateman no asume la ley hitleriana, sino la ley del Mercado, esa misma que imponen “los mercados financieros”, los mismos que desde 1991 “están comenzando a suplantar la voluntad popular a la hora de cortar –metafóricamente- las cabezas de los gobernantes” (42). Aunque no tan metafóricamente, sino, en la realidad, cuando imponen una determinada persona que no ha pasado por la voluntad de los ciudadanos y al generalizar una política financiera determinada que solo favorece al llamado capitalismo especulativo. Finalmente, “Bateman, al igual que Eichmann, mata con la misma indiferencia con la que va a cambiar sus cintas de vídeo” (42). Esa indiferencia es ya simple y llanamente banalización del mal.

A este tipo literario y social-real, Alou lo llama el “idiota moral”. Pero se pregunta: el idiota moral ¿nace o se hace? Pues sin duda se hace o, mejor, las circunstancias lo fabrican, aunque cualquiera puede convertirse en un idiota moral simplemente asumiendo las condiciones de la banalización: individualismo sin empatía, falta de reflexión, mimetización con lo que domina (moda y pensamiento) y cumplimiento ciego de las normas que el mercado y la sociedad imponen. Esto está al alcance de cualquiera y más generalizado de lo que parece. Bateman, al igual que Eichman un poco antes, son síntoma de esa banalización del mal. En este primer capítulo, Alou llega a la conclusión de que “el lado cómico de la barbarie es una de las características de nuestra cultura fin de siglo” (44) y viene a decir que después de los horrores del nazismo no hay nada que pueda serlo tanto porque nació con el consentimiento de los “idiotas morales”. Yo disiento levemente de esta génesis y creo, en cambio, que el nazismo es el peor espejo en el que podemos fijarnos, pero el hecho de que fuera lo más horroroso no explica “el lado cómico de la barbarie”. Porque ¿de dónde procede y cómo se alcanza este lado cómico de la violencia? La literatura está, desde luego, para explorar el alma humana en sus más recónditos recovecos, pero ¿por qué y cómo se ha generalizado ese espectador y lector, ese ciudadano, que considera y consume la violencia cómica o simplemente “recreativa”?

Y aquí entramos ya en la segunda parte de esto que se va convirtiendo en un tratadillo sobre “la violencia recreativa”, que se elabora algo más al hablar de Hannibal Lecter, el personaje creado por Thomas Harris, sobre todo a partir de que adquiera protagonismo en El silencio de los corderos como un psiquiatra exquisito que al asesinato añade, como dice Alou, el canibalismo de “haute cuisine” y un particular sibaritismo que lo convierte en un decadente. Con estos mimbres, ya hemos conseguido incluso la mencionada involución moral, pues, según la tesis de Alou, este decadentismo ya estaba en Huysmann y en sus obras Contra natura y Allá lejos, cuyo análisis aborda con detalle. Pero la involución se da incluso en esa recuperación no ya del canibalismo –que sería un regreso mayor en el tiempo-, sino en la reivindicación de determinados personajes medievales, como el asesino en serie Gilles de Rais, compañero de Juana de Arco. Y esta involución hacia la Edad Media no es tan “difícilmente comprensible” como puede parecer. Umberto Eco, con otros pensadores, publicó hace años (1973) un libro colectivo titulado La nueva Edad Media, en el que ya advertía del grave deterioro de la sociedad occidental, causado por esa involución medievalizante y por los paralelismos que guardan entre sí nuestra época y la Edad Media. Aunque larga, la cita siguiente resulta oportuna:

Como en la Edad Media, muchas veces el límite entre el místico y el ladrón es mínimo: Manson no es sino un monje que se ha entregado, como sus antecesores, a ritos satánicos […] Gilles de Rais, quemado vivo por haber asesinado demasiados niños, era compañero de armas de Juan de Arco, guerrillera carismática como el Che. En cambio, grupos políticos reivindican, desde otro punto de vista, otras formas  afines a las de las órdenes mendicantes, y el moralismo de la Unión de los marxistas-leninistas tiene raíces monásticas, con su llamada a la pobreza, a la austeridad de costumbres y al “servicio al pueblo”.[5]

En cierto sentido, Gilles de Rais no es muy distinto al doctor Hannibal Lecter. Ya Durtal, el protagonista de Allá lejos, se identificaba con Gilles de Rais y, según cree Alou, esta novela todavía tiene cierta vigencia, porque es el mal lo que “tanto mueve la imaginación del mundo ficcional de hoy” y porque los detalles sangrientos del relato “prefiguran el cine más sangriento de nuestro siglo” (51 y 52). Y concluye: hoy la violencia se acepta “siempre que sea inocua o, mejor dicho, recreativa”, sostiene Alou. Pero realmente ¿hay violencia inocua aunque sea representada? La violencia se convierte en inocua cuando se ha banalizado, pero en ningún caso es inocua, porque siempre hay una víctima, real o imaginada. El problema reside en su banalización. Hace ya algunos años, el filósofo José Luis Pardo publicó un ensayo sobre La banalidad (1989). Aunque trataba sobre los mecanismos de la comunicación y los mass media, su tesis de fondo era que

La banalidad de los medios [audiovisuales] consiste en que las conexiones entre voz e imagen que despachan son las conexiones normales, las “generalmente aceptadas”, las que no invitan a la crítica ni a la reflexión, las que no convocan a la inteligencia: nacen y mueren como imágenes sin llegar a ser pensadas.[6]

Pero la banalidad se logra cuando algo que no es en absoluto obvio ni evidente, como el asesinato, se convierte en un acto normal, en un acto estándar, como diría Searle, sobre el que no es necesario llamar la atención.[7] En otro momento, el mismo Pardo afirmaba que “la información es equivalente, y por tanto banal; da igual lo que transmita, lo relevante es transmitir”.[8]

Permítame el lector un pequeño paréntesis autocomplaciente. La gastronomía también se banaliza cuando se globaliza y se convierte en recreativa, como sucede con Ferran Adrià. En mi libro Crítica de la razón gastronómica,[9] proponía calificar la cocina de Ferrán Adrià precisamente de “recreativa” por la misma razón que durante la Edad Media algunos milagros que pasaban por ser intervención divina no eran otra cosa que relatos de física recreativa que provenían de los experimentos de laboratorio de los alquimistas o eran puro entretenimiento narrativo para que los peregrinos olvidaran, al menos por una noche, el punzante dolor de sus juanetes y las llagas de sus pies. A esta categoría, por ejemplo, pertenece el milagro de la resucitación del gallo y la gallina, atribuido a Santo Domingo de la Calzada, muy enraizado en el Camino de Santiago. Mi tesis era que, en la cocina mal llamada “vanguardista”,  no se podía hablar de creatividad o creación, sino de puro juego de entretenimiento, pura recreación alquímica, propiciada por la aplicación a la cocina tradicional de productos, técnicas y artefactos tecnológicos, mientras a nuestro alrededor se estaba cuajando una burbuja económico-financiera cuya repugnante espuma de corrupción y pobreza universal poco a poco va emergiendo a la superficie.

A veces, se unen esas dos características (banalización y violencia recreativa), como en el caso de Hannibal Lecter. No obstante, y siempre según Damià Alou, Thomas Harris, al tratar de crear un asesino atractivo, añadió el canibalismo, y acaba siendo “el gran hallazgo” del autor (53), que, de esa manera, lo eleva a la categoría de un seductor. Es precisamente en El silencio de los corderos donde se ha dado el gran salto, un salto moral y  temporal para poder afirmar: “matar no es malo, todo depende de a quién mates” (57). Sabemos que H. Lecter se va a especializar en “los maleducados”, y eso le aporta todavía un mayor y aparente atractivo. Pero ¿quiénes son los “maleducados”? ¿Quiénes ocupan esa franja social que merezcan la muerte? Es casi una propuesta de higiene social nazi que eliminaría buena parte de los habitantes del planeta. Pero para esta ocasión y para salvar al personaje, Damià Alou propone sustituir “la justicia mundana por la justicia poética” (57). Concedido. Sustituyamos la justicia humana por la justicia literaria y nos encontraremos a un personaje, Hannibal Lecter, que acaba enamorándose de Clarice (no Lispector, sino Starling) en Hannibal (1999) y se va a vivir con ella a Buenos Aires, justo la ciudad en la que detuvieron a Eichmann. A veces, Buenos Aires ha tenido cierto atractivo para los filonazis que no soportan a los “maleducados” ni a los judíos. Sin embargo, el encuentro que analiza Alou entre Clarice y Lecter (59/60), “la velada perfecta” tiene todo el brillo de ese papel couché de las revistas o pelis pornográficas con guión pretendidamente sofisticado. Alou, que se complace en la escena, porque, además, está bien escrita, no se queda en lo superficial o convencional de un brillo sexualoide, sino que pasa al análisis del decadentismo fin de siècle, aquel que, con estética y espíritu, luchaba contra “las formas más groseras del materialismo” burgués (61). Más adelante, en “El mercado de la carne”, entrará a fondo sobre la cosificación del cuerpo femenino y sus relaciones con el poder, con la exhibición del poder.

Pero así como los escritores decadentes se refugian en el esteticismo y el dandismo, en la curiosidad por lo corrupto y lo mórbido, en el hedonismo febril, en el interés por lo antinatural y lo artificial, en la búsqueda de la novedad y en el ennui, o sea, en el aburrimiento y el tedio (61), Lecter no encuentra en el mundo ningún otro lugar que su propia mente como refugio. Y en su mente persiste un recuerdo lacerante: la muerte y la canibalización de su hermana Mischa por un grupo de hiwis que colaboraban con los nazis en la II GM, y su posterior estancia en un orfanato soviético, tal como se cuenta en Hannibal: El origen del mal (2006); pero esta novela trata de revelar, a posteriori, la causa de toda esa violencia, precisamente porque tampoco para su autor, Thomas Harris, la violencia es inocua, sino que tiene su etiología, su origen posible, que no es otro que la contemplación de la violencia. En la interpretación de Alou, este atroz recuerdo lleva al personaje a sustituir la justicia por la venganza, que es algo que se identifica mejor con los sentimientos más humanos. Con un personaje así, el satanismo de Huysmans efectivamente se quedará en “un afrodisíaco para señoras burguesas aburridas” y sus incursiones en la alquimia y la magia resultarán completamente “cándidas” y “recreativas”.  Con Lecter, al parecer, hemos alcanzado el colmo del mal, que es creerse el más listo y pretender una completa exhibición de sus facultades (64). ¿Un mero exhibicionismo y una listeza exagerada pueden justificar semejante avería de asesino? Pues no lo acabo de ver; prefiero mantenerme en la banalización del mal como explicación, y desde luego, añado yo, en la responsabilidad que han tenido y tienen los medios para convertir la violencia en recreativa y generalizarla. Supongo que todos nos hemos dado cuenta de que los telediarios son un ejemplo perfecto de un  redivivo El Caso, aquel semanario que bajo el miserable franquismo vivió entre 1952 y 1997 con una fugaz reaparición en 2016.

Entre la profecía y el apocalipsis

Tal vez sea “Visiones del Apocalipsis” el capítulo que más se pueda resistir al lector que no está familiarizado con el cómic, que D. Alou se conoce como la palma de la mano, tanto los cómics como las películas que han generado. No obstante,  este capítulo, que remite a los capítulos 1 y 2 del libro de Hinterhäuser (“El retorno de Cristo” y “Ciudades muertas”), es el que interesa. Aquí hablará del Apocalipsis, el último libro del Nuevo Testamento, o sea y según nuestra tradición bíblica, aquel tiempo en el que el pueblo de Israel  “trata de evadirse de un mundo que se ha hecho intolerable y [donde] se describe un porvenir en el que Israel encontrará su restauración”.[10] Por tanto, en el Apocalipsis cristiano no hay destrucción propiamente, sino restauración, otra vida mejor que, además, se considera el fruto y la culminación del largo proceso de salvación de Cristo, la culminación de su mensaje, tras su muerte y su resurrección. Por eso, y en esta misma línea, dirá Alou, hablando de sus personajes, que “no hay resurrección sin muerte”. Pero propiamente el Apocalipsis cristiano tiene una estricta relación con la profecía. Así, mientras la profecía “se apoya sólidamente en lo real y presente” y puede anunciar un futuro previsible e imaginable desde la lógica, el Apocalipsis “rechaza lo real para abandonarse a lo fantástico”, y en este plano es en el que Damià Alou elabora su discurso utilizando los personajes de los cómics. En este sentido, Ozymandias, el personajes de Watchmen, encarna la profecía porque es “la pura racionalidad aplicada a solucionar los problemas del mundo” (76), mientras que Rorschach y el Comediante representan el apocalipsis al intentar salvar al mundo del mal (Rorschach) y del comunismo (El Comediante). Por eso Ozymandias puede hablar de una utopía en la que todos los países estarían unidos y en paz, y no propiamente de apocalipsis con sus secuelas de destrucción.

Es en este capítulo más que en ningún otro, aunque es una característica general de todo el ensayo, donde el autor exhibe no sólo sus conocimientos detallados de las obras que maneja, sino que los utiliza con tan saludable descaro y frescura que muchas veces se convierte en directa irreverencia estilística y de pensamiento. Por ejemplo, cuando dice que el Apocalipsis “probablemente sea el primer texto con efectos digitales. Si el Antiguo Testamento podría liquidarse con efectos analógicos […] el Apocalipsis precisa toda una tecnología digital” (72). Parece o, al menos, recuerda aquella conducta, también muy fin de siècle, del épater les bourgeois, tan propia de los decadentes y simbolistas franceses, como Baudelaire o Rimbaud, y el mismísimo protagonista de Àu rebours, del que Alou habla a menudo.

El autor plantea, además, una situación en la que los justos son perseguidos por quienes encarnan el Mal, escrito así con mayúscula, y que no son otros que “los financieros, los mercados, los especuladores, los políticos vendidos” (69). Los justos, en cambio, prefieren la “representación de la destrucción” a la destrucción real (69), y en esta franja se va a mover la reflexión de este supuesto apocalíptico que anuncian los personajes de Watchmen, El club de la lucha, El caballero oscuro y algunas propuestas del pensador Slovoj Žižek.

El club de la lucha aborda un problema al que lamentablemente estamos muy sensibles últimamente: cómo el apocalipsis se puede lograr mediante “la democratización del terrorismo”. “Cualquiera de nosotros puede provocar el caos: y si nos unimos podemos cambiar el mundo” (81). Desde esta perspectiva, el apocalipsis no debe tomarse como una aniquilación, sino como una purificación, pero se trata de un mensaje ambivalente. Cualquiera puede provocar el caos, pero también “si nos unimos, podemos cambiar el mundo”. El problema está en cómo separar la violencia de estas dos propuestas: el caos o el cambio.

Con independencia de la deriva de estos personajes, me gustaría destacar un concepto que, en su análisis, aporta Alou: el concepto de la “ética inmediata” (85): “Escuchamos tanto a liberales, intelectuales y charlatanes que perdemos la noción de la ética inmediata”; esta parece ser la filosofía del personaje Joker de El caballero oscuro. Pero para que no huyamos hacia la literatura y concretemos a esos charlatanes, el autor aborda algunos aspectos del pensamiento del filósofo Slovj Žižek, concretamente de Primero como tragedia, después como farsa (2009), obra en la que su autor propone de nuevo el comunismo como solución racional “a los tiempos apocalípticos que vivimos”, y eso le parece a Alou una propuesta que, efectivamente, ya fue, primero, tragedia y hoy es una farsa.  Me gustaría puntualizar aquí que Žižek, se equivoque o no, se sitúa en el marco de la profecía, que, como hemos dicho antes, surge del análisis racional del presente para proponer una solución de futuro, pero  no imagina un apocalipsis ni siquiera una utopía. Žižek, como apunta Alou, trata de responder a la pregunta que formulaba Habermas: “El socialismo fracasó, el capitalismo está en bancarrota. ¿Qué viene ahora?”.

En un artículo reciente sobre la dirección que lleva Europa,[11] Žižek aborda este futuro, a partir de la situación que está provocando la cantidad de refugiados que no estamos recibiendo, y allí dice:

La principal causa de los refugiados es el capitalismo global actual y sus juegos geopolíticos […] Cuando era joven, un intento similar de regulación de las cosas comunes se llamaba comunismo. Puede que debamos reinventarlo. Puede que, a largo plazo, sea la única solución. ¿Es esto una utopía? Quizá, pero si no lo hacemos, nos perderemos por completo y nos lo habremos merecido.

Para Žižek, los cuatro jinetes del Apocalipsis son: el fundamentalismo cristiano, la espiritualidad New Age, el post-humanismo tecno-digital y el ecologismo secular. Con estos antecedentes, Žižek no ve otra salida que un futuro comunista o socialista, aunque este autor, para Alou, no sea más que un charlatán (87). En su análisis, Alou recupera la idea que ha presentado antes de la “ética inmediata” y que es toda una declaración de principios morales y políticos, basada en lo que él llama “el héroe pequeño” (88), como Rorschach, el narrador de El Club de la comedia  y algunos psicópatas, por ejemplo, el Joker de El caballero oscuro.  Todos estos héroes pequeños son mejores que esos “charlatanes”, “iluminados por un racionalismo frío” (88):

Héroes enmascarados (Rorschach) de moral inquebrantable, esquizofrénicos (el narrador de El club de la lucha) que mueren para renacer como héroes de los Estragos, psicópatas (el Joker de El caballero oscuro) que en su demencia proponen volver a la artesanía, a los principios básicos (en lo que coincide, vaya, con Hannibal Lecter) para arrasar un orden ya putrefacto.

Hannibal Lecter, desde luego, ayudaría a la humanidad deshaciéndose de los “maleducados”, que no son otros que esa “”clase dirigente que retrató Brett Easton Ellis en American Psyco” y que “nos ha llevado donde estamos” (88).

Con “El idiota emocional”, Alou recupera otra zona de trabajo planteada por Hinterhäuser en “El retorno de Cristo”, aunque desde otra perspectiva, pues “el mundo no ha cambiado desde que Cristo le transmitió [al mundo] su mensaje” y porque, según el mismo Hinterhäuser, la figura de Cristo todavía está presente en autores de “alta literatura”.  Jesús de Galilea, Alonso Quijano y el príncipe Mishkin, protagonista de El idiota de Dostoievski, son tres idiotas o, mejor, tres inocentes e  incapaces de fundir el hombre y la vida (96). Estos son los personajes que se van a enfrentar dialécticamente con los personajes de El turista accidental (Anne Tyler), El periodista deportivo (Richard Ford) y El lenguaje perdido de las grúas (David Leavitt). La faceta común que une, y a la vez salva, a estos protagonistas es el descubrimiento de la realidad y la constatación de la radical soledad del ser humano. La doble condición de Damià Alou de novelista y traductor le permite adentrarse a fondo en la comprensión y descripción de los personajes. El definitivo problema es sin duda la soledad. Todos comparten “ese diagnóstico del extravío y la soledad de una clase media que carece de proyecto colectivo alguno y que habita la soledad de una convivencia en pareja que es apenas compañía” (106). La veta moralista, que también está en el libo, propone que ese rabioso individualismo propio de este nuevo fin de siglo no será resuelto si no es de modo colectivo, pues en la sociedad en la que vivimos, nos comportamos como acabados “idiotas emocionales”.

En “El mercado de la carne”, se afronta el análisis del  Relato soñado, de Arthur Schnitzler, y la versión cinematográfica Eyes Wide Shut, de Kubrick.  Si el relato de Schitzler revela el “poder transgresor del subconsciente”, la versión de Kubrick, que pretende ser una ilustración del relato y de la “cosificación del cuerpo de la mujer”, acaba convirtiéndose en espectáculo de aquello mismo que denuncia” (112). La tesis fuerte que se defiende en este interesantísimo capítulo es que  -y ya lo vieron claro Lenin y Goebbels- el cine no es propiamente un medio de adoctrinamiento, sino, sobre todo, una herramienta de “manipulación emocional” (112). Esta tesis, sin duda, está relacionada  con el concepto de banalidad al que antes hemos hecho mención. La banalidad se alcanza no sólo por la uniformidad y estandarización de las conductas, que amortiguan toda la capacidad de reacción y entontecen la responsabilidad, sino porque lo que, en el fondo, se intenta controlar es el sentido de la libertad. Aquí, Alou da un paso adelante para hablar de la “manipulación de las emociones”, porque, evidentemente, antes del control y la anulación de la libertad ante órdenes del debido cumplimiento, por ejemplo –como militar o como ciudadano-, el sistema necesita el control de las emociones. Si  la emoción, el amor, los afectos  se logran controlar, la contemplación del hambre, de la violencia o de cualquier crimen contra el hombre o la mujer se convertirá en banal, en pura transmisión, en “imágenes que no llegan a ser pensadas”, como decíamos arriba, y eso permitirá controlar todo el sistema.

En este capítulo y en paralelo a su análisis, Alou maneja y administra con eficacia un libro importantísimo de alguien que todavía perteneció a esa “alta cultura” y que a menudo se menciona, un libro y tal vez un modelo de conducta moral y cultural: El mundo de ayer. Memorias de un europeo, de Stefan Zweig, que vienen a ser sus memorias antes de que se suicidara en 1942.[12]

El itinerario de la degradación humana y de la cosificación del cuerpo femenino se alcanzan a través de la deshumanización del mismo sexo, cuando ya no se practica como placer, sino que se convierte en posesión física y, por tanto, pura “ostentación del poder”. En definitiva, no es otra cosa que una propiedad más. Además, la perversión se redondea porque, en lugar de ocultar lo que se posee, esa propiedad debe ser exhibida. Sin exhibición no hay propiamente propiedad ni poder. El placer, por tanto, se ha desplazado a la posesión y a la exhibición u ostentación del poder. La película de Kubrick, según Alou, “crea la iconografía sexual de un fin de siglo sexualmente decadente”. Aquí la banalización del sexo se alcanza por medio de la cosificación, tanto virtual como retórica. Este mecanismo es de una eficacia extraordinaria en el caso del exterminio de seres humanos o de ideas. Tanto en uno como en otro caso, ese exterminio se consigue a través de un sencillo mecanismo retórico, que es precisamente el denominado “cosificación” o “reificación”. Este mecanismo de la cosificación es un sistema lateral, intelectualmente responsable y coadyuvante necesario al de la banalización. Convertir al otro (sea enemigo o mujer) en un objeto, ayuda a que se vea como tal objeto, tirable, desechable, mortal, sin distinción ni valor moral.

El último capítulo, “Tres bufones o el suicidio de la cultura” recupera la tesis inicial ya citada de que “la producción narrativa de nuestro Fin de Siglo –en su vertiente escrita, filmada y dibujada- lleva a cabo un exhaustivo y sistemático suicidio de la ‘alta cultura’ tal como se había entendido hasta ahora” (16). El escritor Bernhard con su novela Tala, Michele Houellebecq con sus Partículas elementales y los personajes de la serie Seinfeld van a encarnar tres modos distintos de enfocar ese suicidio de la cultura. Los personajes y los propios autores son ejemplos de “sociópatas” que comparten dos características: nihilismo y nula empatía con los demás. Los tres enfocan la realidad a partir de un “espejo deformante” (131), que a cualquiera nos recuerda los espejos cóncavos de los esperpentos de Valle Inclán. Sin embargo, Alou, identifica la decadencia de la cultura, en Bernhard, por su casi exclusiva capacidad para el insulto, por su condición de obra paródica de la propia cultura, que, aun asumiéndola, la desprecia sin otra razón. De nuevo aparece Stefan Zweig como ciudadano “modelo” de una Viena, ya acabada, pero que para Bernhard es el colmo de los desastres. Tala es, para Alou, una obra “absurda y defectuosa” que califica de “cinismo rebozado de alta cultura” (147).

Houellebecq parece ser una de las bestias pardas de Alou, en primer lugar, por su absoluta falta de humor. Las partículas elementales  es, para él, “el libro más conscientemente finisecular” de los que comenta y cuyo pobre esquema queda reducido a tres elementos que mezcla sistemáticamente: apunte apocalíptico, zafiedad sexual y referencia científica (143). La obra es “una afirmación de pedofilia” (144). La acusación no es precisamente banal, pero Houellebecq, en general, es un provocador y agitador social –muy dentro del histórico lema de épater le bourgeois-, y yo creo que esta supuesta pedofilia hay que colocarla en ese marco de la provocación y la agitación social. Sirva como ejemplo su última novela, Sumisión, en la que imagina una Francia, en 2022, tomada desde el interior por los musulmanes, porque llega a Presidente el musulmán moderado Mohammed Ben Abbes. En su momento, la novela  se consideró –coincidiendo su lanzamiento con el atentado contra la revista de humor Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015- una provocación, pero ya vamos sabiendo qué es lo que pasa en algunos barrios de Londres o de otras ciudades europeas, tras los últimos atentados: imposición de la sharia, al parecer.

La serie Steinfeld, en cambio, muestra un “individualismo radical” (142), que es uno de los males evidentes que denuncia Alou en este nuevo fin de siglo, junto a  la falta de empatía de sus personajes, cualidad que ya hemos ido viendo en otros personajes de novela o de película analizados. Es una serie en la que los buenos sentimientos están proscritos (151), no hay nunca un final feliz, nunca se habla del futuro, nadie es buena persona –“y lo saben”- y la cultura, que incluso “es objeto de burla”, no es ya el “lenitivo para superar el sufrimiento de la vida”, con lo que se recupera la tesis inicial de la destrucción o el suicidio de la alta cultura como síntoma de este nuevo fin de siglo.

A todo esto, la serie tuvo un éxito extraordinario, incluso ha llegado a ser la serie de mayor rendimiento económico de la historia, pero su clave está en que no sólo representa al hombre y la mujer común, sino que el espectador acaba riéndose del sufrimiento de los personajes. ¡De nuevo la banalización del mal! En este caso, banalización de la desgracia ajena, como si estuviéramos permanentemente sentados frente a una “cámara oculta” que nos permitiera reír como “idiotas emocionales”, como estúpidos, las desgracias ajenas. Alou, cierra su análisis con una frase que indica, a pesar de los “héroes” de su nuevo fin de siglo, un gran conocimiento del alma humana:

Leemos en ellos [en los personajes de Seinfeld] el orgullo de ser sociópatas […] No son más que humanos haciendo el ridículo, como nosotros, y eso siempre da risa (154).

Epílogo

Pero estos “mitos y figuras del nuevo fin de siglo” vienen con un regalo final, un epílogo en el que su autor se moja ideológicamente al reivindicar, frente a una cultura degradada, una “contracultura”, que aunque  “pasó de moda hace tiempo” (159) y  no se acaba de definir, Alou concreta en tres referentes: el personaje El Nota de la película El gran Lebowsky (1998) de los hermanos Coen; El canvi, de Miquel Bauçá, un monumento literario contra la estupidez, y dos obras de Javier Pérez Andújar: Los príncipes valientes y Paseos con mi madre. Estos ejemplos son modelos y propuestas estratégicas para enfrentarse al descalabro emocional, humano, social y político que caracteriza este fin de siglo.

En Paseos con mi madre, concretamente en el capítulo “Una ciudad sin río”, Pérez Andújar utiliza un futuro o, a veces, una fórmula de perífrasis incoativa, que, como apunta Damià Alou, hay que interpretar, a pesar de todo, como fe en la solidaridad y en la posibilidad de un futuro para la humanidad, sin renunciar ni a la alta ni a la baja cultura. La “ciudad sin río” es, por supuesto, Barcelona, que se ha convertido, a lo largo de un proceso que viene de 1992, en un personaje “sociópata”, en un territorio en el que la empatía ha dejado de funcionar, la especulación hace años que se apropió de la ciudad y el nacionalismo se ha encerrado en la hermética concha de un ombliguismo sentimental individualista.

Barcelona suspira y dice que vive de espaldas al mar como quien se da cuenta de que se ha dejado el paraguas en el bar del ateneo […] La ciudad no vive de espaldas al mar, vive de espaldas a su gente y a sus vecinos porque no siente nada por ellos. Cuando Barcelona visita a sus vecinos es para plantarles una incineradora de basuras. Barcelona tiene el Mare Nostrum a sus pies y levanta un  Maremagnum para taparlo. […]

Voy a recorrer la Rambla buscando en los ojos de la gente el secreto que nadie entrega. […] En la Rambla encontraré todo lo que voy a necesitar, que es gente. Miradas, cuerpos, formas de andar, estilos de vestir, maneras de vivir, todo eso se lo irá llevando ese río de suelo ondulante, y como si me estuviese ahogando me agarraré a todos los que pasan para salvarme con ellos.[13]

Tal vez muchos, a pesar del permanente miedo al Apocalipsis con el que nos amenazan, crean “proféticamente”, como yo, que  la solución será colectiva o no será.


[1] Los números entre paréntesis que no son indicación de años corresponden a la página de la obra que comentamos de Damià Alou, El reverso de la cultura. Mitos y figuras del nuevo fin de siglo, Madrid: Cátedra, 2017.

[2] Curiosamente La conjura de los necios (1980), de John Kennedy Toole, es otra obra que hubiera estado muy indicada para hablar de este nuevo fin de siglo en el que no sólo hablaríamos de asesinos en serie, sino directamente de imbéciles que han asaltado no sólo los departamentos de muchas universidades, sino directamente los Departamentos de Finanzas de entidades bancarias. ¿Por qué no se les juzga a todos los que han causado desastres económicos por imbéciles, por necios, por ignorantes de su propia profesión, en lugar de alargar sus juicios por delitos más difíciles de demostrar? No estaría de más una modesta proposición para la reforma urgente del Código Penal que incluya la demostrada inutilidad para el ejercicio del cargo como un nuevo delito: la necedad.

[3] Me remito a mi artículo “Sarajevo: la banalización del mal y el nacionalismo banal”, aparecido en el núm. 73 de este mismo Cuaderno digital y muy apropiado también para re-visitar, vista la deriva nacional de Cataluña.

[4] Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, Barcelona: Debolsillo, 2014, p. 368.

[5] Umberto Eco en La nueva Edad Media, Madrid: Alianza ed., 1974, p. 25.

[6] José Luis Pardo, La banalidad, Barcelona: Anagrama, 2004, 2ª ed., p. 47.

[7] Ibídem, p. 47.

[8] Ibídem, p. 75.

[9] Javier Pérez Escohotado, Crítica de la razón gastronómica, “Gastronomía recreativa: Ferran Adrià”, industria y milagro”, Barcelona; Global Rhythm, 2007, p. 17 y ss. También en El mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomía, Gijón: Trea, 2014, se retoma y amplía el mismo tema.

[10] Sagrada Biblia, Int. y notas Pedro Franquesa, Ed. Regina, 1968, p.  1948.

[11] VVAA, ¿Dónde vas, Europa?,  Slovoj Žižek , “¿Qué dice sobre Europa nuestro miedo a los refugiados?”, Barcelona, Herder, 2017, p. 196. El análisis de esta obra, en este mismo Cuaderno digital, núm. 173: “¿Adónde vas, Europa?”, Javier Pérez Escohotado.

[12] Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Trad. de J. Fontcuberta y A. Orzeszek, Barcelona: El Acantilado, 2002.

[13] Javier Pérez Andújar, Paseos con mi madre, Barcelona: Tusquets, 2011, pp. 43-44.


Javier Pérez Escohotado, editor de Jaime Gil de Biedma.Conversaciones; autor de Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial (1530) y El mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomía (2014).

El reverso de la cultura. Mitos y figuras del nuevo fin de siglo

Damià Alou

Cátedra, 2017

168 páginas

15.25 €

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