Narrativa

Bogotá 39: Ni rastro del coronel

Nuevas voces que abren nuevas rutas en la narrativa latinoamericana actual.

El volumen Bogotá 39. Nuevas voces de ficción latinoamericanas (Galaxia Gutenberg, 2018) incluye la lista de los treinta y nueve autores de ficción latinoamericanos, menores de 40 años, seleccionados por el Hay Festival. La selección final ha sido realizada por Darío Jaramillo (Colombia), Leila Guerriero (Argentina) y Carmen Boullosa (México), a quienes les correspondió la tarea de leer y conversar sobre la narrativa de los autores propuestos para llegar a la lista definitiva, integrada por treinta y nueve autores nacidos entre 1978 y 1988 que proceden de quince países diferentes. Algunos ya han sido traducidos a otros idiomas y otros apenas empiezan a publicar en su propio país.

La lista completa de autores seleccionados es la siguiente:

Carlos Manuel Álvarez (Cuba), Frank Báez (República Dominicana), Natalia Borges Polesso (Brasil), Giuseppe Caputo (Colombia), Juan Cárdenas (Colombia), Mauro Javier Cárdenas (Ecuador), María José Caro (Perú), Martín Felipe Castagnet (Argentina), Liliana Colanzi (Bolivia), Juan Esteban Constaín (Colombia), Lola Copacabana (Argentina), Gonzalo Eltesch (Chile), Diego Erlan (Argentina), Daniel Ferreira (Colombia), Carlos Fonseca (Costa Rica), Damián González Bertolino (Uruguay), Sergio Gutiérrez Negrón (Puerto Rico), Gabriela Jauregui (México), Laia Jufresa (México), Mauro Libertella (Argentina), Brenda Lozano (México), Valeria Luiselli (México), Alan Mills (Guatemala), Emiliano Monge (México), Mónica Ojeda (Ecuador), Eduardo Plaza (Chile), Eduardo Rabasa (México), Felipe Restrepo Pombo (Colombia), Juan Manuel Robles (Perú), Cristian Romero (Colombia), Juan Pablo Ronconce (Chile), Daniel Saldaña París (México), Samanta Schweblin (Argentina), Jesús Miguel Soto (Venezuela), Luciana Sousa (Argentina), Mariana Torres (Brasil), Valentín Trujillo (Uruguay), Claudia Ulloa Donoso (Perú) y Diego Zúñiga (Chile).

Si toda lista es polémica por los nombres excluidos, esta lo ha sido sobre todo por el género de los incluidos, ya que aparecen solamente trece mujeres, es decir, un tercio del total. Leila Guerrero, una de las responsables del jurado, ha explicado que se concentraron en elegir a los mejores autores, sin más. Y ha zanjado cualquier debate que se aleje de la calidad narrativa de los autores incluidos del siguiente modo: “Nunca pienso en ellas como ‘mujeres’ sino como ‘algunos-de-mis-autores-favoritos”. Me gustan por su calidad, no por su género. Pero no soy idiota: sé que en literatura, como en todo lo demás (política, empresa, sindicalismo), el acceso a ciertos espacios es, para las mujeres, más arduo que para los hombres”.

La superación de cualquier elemento vinculado al realismo mágico entre los autores y autoras incluidos supone que la diversidad de voces confluya en la frecuente utilización de la primera persona, la narración autobiográfica y la inclinación hacia las “historias mínimas”. Las pequeñas cosas, pero también la violencia, los entornos urbanos, la idea de frontera o la interpretación de un contexto político desde códigos no convencionales. El volumen integra lo plural como muestra de una narrativa tradicionalmente inquieta, activa, con un amplio registro de tonos, poéticas y formas en su renovado interés por abordar la actualidad.

Los relatos “Chaco” de Liliana Colanzi (Bolivia) y “Una época sin malas noticias” de Juan Cárdenas (Colombia) son una buena muestra de ello.







Chaco

/ Liliana Colanzi /

Decía mi abuelo que cada palabra tiene su dueño y que una palabra justa hace temblar la tierra. La palabra es un rayo, un tigre, un vendaval, decía el viejo mirándome con rabia mientras se servía alcohol de farmacia, pero ay del que usa la palabra a la ligera. ¿Sabés qué pasa con los mentirosos?, decía. Yo quería olvidarme del abuelo mirando por la ventana a los suchas que daban vueltas en el inmundo cielo del pueblo. O le subía el volumen a la tele. La señal llegaba con interferencia, una explosión de puntitos. A veces eso era todo lo que veíamos en la tele: puntitos. ¿Sabés lo que le pasa al que miente?, insistía el abuelo, esquelético, amenazándome con el bastón: la palabra lo abandona, y al que se queda vacío cualquiera lo puede matar.

El abuelo se pasaba todo el día en la silla, bebiendo y discutiendo con su propia borrachera. A la noche mamá y yo lo recogíamos y lo arrastrábamos a su cuarto: el viejo estaba tan perdido que no nos reconocía. De joven fue violinista y lo buscaban de todo el Chaco para tocar en las fiestas, pero yo lo conocí metido en la casa, huraño, susurrándole cosas al alcohol. Cállese, cállese, cállese, le decía espantado a la botella, como si las voces estuvieran tentándolo desde el interior del vidrio. Otras veces murmuraba cosas en la lengua de los indios. ¿Qué dice el abuelo?, le pregunté a mamá, que pasaba echando veneno matarratas en las esquinas de la casa. Dede-já a-a-al ab-buelo en paz, me dijo ella, l-l-la curiosidad e-e-s la ba-ba del diablo.

Pero una vez el colla Vargas contó delante de todo el mundo que en su juventud el abuelo había colaborado con la gente del gobierno que expulsó a los matacos de sus tierras. En ese lugar un cazador de taitetuses encontró petróleo mientras cavaba un pozo para enterrar a su perro, picado por la víbora. Los emisarios del gobierno sacaron a los matacos a balazos, incendiaron sus casas y construyeron la planta petrolera Viborita. Gracias a ese yacimiento se hizo la carretera que pasaba a un costado del pueblo. El colla Vargas dijo que varios avivados aprovecharon el desalojo para violar a las matacas. Algunas eran rubias y de ojos celestes, hijas de los misioneros suecos, dijo el colla Vargas, más lindas que las mujeres nuestras eran esas salvajes. A mi abuelo no le pagaron la plata que le prometieron por echar a los matacos, y que necesitaba para saldar una deuda. Perdió todo. Se hizo malo, borracho. Es lo que dicen.

En el pueblo no pasaba casi nada. Nubes tóxicas provenientes de la fábrica de cemento engordaban sobre nuestras cabezas. Al atardecer esas nubes resplandecían con todos los colores. El que no estaba enfermo de la piel, estaba enfermo de los pulmones. Mamá tenía asma y cargaba por todos lados un inhalador. Los zorros lloraban del otro lado de la carretera, por eso al pueblo le decían Aguarajasë. El río se enojaba cada año y subía bramando de mosquitos. Lejos, lejos, estaba el mundo. A mi madre la embarazó un vendedor de ollas Tramontina que pasaba por el pueblo y del que nadie supo más. Dieciocho años después la gente todavía seguía comentando cómo la Tartamuda, de puro enamorada, había hablado sin equivocarse ni una vez mientras estuvo el vendedor de ollas.

Una vez, al volver del colegio, encontré a un mataco tirado al borde de la carretera. Se la pasaba borracho y perseguido por las moscas. Era alto, grande. El taparrabos apenas le cubría los huevos. Indio sucio, vicioso, decía la gente. Los camioneros maniobraban para esquivarlo y le tocaban bocina, pero nada tenía la capacidad de interrumpir el sueño del mataco. ¿Con qué soñaba? ¿Por qué andaba separado de su gente? Yo lo envidiaba. Quería que el mataco se fijara en mí, pero él no me necesitaba para ser lo que era. Un día agarré una piedra grande y se la arrojé con todas mis fuerzas desde la otra orilla de la carretera. ¡Toc!, le pegó de lleno en el cráneo. El mataco no se movió, pero un charco rojo empezó a viborear en el asfalto. ¡Cómo soplaba el sur por esos días! El viento llegaba cargado del grito de las chulupacas. Nosotros, inquietos, escuchábamos en la oscuridad. No le conté a nadie lo que pasó. Al día siguiente llegaron dos policías y se llevaron al mataco dentro de una bolsa negra. No hicieron muchas preguntas, era nomás un indio. Nadie lo reclamaba. Los vi tirar la bolsa con el muerto a la carrocería de la camioneta mientras hacían chistes. Recogí la piedra, manchada con la sangre del mataco, la llevé a la casa y la guardé en el fondo del cajón, junto a mis calzoncillos.

Poco después la voz del mataco se metió en mi cabeza. Cantaba, sobre todo. No tenía idea de lo que le había pasado y se lamentaba con esa voz tristísima y como empantanada de los indios. Ayayay, cantaba. Yo soñaba sus sueños: manadas de taitetuses que huían en el monte, la herida caliente de la urina alcanzada por la flecha, el vapor de la tierra yéndose a juntar con el cielo. Ayayay… El corazón del mataco era una niebla roja. ¿Quién sos? ¿Qué querés? ¿Por qué te has alojado en mí?, le hablé. Yo soy el Ayayay, el Vengador, Aquel que Pone y Quita, el Mata Mata, la Rabia que Estalla, habló el mataco, y también quiso saber: ¿quién sos vos? Ya no hay más vos ni yo, de aquí en adelante somos una sola voluntad, dije.

Estaba eufórico, me costaba creer mi suerte. Me volví muy conversador. Comenzaba a decir algo casi sin querer y de pronto ya no podía dar marcha atrás: las historias del mataco y las mías se juntaban solas. Doña María, Tevi dice que a su papá se lo tragó un remolino en el monte. Don Arsenio, su nieto cuenta que cuereó a un jaguar y se comió crudo su corazón, ¿es verdad? Mamá lloraba, que era lo único que sabía hacer. El abuelo dijo que yo tenía la lepra de la mentira y me pegó tanto que el bastón se reventó en sus manos. Tuve que ir a clases con los brazos y las piernas marcados, soportar las miradas de los demás. Miradas en las que pestañeaba la risa. Ahí va el matajaguares, tundeado por el viejo borracho, decían esas miradas. Vi todo rojo, vi todo caliente de la rabia. El mataco adivinó mi corazón: esperá, no te apurés; yo te voy a avisar cuando sea tu tiempo.

Después pasaron los motoqueros por el pueblo. Todo el mundo fue a mirar porque los estaban esperando con riña de gallos y don Clemente había prometido sacar a dos de sus gallos más peleadores. ¿Que-querés ir?, dijo mamá. Yo no quise, mucho me dolía la cabeza con la calor. Apenas se fue mamá, el mataco empezó a levantar la niebla roja. Silbaron dentro de mí las chulupacas. El dolor de cabeza me empañaba la vista. Fui a la cocina a servirme un vaso de agua. Cállese, cállese, cállese, le decía el viejo a la botella. La mancha de orine creciendo como telaraña en su pantalón. Levantó la vista y se quedó mirándome a los ojos. Usted, flojo, marica, mentiroso, salga de aquí, dijo. Con el vaso de agua en la mano le sostuve la mirada. El viejo desafiante en su borrachera. Usted es como la caña, hueco por dentro, hijo de qué semilla serás, dijo. Y escupió en el piso con desprecio. La sangre se me rebatió, tenía las venas llenas de esas hormigas bravas. El mataco se puso a saltar dentro de mí. ¿Qué esperás para cobrar tu venganza, cría de víbora colorada? ¿Te dejás tratar así por el viejo borracho? ¿O acaso tu sangre es fría como la del sapo? Fui en busca de la piedra. Me acerqué a la silla del abuelo por atrás y le di un solo golpe fuerte al costado de la cabeza. Cayó. Resoplaba, ronco, la vida se le iba por la boca. Me quedé mirando, sorprendido: ¿tan viejo y todavía se agarraba a este mundo?

Mamá llegó más tarde y lo encontró en el piso, ahogándose en su propio vómito. Se cayó en su borrachera, dijeron en el pueblo. Estuvo agonizando varios días, hasta que al séptimo estiró la pata. Vi su ánima desprenderse del cuerpo como un humito blanco antes de escapar hacia arriba. Vendimos la casa para cubrir la deuda del hospital y nos mudamos a un cuarto en la casa del colla Vargas, detrás del almacén. La plata no alcanzaba para más. A la mujer del colla no le gustó el trato y nos saludaba entrompada. El chango de la Tartamuda es raro, la escuché discutir con su marido, ¿por qué los aceptaste? ¿O acaso tenés algo con esa mujer? Y se puso a llorar. Pero si la esposa del colla Vargas hubiera visto a mamá como la veía yo todas las noches, no habría tenido celos: debajo del camisón, las tetas le colgaban hasta la cintura. Mamá y yo dormíamos en la misma cama. Apenas echarnos ella me daba la espalda y se ponía a rezar hasta dormirse. Yo me quedaba despierto, jugando con la piedra que palpitaba entre mis manos y escuchando el murmullo del otro que era yo: Llegó el frío al monte, el río se secó. Ayayay. Saltó la rana en la rama, la víbora se la comió. La muchacha fue en busca de agua, muerta apareció. Ayayay. El joven salió a cazar, muerto apareció. Ayayay. El viejo se fue a su casa, muerto apareció. Ayayay. La que bailó con el otro, muerta apareció. Ayayay. El de la risa de mono, muerto apareció. Ayayay. La del mentón alargado, muerta apareció. Ayayay. Los bultos de los difuntos nadie quería tocar. Entre medio de las matas se empezaron a estropear. Las almas de los finados regresaban a llorar. Ayayay. Dijo ella: ¿Acaso entre puras ánimas nos vamos a quedar? Y al día siguiente no estaba. Ayayay. Los vientos están cambiando, hijo de araña venenosa, para vos. Comienza un nuevo ciclo, se abre el cielo, poné atención. Ayayay.

A veces mamá me miraba concentrada, como a punto de decirme algo. Un día me anunció que se estaba yendo a vivir con una tía que había enviudado al otro lado del río y que yo era libre de hacer lo que quisiera.

¿Cuándo te vas a ir?, le pregunté.

Y-y-ya nomás m-m-me voy yendo, dijo. El labio de arriba le temblaba. Respiró por el inhalador, algo que hacía cuando estaba nerviosa. Por primera vez supe cómo se sentía que alguien me tuviera miedo; me gustó. ¿Q-q-q-qué es es-s-s-a pi-piedra que agarrás
t-todo el t-t-tiempo?

La recogí en el camino, dije.

¿Q-q-qué hacías el d-d-día en que s-s-se cayó el ab-buelo?

Estaba mirando tele, dije.

¿N-n-n-no es-c-c-cuchaste n-n-nada?, insistió.

Estaba fuerte el volumen, respondí.

Apretó los labios, y con una sola mirada la Tartamuda me desconoció como su hijo.

Y-y-ya no s-s-soporto más e-e-sto, dijo, y se encerró de un portazo en la piecita.

Me fui a caminar. Cuando regresé, la Tartamuda se había ido llevándose todas sus cosas. ¿Ahora qué hacemos? Salí a la carretera. No te demorés, no te despidás, no mirés atrás. Allá en el camino alguien te va a esperar. Guardé en mi mochila la piedra y un par de mudadas y me fui del pueblo sin despedirme del colla Vargas ni
de su mujer. Altas estaban las nubes, cargaditas de veneno. No habían pasado cinco minutos cuando paró un camión cisterna que llevaba combustible a Santa Cruz. El chofer viajaba solo, no tuvo problema en dejarme subir. No me di la vuelta para ver el pueblo por última vez. Íbamos boleando coca y a veces sintonizábamos una radio en guaraní. Vimos kilómetros de árboles calcinados arañando el cielo. Vimos un perezoso con la espalda quemada que se arrastraba por la carretera. Vimos un letrero que decía «Cristo viene» y más adelante otro que decía «Hay pan y gasolina».

El chofer era uno de esos tipos lo suficientemente mayores como para tener una familia en alguna parte, aunque no tan viejo co- mo para no querer una buena sobada. En una de esas estacionó el camión debajo de unos árboles, reclinó el asiento hacia atrás todo lo que pudo y se bajó el cierre del pantalón.

Adelante, compañero, dijo.

Al principio costó, por el olor a orín y a viejo. Pero al rato a mí también se me puso dura. El viejo asqueroso jadeaba y me la sacudía mientras yo se la chupaba. Terminamos casi al mismo tiempo. Se subió el cierre, sacó un Casino que llevaba en la oreja y lo fumó, pasándomelo a veces, pero sin mirarme.

Por si acaso, maricón es quien la chupa, dijo.

Estaba liviano, contento, satisfecho. ¿Lo mato? Si matás al hombre del camino no vas a llegar donde te esperan, ¿o el hombre blanco es pariente del alacrán, que con su propia púa se quiere clavar? Ayayay. Indio leyudo sos, por qué no te callás. Me tenés harto con tu ayayay. Me quedé dormido con el traqueteo del camión y el viento que se agolpaba en la ventana, y soñé que me moría y que del otro lado de la muerte me esperaba un chico hermoso como el sol. Yo me cortaba la lengua y se la entregaba, y al dársela me quedaba mudo pero mi corazón lo llamaba con un nombre: Mi Salvador. Desperté con el temblor del motor que se apagaba.

Acá vamos a parar un rato, indicó el chofer. Era una casa en medio del camino, con las ventanas reventadas y cubiertas con cartones. Apoyada en el marco de la puerta esperaba una mujer morena fumando un pucho, tallada en esa posición. Era mayor, tendría veintiocho años. A su alrededor el viento arrastraba espirales de polvo que se deshacían en el aire. El chofer le alargó una bolsa con víveres que ella recibió sin agradecer. En el piso de la cocina dos niños jugaban fútbol de tapitas. Ninguno de ellos levantó los ojos cuando entramos. La mujer se puso a cebar mate mientras el chofer se acomodaba en una de las sillas de plástico. No decían nada y apenas se miraban, pero cada uno olía los movimientos del otro.

Sentí eso en el aire y salí a dar una vuelta por el sendero detrás de la casa. El monte se puso apretado de caracorés espinosos cargados de esa tuna que los tordos bajan a picotear. Y en un claro, la poza de aguas calientes se abrió burbujeando como sopa. El sol me daba en la cara, así que al principio me cegó el reflejo de la superficie y el vapor que subía. Después lo vi. Echado sobre la roca, el pulpo ondulaba sus tentáculos. Los brazos eran boas gordas y rosadas, cubiertas por ventosas del tamaño de una pelota de billar. Y envolvían a un cachorro de zorro que temblaba, asustado hasta para escapar. El bicho parecía una gelatina enorme derritiéndose en el sol. El lugar apestaba a pescado, a mujer. Cuando me sintió acercándome desde la orilla, el pulpo enroscó sus brazos como señora gorda que recoge sus faldas para cruzar el río. Se arrastró hacia el agua, rápido, desconfiado, el pulpo, dejando atrás su presa. El último tentáculo desapareció con un latigazo: en la superficie reventaron burbujas calientes. El zorro chiquito saltó de nuevo al monte, libre ya, y al rato todo estaba quieto y parecía que nunca hubiera habido bicho. Unos pescados transparentes, de esos a los que se les ve la tripa, comían cerca de la orilla. Pero el bicho gigante debía de estar durmiendo o esperando abajo, en el fondo del agua. El murmullo volvió a crecer en mi cabeza. El río se hizo veneno, el pescado se murió. El hambre fue grande, la comida faltó. Mandaron tres a cazar, ninguno de ellos volvió. Chupando huesos de chancho la gente los encontró. Ayayay. Amarrados de las manos los trajeron de regreso. Cada uno de los niños con un palo les pegó. La cabeza del más joven como zapallo se abrió. A los perros les largamos, la carne les escurrió. Los clavamos con la lanza, el fuego los cocinó. Comimos hasta saciarnos, la panza se nos hinchó. Ayayay. Estuve escuchándonos y tirando piedras en la poza hasta que me aburrí.

Cuando regresamos a la casa, el chofer y la mujer se habían encerrado en el dormitorio. Sus jadeos llegaban en cascadas. Los niños seguían jugando en el piso, sin prestar atención a los ruidos. Uno de ellos, el menor, era torpe y tenía la cabeza con forma de globo, dos veces más grande de lo normal. Nos extrañó no haberlo visto desde el principio: el chico era mongólico. Jugaba con la boca abierta y las tapitas se le resbalaban de las manos. La cabeza del mongólico nos hacía señas como una invitación. Sacamos la piedra de la mochila y la pesamos con ambas manos. Latía la piedra, estaba viva. Ayayay. El viento galopó afuera de la casa haciendo rechinar los palos. Nos acercamos al chico con pisada de jaguar, hicimos el cálculo de la fuerza que necesitábamos para reventarlo. El hermano alzó la vista y nuestros ojos se cruzaron en un chispazo. El chango entendió al tiro, nos miró con curiosidad. Nos quedamos un segundo en ese equilibrio. Entonces se abrió la puerta del cuarto y el chofer apareció secándose el sudor con el borde la camisa.

Hora de irnos, compañero, dijo.

Volvimos al camión. El percance nos puso de mal humor. La sangre se nos había levantado y se negaba a aplacarse. No teníamos ganas de hablar. Por suerte una vez vaciado de su leche, el viejo asqueroso perdió todo interés en nosotros y se concentró en la ruta. Nosotros no nos resignábamos. ¿Lo mato? ¿No te he dicho que no?

¿No eras vos el Vengador, el Mata Mata? Hombre blanco sin seso, de la raza que no espera, ¿qué me venís a hablar? Tu corazón es como la hormiga, nada ve y solo sabe picar. Me impaciento, ¿mi trabajo dónde está? Cuando tengás ojos para verlo, vos mismo lo verás.

Al anochecer llegamos a Santa Cruz. El chofer nos hizo bajar en un semáforo y nos indicó que si seguíamos caminando llegaríamos hasta la plaza. Y ahí quedamos, solos, parados en medio de los autos que iban y venían en todas direcciones. No teníamos un peso, no sabíamos dónde íbamos a pasar la noche. Pero éramos el jefe de nuestra casa. Nos dejábamos arrastrar con la prisa de la gente, nos dejábamos aturdir con el ruido de la calle y llevábamos con nosotros una piedra y nuestra voz. Los edificios crecían hacia todos lados, la ciudad brillaba como si la acabaran de lustrar.

En eso escuchamos el frenazo. Las llantas del auto patinaron en el asfalto y salimos disparados en dirección al cielo. Escupimos todo el aire de los pulmones, el espíritu se despegó del cuerpo. El chillido de una mujer llegó rebotando desde alguna parte. Antes de caer nuestra alma flotó por encima de los autos. La paloma nos miró pasmada, y nosotros vimos a la gente detrás de las ventanas de uno de esos edificios altos. Y ya en plena bajada, nuestros ojos se encontraron con los del conductor: era el chango más hermoso que habíamos conocido en toda nuestra vida. Nos miró con la boca abierta, con el puro asombro bailándole en los ojos. Es el Hermoso, el de tus sueños. Mi Salvador, pensamos, reconociéndolo, aquí te entregamos la lengua, tuya es nuestra voz. Un último sonido, y nos abrazamos a lo oscuro.

Lilian Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1981)






Una época sin malas noticias

/ Juan Cárdenas /

Cuando volvíamos en el autobús y nos acercábamos a la estación de Moncloa nos llamó la atención que todo estuviera tan oscuro. Se fue la luz, dijo él, que había estado callado todo el viaje y a mí me sorprendió que hablara porque ya le había preguntado varias veces si le pasaba algo y él que no, que era puro cansancio de tanto nadar. Yo sabía que no era cierto o mejor, sí era exacto lo del cansancio porque habíamos pasado el día entero en un pantano, pero no era verdad que no le ocurriera nada. Llevábamos solo unos meses saliendo y ya me había montado varias veces la misma escenita de silencios espesos y la mirada perdida en la ventana. Yo sabía que era algo más. Y también sabía que si le reclamaba él llevaría la escenita al siguiente nivel: se pondría furioso, saldría corriendo y me dejaría tirada allí mismo, y, lo más cutre de todo, desaparecería durante los siguientes cuatro o cinco días.

Moncloa estaba rarísima en esa oscuridad. El edificio del Ministerio del Aire, que siempre veía pasar a la gente como un viejo pedante con los brazos cruzados, ahora estaba envuelto en unas sombras azules y grises que desnaturalizaban toda la arquitectura y entonces ya ni siquiera parecía algo humano, capaz de imitar a las personas, sino otra cosa, como el interior de una caverna con estalactitas irregulares, unas formas dotadas de una voluntad que no tenía nada que ver con la risa o la presunción o la melancolía o cualquier sentimiento humano, en todo caso, una imagen para nosotros inédita del Ministerio del Aire.

Él me agarró de la mano y yo tuve la impresión de que se había asustado con el edificio porque miraba en esa dirección como si se hubiera topado con un platillo volador.

Propuse que fuéramos a tomar unas cañas. Por aquí está todo cerrado, dijo él, es domingo y además no hay luz. Tuve que darle la razón, pero igual sugerí que podíamos tomar el metro y refugiarnos en alguno de nuestros cuchitriles de Callao. ¿Habrá luz en Callao?, dijo él, empinándose para escudriñar el horizonte de la calle Princesa, que estaba oscura quién sabe hasta dónde.

A ver, no se puede haber ido la luz en todo Madrid, dije yo. Habrá estallado un transformador en el barrio. En verano siempre pasa.

Al final decidimos caminar y meternos en el primer lugar que encontráramos abierto.

Así fuimos descubriendo que el daño eléctrico era mucho más grave de lo que pensábamos. Bromeamos con la idea del apocalipsis zombi porque en esa época todavía no era una cosa tan popular, todavía no habían salido las series de televisión y las películas, y entonces tenía cierta gracia invocar el apocalipsis zombi en Madrid y hacer chistes con eso, como que las primeras víctimas serían los dominicanos, los bares de dominicanos, porque todo el mundo sabe que los zombis son haitianos y, si no son haitianos, es como que asumen esa nacionalidad en cuanto se transforman en zombis, aunque sean vascos. Pasamos delante de tres bares dominicanos y todos estaban cerrados. ¿Ves?, dijo él. Son los primeros que caen, Haití solo estaba esperando su momento.

Ambos nos reímos porque pensamos lo mismo al mismo tiempo. Esa misma tarde habíamos estado nadando en el pantano con una pareja de franceses gais que hacían voluntariados con una ONG en Haití y uno de ellos insistía en que Haití era el país del futuro, que solo estaba esperando vientos propicios. Ya llegará su momento, lo veréis, decía. Y su novio, que era negro, pero no de Haití sino hijo de senegaleses, asentía con la cabeza, muy serio, cuidando que no se le quemaran los trozos de carne que habíamos puesto a asar en la barbacoa.

Caminamos un par de calles en silencio y todo seguía afectado por el apagón, afectado de un modo profundo, como si de veras hubiera sucedido una catástrofe.

¿Qué habrá pasado?, dijo él y lanzó la pregunta con ese modo en que se cuestiona uno en medio de un sueño, con nerviosismo risueño y serias dudas metafísicas.

Me encogí de hombros para hacer de Sancho Panza. No sé, dije, nada serio. Pero en el fondo estaba barajando la posibilidad de un atentado terrorista, un atentado terrorista silenciado por los medios, cosa que incluso entonces me pareció bastante improbable porque todavía eran los tiempos de Zapatero, una época sin malas noticias, me acuerdo.

Él no parecía tan convencido. Miraba los edificios con esa misma cara de miedo con la que había escrutado las formas alienígenas del Ministerio del Aire y a veces me apretaba la mano y, claro, de repente yo entendí que tenía algo que decirme, que se estaba mordiendo la lengua para no soltar algo que lo estaba atormentando. Supuse que quería que lo dejáramos y que en el viaje de regreso había estado buscando las palabras adecuadas y supuse además que el hecho de que Madrid estuviera sin luz lo había descolocado por completo y que ahora ya no sabía si este nuevo contexto sería favorable a sus palabras, si sus palabras pasarían a través de mí de la misma forma en medio de toda esa oscuridad.

Pasado Alberto Aguilera, él propuso que camináramos por Juan Álvarez Mendizábal, tres paralelas más abajo, donde seguro habría más chances de encontrar algo abierto. Pero allí la cosa era mucho peor que en Princesa. Allí daba miedo caminar, la calle era más estrecha y los edificios se te echaban encima como los árboles de los bosques encantados.

Fue un momento muy raro en el que me sentí absolutamente extranjera, como no me había sentido en todos esos años, una boliviana perdida en Madrid, caminando de la mano de otro sudaca que también se me había vuelto un extraño total. Todo estaba tan alterado que los sucesos del día en el pantano parecían haber tenido lugar en otra dimensión del espacio-tiempo o como si hubieran sido vividos por otras personas totalmente distintas a nosotros dos.

¿Qué había pasado en el pantano? Habíamos ido a pasar el día, junto a mucha otra gente, invitados por unos amigos cuyos padres tenían una casa de recreo allí, al pie del embalse. Habíamos comido carne asada en la barbacoa, habíamos nadado, habíamos hecho un tour en una pequeña lancha con motor, habíamos visitado a unos amigos de nuestros amigos, que vivían en una ensenada, lejos de cualquier otra casa de recreo, luego habíamos vuelto a casa en la lancha y habíamos bebido vino durante todas y cada una de las actividades del día. OK. Eso estaba claro, pero yo sentía que se me estaba escapando algo y se lo pregunté a él directamente y mientras formulaba la pregunta sentía que sin querer le estaba arrancando una máscara a toda la situación, la del apagón y la del pantano, como si en el acto de hablar estuviera haciendo un descubrimiento pero aún no supiera qué era lo que estaba descubriendo porque, y esto lo pienso ahora, descubrir puede ser sencillamente el acto de quitar algo que cubre y no necesariamente acceder a lo que hay detrás. Uno puede descubrir con los ojos vendados. Para un público, por ejemplo. O para un público que también tiene los ojos vendados. Se puede descubrir algo que nadie puede ver.

¿Pasó algo en el pantano?, fue el modo en que lo dije.

Él me miró y soltó un suspiro de alivio, cosa que me volvió a sorprender.

¿Tú también te diste cuenta?, dijo. Pensé que había sido solo yo. Te juro que pensé que me estaba volviendo loco y tenía miedo de decírtelo, por miedo a que me tomaras por un trastornado.

Y cuando él me dijo esto yo me puse a temblar de miedo porque justo pensé que se le estaba poniendo cara de loco, allí, rodeado de esos edificios que querían inclinarse a escuchar lo que cuchicheábamos entre las sombras.

Cuéntame lo que viste y luego yo te cuento lo que vi, propuse. Y él, desbocado, a lomos de la pura y salvaje necesidad de contar, se puso a describir cómo al atardecer, mientras todos bebíamos vino en la terraza y mirábamos la puesta de sol, él se había puesto a mirar unos pájaros que se estaban alimentando de los restos acumulados en la mesa y entonces, cuando todos los demás estaban embelesados con los colores que la lenta luz anaranjada iba pintando sobre el agua del embalse, mientras él se distraía con los pájaros que se atragantaban de trocitos de atún y jamón y pan, sintió una mano en el muslo y tardó unos instantes en darse cuenta de que esa mano se le estaba metiendo al bolsillo de los shorts y cuando quiso reaccionar vio que era la mano de una mujer que había estado merodeando todo el día por allí, una mujer de gafas oscuras perpetuas que parecía ser la novia de otro de los invitados, un tipo al que no conocíamos de nada.

Yo, por supuesto, no me había dado cuenta pero no se lo dije.

Y claro, siguió él, como una bala, yo no supe qué hacer, me quedé allí todo perplejo, mirándola y contestando a su sonrisa disimulada con una sonrisa histérica. Ella se dio la vuelta y se perdió en el interior de la casa. Y luego atiné a meterme la mano en el bolsillo  y vi que tenía un papelito, un bultito de papel, era una servilleta y dentro de la servilleta había un hueso de aceituna. Y en la servilleta había algo escrito. Tuve que desenvolverla del todo para poder leer: «No volváis aquí», decía. No te puedo explicar el mal rollo que me dio. Tiré la servilleta y el hueso de aceituna sobre la mesa y esto es lo más raro de todo: los pájaros que estaban ahí encima salieron volando y ya no regresaron a comer. Revoloteaban pero ya no se posaban sobre la mesa y no se atrevían a picotear nada.

Yo no sabía si reírme o qué, dijo después de un rato de silencio en el que yo traté de procesar la anécdota. Una tiparraca le metió la mano al bolsillo a mi novio y le dejó una nota de rechazo o de provocación o de vaya a saber qué cosa. Incluso podía ser una nota xenófoba, pensé.

¿Tú viste todo?, preguntó. Sí, todo, mentí.

Qué alivio, dijo. Te juro que pensé que me estaba volviendo loco.

En ese momento interrumpimos la charla porque habíamos encontrado por fin un bar abierto, un bar de chinos, por supuesto, en medio de la nada, que estaba operando gracias a que tenían un generador de luz eléctrica que daba para medio iluminar el local y mantener las cámaras de frío encendidas.

No había muchos clientes. Apenas los cuatro pringaos que debían de pasarse toda la vida allí metidos.

Nos sentamos en la barra y pedimos botellines, que estaban a la temperatura perfecta para esa noche calurosa de julio. ¡Ahhh!, soltó él tras el primer sorbo, ¡estupidamente gelada! Siempre decía la misma frase en portugués cada vez que tomaba un primer sorbo de cerveza bien fría, no sé por qué. Él tendía a repetir las conductas más triviales, como esos cómicos que fabrican rutinas para generar lazos emocionales con el público, pero yo nunca tuve madera de público y me costaba celebrarle las pendejadas.

¡Salud, chango!, dije. Y entrechocamos los botellines.

¿Alguien sabe qué pasó?, preguntó él, levantando la voz para que los parroquianos de al lado lo escucharan y entendieran que sí, que hablaba con ellos.

Hubo un rápido cruce de miradas, como decidiendo a ver quién le contestaba.

¿El apagón, dices?, carraspeó uno, con el pelo grasiento peinado hacia atrás. Qué sé yo, macho, parece que ha petado una subestación eléctrica. Pero tampoco se sabe bien.

Nos quedamos un buen rato en el bar, hablando de tonterías y riéndonos de la gente que nos caía mal. Él se ensañó contando las payasadas de un compañero de trabajo en la librería, un valenciano que trataba de ligar con casi cualquier persona del sexo femenino
que entrara a preguntar por un libro y yo conté cosas íntimas de varias amigas, cosas realmente íntimas como que a Nancy, la ecuatoriana, le había dado papiloma, y se podía ver en su cara que él disfrutaba más escuchando el chisme que yo contándoselo, un disfrute desprovisto de cualquier malicia, en todo caso, sin regodearse en el mal ajeno. Él no era mala persona. Solo que a ratos se comportaba como esos niños a los que les gusta echar gasolina dentro de un hormiguero.

Los chinos acabaron echándonos y chaparon el bar con los cuatro parroquianos habituales adentro.

Regresamos a casa con cincuenta botellines en el cuerpo, andando por las mismas calles oscuras que ahora ya no parecían tan amenazadoras.

¿Te imaginas que ya no volviera la luz?, decía él, borracho y lúcido, ¿te imaginas que nos hubieran devuelto al paleolítico por decreto, que las fuerzas opresoras del planeta o las fuerzas liberadoras, tanto da, hubieran decidido que es hora de retroceder los relojes y vivir sin las comodidades de la vida moderna, empezando por la luz eléctrica?

En casa tuvimos que encender velas y a mí me pareció que era agradable, después de todo.

Hacía un calor de mil demonios, así que nos echamos desnudos sobre la cama como dos lagartos, mirando al techo en ese estado de trance parcial en el que uno entra en las noches de verano después de haber bebido.

Él se quedó dormido casi de inmediato y se dio la vuelta, dándome la espalda.

Yo no, yo seguía pensando, pensando, intranquila, como si me hubiera dejado cosas olvidadas en algún momento del día o de la noche. Y mi cabeza regresó al embalse, a la nota, al hueso de aceituna y desde luego cabía la posibilidad de que él me hubiera mentido, quién sabe con qué fin, porque él era así, le gustaba inventar esas historias tal vez para que yo fantaseara y empezara a imaginar cosas y para que algo dentro de mí, como una dínamo o un motor, empezara a girar sobre su propio eje, pero, por otro lado, la mujer esa de las gafas oscuras era una auténtica bruja, ¿no? ¿Acaso no la había visto yo coqueteando con otro de los invitados, mientras su novio andaba distraído ayudándole al negro de la barbacoa? ¿Acaso no la habíamos visto sumergirse varias veces debajo del agua para, al cabo de un tiempo de espera que a todos se nos hizo desesperantemente largo, verla salir con alguna tontería en la mano, una piedra o un palito? ¿Y no había sido ella la que me había rozado el brazo en la cocina al mediodía, cuando estaba preparando la ensaladilla rusa? ¡La puta que la parió!, dije en voz alta (mi novio ni se movió). Me levanté de un salto y fui a buscar mis pantalones. Esculqué en los bolsillos. Seguro que a mí también me había puesto una nota o algo. Pero no, en los pantalones no había nada. Revisé en el bolso, incluso vacié el contenido al lado de una de las velas. Nada. A mí no me había dejado ninguna nota. La muy puta, pensé, solo a mi novio, pedazo de zorra y de pronto me quedé toda despatarrada en el suelo, rodeada de las cosas que mi bolso acababa de vomitar y me di cuenta de que estaba toda lubricada y me entraron ganas de tocarme, no de que me tocaran, sino de tocarme yo sola como yo me sé tocar y de pensar en ella y comencé a tocarme con los dedos, despacio, la muy puta, pensaba con rabia fingida y con una rara complicidad telepática, no me dejaste nada, nada para mí, y cuando mis dedos estaban agarrando velocidad, cuando mi imagen de ella se volvía más y más clara y más palpable y ya empezaba a descubrir, a entender por fin lo que había detrás del descubrimiento, cuando la cosa se hacía casi visible incluso para quienes teníamos los ojos vendados, sentí en todo mi cuerpo cómo la electricidad de toda la ciudad volvía a restituirse en el cuerpo del edificio, en la nevera y, casi al instante, en las luces del piso.

El apagón había terminado.

Me vi totalmente expuesta. En pelotas, sobreiluminada, con las piernas bien abiertas y en una posición que así, con toda esa luz, me pareció ridícula.

No pude seguir tocándome.

Después de apagar las velas y de restaurar la oscuridad en todo el piso intenté volver a entrar en la fantasía de la chica de las gafas oscuras pero no fui capaz.

De un instante a otro, todo eso era parte de otra vida, de la vida de otras personas. De gente que no tenía nada que ver conmigo, ni con mi deseo. No volváis aquí, pensé. Y la frase adquirió de repente un sentido pleno, rotundo, y a esas alturas ya era evidente que la despedida se estaba gestando en todas partes, aquí, dentro de mí, y allá afuera, en la ciudad. Todo se estaba despidiendo de todo, todo el tiempo, pensé.

Mi novio seguía durmiendo como un tronco y yo volví a acostarme a su lado, lo abracé, me pegué a él, aunque hiciera un calor insoportable, no me importó. Respiré aliviada de que no quisiera dejarme, al menos de momento, aliviada de haberme equivocado por una vez.

Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978)






Bogotá 39
Nuevas voces de ficción latinoamericanas
VV.AA.
Galaxia Gutenberg, 2018
256 páginas
18.90 €

0 comments on “Bogotá 39: Ni rastro del coronel

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: