Escenario

En el corazón del ángel

"Crimen y telón", dirigida por Yayo Cáceres, se representó en el Teatro Palacio Valdés de Avilés el pasado 16 de febrero.

[Fotografía de portada © David Ruiz]

/ por José María Castrillón /

A los críticos de teatro en Asturias, cronistas de sueños en la noche.

Rembrandt y antes Keyser hicieron de la autopsia un motivo pictórico que, ya en el siglo XVII, aventuraba que la belleza artística va más allá de la composición amable. Las disecciones públicas se convertían a menudo en acontecimientos sociales que tenían lugar en salas amplias llamadas teatros de autopsia y que conjugaban enseñanza y morbosa curiosidad a partes iguales. Tales prácticas responden al principio exclusivamente humano de conocerse a uno mismo en su entraña, en sus emociones, en sus principios morales, en su mortalidad…

¿Y en su anatomía de la imaginación?

Fue igualmente en los inicios del XVII, hermosa casualidad, cuando un novelista español se atreve a dibujar los pliegues más ocultos del relato ficticio y completa los espejos de la imaginación con fragmentos de realidad perfectamente reconocibles. Cervantes y sus “juegos” meta-literarios en el Quijote sobre ficción y realidad emparentan inquietantemente el estatus de lector y el plano ficticio de los personajes. De allí se ha llegado a entramados novelísticos de mayor sofisticación: por citar un par de casos felices, el auto-reconocimiento de la propia identidad como un proceso de ficción (Unamuno y su Niebla) o al entreverado de personajes y personalidades históricas (Galíndez de Vázquez Montalbán).

Naturalmente, el teatro no ha permanecido ajeno a esta tematización de las relaciones entre ficción y realidad, en este caso, obra y representación. Desde hace ya muchas décadas, el teatro no duda en mostrar su entraña escénica y con frecuencia ha diseccionado ante el público sus propios mecanismos de ficción (Brecht, Pirandello). Más allá de una simple voluntad didáctica, la ficción meta-teatral aspira a revelar no solo una mecánica de la fantasía, o de la credulidad teatral, sino igualmente las ambiguas relaciones entre realidad y ficción o lo que es similar: qué es (y no es) lo real, en qué medida somos seres soñados (por otro Ser o por nosotros mismos).

De nuevo la referencia a Cervantes: tras su exitosa Cervantina, la compañía Ron Lalá pone cerco a la convención teatral a través de su Crimen y telón. Y como Cervantes, no duda en acudir a dos operaciones discursivas meta-literarias: la interacción entre personajes y sujetos “reales” (recordemos que Cervantes se inmiscuye como realidad en la ficción quijotesca) y la utilización de códigos literarios exitosamente recibidos desde hace más de medio siglo de ficción.

Cervantes recurrió a la parodia de la más aclamada forma narrativa entre las clases populares y burguesas de su siglo (la novela caballeresca) y especió su relato de numerosas ficciones de moda (la novela pastoril y la trama bizantina). La compañía dirigida por Yayo Cáceres levanta una acción inteligente, trepidante y agitada con humor sobre los tópicos narrativos de otro subgénero al fin reconocido tras un origen literario humilde: la novela negra. El detective Noir y el teniente Blanco (homenaje al membrete genérico y a la tonalidad del cine clásico) afrontan una investigación situada en una u-cronía literaria en la que se persigue con dureza extrema la literatura, la música, la imaginación… y el teatro. Comencemos por un tópico, la aparición de un cadáver, el de un enemigo público de primer orden aún sin control por parte del estado totalitario. En un escenario abandonado (la compañía le dará el nombre de la sala en ejercicio) las fuerzas represoras han encontrado ahorcado al Teatro.

Procedamos a la autopsia.

Y la autopsia comienza de la mejor manera, con la autoparodia:

«Purpurina, polvos de talco, semen seco…, el cóctel básico de la farándula. Pañuelo al cuello para hacerse el interesante, calzado deportivo  para huir de la agencia anti-arte y marcador fluorescente para subrayar textos. (Todos) ¡Como todos los comediantes!…».

Aunque entrañable, una crítica a la autocomplacencia y al narcisismo que concede mayor solidez a la denuncia de una deriva social que idolatra lo “normal”, lo normativo, lo que se ha de esperar, lo correcto; derrota (en su doble sentido) determinada por prácticas de control taimadas y abusivas, por códigos asfixiantes de convivencia, de connivencia con el dictado, que en su ansiedad histérica por evitar lo impredecible tiranizan las formas sin “normalizar” de pensamiento y expresión, acusadas cada vez con menos sonrojo de ineficaces y perniciosas manifestaciones de inutilidad y derroche.

La investigación se inicia a golpe de efecto. Tras descubrir la existencia del público, conminado a esperar dócilmente a los refuerzos policiales (ejercicio de dramatización del espectador), los investigadores comprueban atónitos que el cadáver del teatro ha desaparecido. No habrá en esta reseña más alusiones explícitas a la trama policiaca.

Los tópicos literarios se suceden: dos investigadores con intenciones contrarias (el funcionario, Blanco, y el outsider, Noir), un protagonista con un pasado oscuro, la hipocresía como sello de pureza, el ruido de fondo de los perseguidos…, y si falta la femme fatale es sencillamente porque, y quizá sin preverlo, el personaje del que se enamora el protagonista, a quien protege y vigila, y de quien sospecha que sabe más que él mismo, ha sido convertido en público.

Con el desarrollo de la trama, el lugar del supuesto suicidio (o crimen) del Teatro va cobrando mayor interés detectivesco. El detective Noir sospecha que es en la misma sala donde están las claves que explicarían tanto el hallazgo del cadáver como su desaparición. Va camino de convertirse en el protagonista de aquel film tan sugerente como efectista de A. Parker, El corazón del ángel, porque la investigación arrojará luz sobre su propia existencia tanto como sobre la realidad socio-política de su entorno. En medio de las pesquisas, Ron Lalá levanta un homenaje a la historia del teatro y también a la poesía (no se olvide que Álvaro Tato fue conocido como poeta antes que como actor y dramaturgista). Ciertamente, el texto se expone en no pocas ocasiones al sobrepeso del didactismo y al tuneado de la aclaración, aunque sale con bien, a veces por muy poco, de las encerronas del homenaje canónico y de las buenas intenciones. Se citan autores, obras, personajes al dictado de una obsesión (desentrañar el misterio) y un embeleso (la pasión de Noir, profunda y a duras penas refrenada, por la poesía, por la música, por el teatro…). La elección de buena parte de las referencias teatrales y literarias podría obedecer a la necesidad de que el público, más o menos versado, reconozca con facilidad nombres y títulos; en otras ocasiones, el juego meta-literario es de una finura admirable, así cuando el teniente Blanco se anima a continuar con las pesquisas a través  «de la oscura región de la memoria», homenaje al inolvidable final del soneto XXXII de Garcilaso:

Y sobre todo, fáltame la lumbre
de la esperanza, con que andar solía
por la oscura región de vuestro olvido.

Pero regresemos al lugar del crimen.

Al teatro. Precisión importante: a ese teatro, que es el teatro de ese público esa noche. Si el último endecasílabo de Garcilaso lleva con genialidad el sentimiento a una topografía, Ron Lalá esconde, para encontrarlo, todo el sentido de Crimen y telón en unas coordenadas: la obra se resuelve en la función. Es en la (re)presentación, en el presente pues, donde está el lugar de las respuestas. Y por ello se pregunta y se indaga en el patio de butacas o por entre el decorado. Se toma nota de los objetos y sus nombres: las «patas», el «peine», las «candilejas»;  y de quién maneja los puntos de luz y de quién ordena o registra los sonidos. Sí, se interroga incluso a los mismos técnicos del teatro (la antes mencionada interacción entre personajes y sujetos «reales»). La sala entera con todos sus mecanismos e integrantes se hace protagonista y, a la vez, sospechosa (no puede ser de otro modo en una trama detectivesca). Poco a poco va tomando forma lo que es el verdadero cuerpo de Crimen y telón. El humor, la música en directo (los actores son instrumentistas), los juegos de sombras, la trama detectivesca, los homenajes literarios se integran en el orden final: el pulso de la representación. El último espectáculo de Ron Lalá supone una relación sensual y emocionada (valga erótica) con la acción teatral, a la que va acercándose hasta desnudarla con alegría y delicadeza. Los asistentes se sienten espectadores y disfrutan de ello. El repaso a la topografía teatral resalta el sentido de la reunión, subraya lo que de efervescencia social tiene el teatro, el encuentro teatral. El público se hace genuinamente protagonista de la fiesta. Se siente observado y (re)querido pero, en esencia, colaborador necesario del/los acontecimiento/s. Con Crimen y castigo el teatro se mira al espejo y se carga de respeto hacia sí mismo. Ron Lalá nos acerca al corazón del teatro, a su ángel.



Crimen y telón
Compañía Ron Lalá

Dirección 
Yayo Cáceres

Reparto
Juan Cañas, Íñigo Echevarría, Miguel Magdalena, Daniel Rovalher
y Fran García (sustituyendo a Álvaro Tato).

Dirección literaria
Álvaro Tato

Dirección musical
Miguel Magdalena

Iluminación
Miguel A. Camacho

Sonido
Eduardo Gandulfo

Vestuario
Tatiana de Sarabia

Texto original, composición musical y arreglos
Ron Lalá

 

 

 

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