Vivir en la nube: el capitalismo de rostro humano según Silicon Valley
/ por Michel Suárez /
La noticia sobre las recientes filtraciones de datos privados por parte de Facebook ha desatado un pequeño escándalo entre la opinión publica, irritada ante lo que considera una vulneración de su intimidad con fines políticos. El parlamento británico ha invitado al señor Marc Zuckerberg, patrón de la corporación, a presentar sus explicaciones en Londres, pero ha recibido una negativa por respuesta. Por lo visto, el filántropo digital piensa que su responsabilidad acaba con la publicación en la prensa inglesa de una carta en la que esboza algo remotamente parecido a un pedido de disculpas. En cambio, el señor Zuckerberg ha aceptado comparecer ante el Congreso estadounidense para aclarar el hecho de que cincuenta millones de datos procedentes de su red social hayan acabado en manos de los asesores de Donald Trump, quienes utilizaron esa información para decantar la balanza electoral a su favor.
Es evidente que debemos esperarlo todo del redomado cinismo del señor Zuckerberg; no en vano, ha dado sobradas pruebas de su catadura moral; recordemos cuando, en una conversación “privada”, se refería a sus clientes como esos “malditos idiotas”, o cuando despachó arteramente a sus socios iniciales para hacerse con el control de la empresa. Para alguien con su inagotable pasión por el poder este revés debe haber supuesto una dolorosa derrota del orgullo; tratando de capear el temporal murmurará las excusas habituales, alegará, ya lo ha hecho, “fallos en la seguridad”, prometerá mayor celo y aguardará en su torre digital la bajamar mediática. Desde luego, hará todo lo necesario para minimizar el alcance de estos “errores”, puesto que lo que está en juego no es la privacidad de los ususarios, sino la devaluación de las acciones de la compañía, la confianza de los anunciantes y la amenaza de una legislación más restrictiva.
En lo que respecta a la opinión pública, las “preocupaciones sobre las prácticas de privacidad de Facebook” debe ser entendidas como lo que son: una broma. ¿Qué esperaban los devotos de la servidumbre voluntaria que han contribuido a erigir este reino de la cultura del fisgoneo y el exhibicionismo? ¿Acaso no mordieron el anzuelo del “agora digital” gratuito? ¿No repararon en que se trataba de un negocio en el que el producto eran ellos y sus vidas privadas que tan gustosamente sirvieron en bandeja de plata a estos mercachifles de la intimidad?
Una vez más, la actualidad y el escándalo pasajero han levantado una cortina de humo que oculta las cuestiones trascendentales sobre el curso de nuestra civilización. A pesar de su gravedad, estos hechos son apenas una pálida consecuencia del mundo que los ejecutivos de la alta tecnología se afanan en construir en nombre de nuestro bienestar y nuestra felicidad. Mientras redoblan esfuerzos para estirar la vida, paso previo a la inmortalidad (“la muerte es una enfermedad y hay que curarla”), han arrastrado en sus delirios futuristas a una civilización a la que ni siquiera le resta el clavo ardiendo de una cordura elemental. En honor a la verdad, tampoco se ve por qué deberían apelar a la duda, la prudencia y a la reflexión moral; después de todo, los techies no son philosophes y Silicon Valley se parece poco a los salones parisinos de Madame de Geoffrin o Madame de Lespinasse.
Sin duda, en el ecosistema de Silicon Valley merodean personajes turbios, individuos como el siniestro ultra Peter Thiel, fundador de PayPal y verdadero controlador del gran hermano digital. Pero esta jungla ha segregado también voces supuestamente críticas; tal vez la más célebre de ellas sea Jaron Lanier, autor de un par de bestsellers sobre un mundo que conoce al dedillo, puesto que fue uno de sus fundadores. En lugar de centrarnos en las jeremiadas de Zuckerberg o en las extravagancias de la Singularity University sobre la “muerte opcional”, resulta mucho más esclarecedor prestar oídos a un “crítico” interno como Lanier para tratar de entender el mundo que se nos viene encima.
En ¿Quién controla el futuro? (Penguin Random House Grupo Editorial S.A.U, Barcelona, 2014), Jaron Lanier deja claro cual debe ser el primer mandamiento de los tecnólogos: la irresponsabilidad: “No nos pongamos límites. Los límites matan”; para añadir a continuación que la sensación que experimenta “un techie a punto de desbordar esos límites es de euforia, un frenesí irresistible”. Así pues, nada de precauciones en relación a nuestras acciones. La suspicacia sobre las consecuencias de lo que hacemos no es más que un temor paralizante que nos impide “experimentar intensamente esa sensación” de ir siempre más allá. Y para quien considere los límites naturales como una restricción intolerable a la libertad humana, la realidad virtual pone a su alcance la posibilidad de “fabricar cualquier mundo, cualquier escenario”.
Bastaría este párrafo de Larnier para trazar las líneas maestras que orientan nuestro tiempo: determinación insensata, osadía suicida, emperramiento tecnológico, huida hacia delante y existencias à la carte. Sin embargo, para nuestro autor la tecnología es una “forma de servicio”, y la gente como él trabaja “para que el mundo sea mejor”: “Nuestras invenciones pueden aliviar cargas, reducir la pobreza y el sufrimiento, y a veces incluso traer al mundo nuevas formas de belleza. Podemos ofrecer a las personas más posibilidades para actuar moralmente […] pero la civilidad y la mejora de la humanidad continúan siendo opciones”.
He aquí un compendio ejemplar de la percepción general de la tecnología capitalista: neutra, opcional y potencialmente liberadora. Si no fuésemos tan crédulos esta cantinela debería sonarnos al cuento de la buena pipa. Hace más de tres siglos que la escuchamos, pero, a pesar del reiterado incumplimieto de sus promesas, continuamos creyendo en los evangelistas del paraíso tecnológico. Un vistazo superficial del mundo servirá para desmentir los renovados anuncios de mayor libertad individual, de felicidad general, de una vida laboral plena y satisfactoria, de eliminación del trabajo degradante, de sociedades más democráticas, de extensión de la sabiduría y de erradicación de la pobreza difundidos por los augures de la generación tecnológica anterior.
Lo que vemos, por el contrario, es un porcentaje obsceno de seres humanos hundidos en la miseria y el hambre crónicos mientras el mundo occidental se atiborra de pesticidas y comida radioactiva; por no hablar de las guerras, los fanatismos, los brotes de epidemias devastadoras, el retorno de enfermedades decimonónicas como la tubercolisis o la gota, y la resistencia del racismo, el machismo y el nacionalismo. En realidad, todo aquello que podríamos calificar como un “progreso” se circunscribe al mundo material, en ningún caso al bienestar espiritual. Bernanos sabía bien que las máquinas nos hacen la vida más fácil, pero no nos hacen más felices.
En su crítica, Larnier se abona igualmente al manoseado argumento de la neutralidad tecnológica. En realidad, la tecnología no es buena ni mala, pero tampoco es neutra (Melvin Kranzberg). Afirmar su doble uso supone no llevar en cuenta que la tecnología condiciona nuestra sensiblidad, nuestras emociones y nuestra cosmovisión; es obviar su profundo impacto en nuestra experiencia del tiempo y del espacio, y hacer abstracción de su enraizamiento en una determinada visión del hombre y de la sociedad que orienta la investigación científica.
En materia económica Larnier se muestra poco audaz y no atisba otra opción que el mercado capitalista, pero eso sí, un mercado de hechura keynesiana: “Una manera de entender la tercera vía que propongo, el camino de una computación humanista, es como un escenario “ciberkeynesiano” para impulsar los sistemas de computación en la nube hasta que alcancen un pico más elevado en el paisaje energético”. En realidad, Larnier podía ser considerado como un “socialdemócrata de la nube” y un fervoroso partidario de la intrepidez empresarial: “Las disparatadas fortunas que insondables inversores han acumulado en tiempos recientes gracias a la red pueden entenderse al mismo tiempo como aviso y como fuente de inspiración”. Aunque esta vía de enriquecimiento rápido se haya producido “a expensas del bienestar a largo plazo del resto de la población, no es motivo para que en el futuro no pudiera producirse un aumento similar de estrellatos afortunados, pero mucho más extendido entre la población en general, de manera que aumentase el número de personas en condiciones de gozar de los frutos de la modernidad, gracias a una contabilidad más íntegra de las transacciones”. En otras palabras, a pesar de los estragos que la economía de casino ha provocado entre “el resto de la población”, bastará con una legislación más vigilante para que todo el mundo se pueda convertir en una “estrella afortunada” y disfrutar de su “fortuna disparatada”. Como diría Orwell, si la medicina mata, dosis doble.
“¿Acaso es tan terrible señalar que el progreso tecnológico podría llevarnos a un escenario en el que cada vez más personas viviesen una situación un poco más parecida a la de las estrellas afortunadas? ¿Qué otra visión del progreso es viable?”, se pregunta con candidez Larnier. Pero no debemos confundirnos, advierte: “La existencia de más estrellas afortunadas no equivale a la implantación del socialismo”; significa únicamente que en “una economía de la información en expansión el mercado funcionará adecuadamente”. Resumiendo: el modelo de “computación humanista” que propone nuestro crítico consiste en hacer de cada individuo una “estrella afortunada”, cuya suma total dará lugar a una sociedad de millonarios. ¡Embriagador!
En esta nueva sociedad las corporaciones continuarán jugando el decisivo papel que han jugado hasta ahora. Y aquí Larnier nos advierte de que su imagen personal, sus rastas en concreto, no deben inducir a equívoco en relación a su radicalismo: “Con frecuencia me presentan como ‘anticorporaciones’, quizá porque el peinado que llevo fue en otra época propio de la contracultura. Lo cierto es que creo que las grandes compañías son fundamentales, y he disfutado trabajando en ellas”. Así que ya saben, nada de criticar a las grandes corporaciones como Apple, que “ejemplifica una modalidad de influencia especialmente infravalorada: el cruce entre la cultura tecnológica y la espiritualidad de la contracultura”. Lástima que se le olvidase agregar que Apple también ejemplica los privilegios corporativos derivados del nuevo modelo de esclavitud laboral instaurado por la globalización: la explotación inmisericordemente a los trabajadores de la periferia mundial sin dar demasiadas explicaciones.
Sobre Steve Jobs, el fundador de Apple, Larnier confiesa que “manipulaba a la gente y a menudo era un tipo tosco, pero también era capaz de estimular o prever las pasiones de sus devotos, una y otra vez”. Nada grave, ya que, según parece, la manipulación y la astucia son virtudes que pueden resultar muy necesarias en esta nueva era de fusión de New Age con economía digital humanista.
¿Y cuáles son para Larnier los beneficios de las corporaciones para el gran público? Básicamente, “algunos nuevos nichos” como los “servicios de reducción de decisiones”. Es decir, que el Big data nos hará la vida más fácil porque pensará y actuará por nosotros. Como en el caso de Zuckerberg, un maniático de la racionalización de la toma de decisiones personales, Larnier no parece darse cuenta de que lo crucial no es la “reducción de decisiones”, transferidas a una máquina, sino la descomplejización de la sociedad. Esto implicaría una reducción radical de la burocracia y un modelo de organización socioeconómico no basado en la gestión corporativa, algo completamente fuera de discusión para él.
Tampoco debemos olvidarnos, prosigue, de “rendir un homenaje a la publicidad por el papel estelar que ha desempeñado, durante siglos, en el nacimiento de la modernidad. Los anuncios idealizaban el progreso. La publicidad compensa la tendencia que tienen las personas a no apartarse de las costumbres arraigadas”. Esto es, la fastidiosa tendencia de las personas a hacer lo mismo que hicieron las generaciones anteriores, prácticas basadas en muchos casos en la observación, la experiencia y el interés común. Por fin, la publicidad nos librará de una vez por todos de esos atavismos.
En el campo profesional también el progreso nos proporcionará nuevas ocupaciones, algunas “defensivas y anodinas”, como “la protección o la restauración de la reputación online” (¿?), y otras tremendamente excitantes, como “la profesión de contable”; aunque no se piensen que se trata de unos vulgares contables, sino de profesionales que “serían en parte como políticos y en parte como detectives. No estarán encerrados en una oscura oficina, sino que serán héroes de acción. Ya deberían estar apareciendo nuevas carreras, tan refrescantes como estas”.
De hecho, el propio Larnier sugiere algunos ejemplos de “cómo se podría ganar dinero a través de la nube en un futuro humanista”. La cosa es muy simple: “Conocemos a nuestra futura pareja en un servicio de citas online. Los algoritmos que implementan el servicio toman nota de nuestro matrimonio. Con el paso de los años, como seguimos juntos, en el proceso de formar nuevas parejas los algoritmos otorgan un peso cada vez mayor a las aparentes correlaciones que existen entre nosotros y nuestra pareja. Cuando alguna de las nuevas parejas se casa también, se incorpora automáticamente a los cálculos el hecho de que las correlaciones procedentes de nuestro caso tuvieron una importancia especial para la recomenadación de las personas adecuadas. Como resultado recibimos nanopagos adicionales”.
¿Ven qué fácil? Ustedes se casan, aguantan unos años, los algoritmos hacen su trabajo, ¡y a facturar! Claro que alguien podría objetar que preferiría conocer a su futura compañera según el método antiguo, ya saben, en persona. Pero, ¿para qué perder el tiempo con esas “costumbres arraigadas” del mundo analógico si ahora incluso podemos disponer de “unas gafas de sol con la capacidad de crear objetos virtuales situados en el mundo real”, unas gafas que “si paseamos por un jardín en primavera” podrían darnos “información sobre una flor, o mostrar el insecto que la poliniza rodeado de un halo”?
Lo sorprendente de todos estos desvaríos es que Jaron Larnier concluye lamentando la pérdida de la “convicción de que la tecnología debería servir a las personas. Ahora las personas sirven a la tecnología”; “muchas personas, añade, son reducidas a simples gadgets o dispositivos de un superorganismo mayor, internet”.
No creo que esta sarta de disparates y contradicciones se deban achacar al cinismo o a la pura idiotez del autor; simplemente, tras haberse afincado durante tanto tiempo en la nube digital Larnier no ha conseguido bajarse de ella. En ese limbo, su exaltación de la “Atenas digital” es apenas un grado menor que el de sus correligionarios, que se han cargado alegremente dos mil quinientos años de reflexión del hombre sobre sí mismo, sobre la naturaleza de sus pasiones, sobre sus vicios y sus virtudes, en nombre de un poder faústico que ronda el viejo anhelo humano de omnipotencia. Substituido por ilusiones funestas, el “conócete a ti mismo” que ejerció de divisa emancipatoria para la tradición occidental no adorna el frontispicio de los nuevos oráculos digitales.
Leopardi celebró que “las ilusiones, aunque debilitadas y desenmascaradas por la razón, no dejan de subsistir en el mundo, y forman lo esencial de nuestra vida”. Y en un libro extraordinário, El Giro. De como un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno (Barcelona, Crítica, 2012), Stephen Greenblatt nos recordó que entre las enseñanzas del gran Lucrecio la asunción de los limites jugaba un papel crucial contra la tentación de las ilusiones: “aunque son finitos y mortales, los hombres son presa de la ilusión de lo infinito”. Ocurre que, a diferencia del tiempo de Lucrecio y de Leopardi, el homme machine se ha munido de medios tecnológicos capaces de modificar su propia esencia y de destruir su huella en la Tierra. Y esa ilusión de potencia absoluta lleva el sello de la catástrofe.
El aguafiestas de Cioran escribió que “el hombre desaparecerá por culpa de un instinto que le impida detenerse a tiempo. Está convencido de que lo imposible no existe”. Instalados en esa creencia, haciendo gravitar nuestras vidas sobre procesos automatizados que no comprendemos y que escapan a nuestro control, nos hemos deshecho de la mesura y la prudencia como se arroja por la borda el lastre de un globo. Sin embargo, sólo ellas pueden ayudarnos a sobrevivir en un mundo que desaparece y se refunda incesantemente. Por su parte, lo que Larnier propone es: esperen y verán lo que los techies pueden hacer por ustedes. Mientras tanto, pónganse a temblar.
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