Escenario

Literatura norteamericana y cine

Cruce de caminos entre cine y literatura: Bukowski, Tarantino, Scorsese y Ethan Coen.

Cuatro notas sobre literatura norteamericana y cine

/ por Luis Ingelmo /






 

El guion de cine de Bukowski, aún sin publicar en España

 

Charles Bukowski (1920 – 1994)

Además de los epistolarios del poeta de Los Ángeles, de la prosa de Bukowski resta solo por publicarse en España el guion de la película El borracho. En realidad, un barfly (literalmente, ‘mosca de bar’) es algo más que un mero borrachuzo: es eso, desde luego, pero uno de los que no despegan el culo del taburete en el que se sientan, calentando y meneando su cerveza, a la espera de que les caiga otra gratis y, con suerte, algún espirituoso. Una de las anécdotas del rodaje de la película es iluminadora al respecto: en una escena, Mickey Rourke, en su papel de Henry Chinaski (y alter ego de Bukowski), conoce a una maltrecha Faye Dunaway (Wanda, en la película), que, con los ojos vidriosos y la mirada perdida, sorbe un bourbon que le quema las entrañas. Chinaski la invita a una copa, una cerveza, a la cual sigue otra copa, un escocés, pero al ir a dar cuenta del whisky, Rourke olvidó matar los últimos centímetros de la botella de cerveza. ¡Imposible!, vociferó Bukowski durante el estreno de la película: un barfly jamás dejaría sin acabar su cerveza. Jamás de los jamases. La vida de un barfly vulgar se resuelve en el trayecto que discurre entre la barra de un bar y un cuartucho en una pensión de mala muerte infestada de cucarachas y sin agua caliente. Pero Chinaski no es un borrachín cualquiera: él escribe poesía. Además, le envuelve cierta aura, una suerte de magnetismo que atrae a las mujeres más rotas (por dentro y por fuera). Se trata, en fin, del texto de un guion literario, escrito con el sonido, el ritmo y las palabras en mente, en lugar de estar pensando en las imágenes; es un guion, si se me permite el atrevimiento, tremendamente lírico. A veces pienso, incluso, que funcionaría mejor sobre las tablas de un escenario que en el celuloide.

[Charles Bukowski (1998 [1987]): The Movie: «Barfly». Santa Rosa (California): Black Sparrow, 127 pp.]






 

Respuestas para las preguntas (¿o era al revés?)

 

Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee,1963)

Asegura Quentin Tarantino que para componer sus guiones sigue una estructura según la cual comienza exponiendo las respuestas para, más tarde, buscar las preguntas a las que aquellas se tengan que acomodar. Él lo dice con otras palabras, con menos palabras, o sea, de modo más conciso, con esa sequedad propia de los que se han criado entre novelas de kiosco y tebeos, entre los géneros pulp y noir, a medio camino entre lo más cutre y lo más extático, en algún recoveco de alguna carretera secundaria donde se cruzan lo kitsch y las metáforas con brillo de crema para pulir carrocerías de Cadillacs, inmensos, flotando como fantasmas de colores chillones, como colchones sobre ruedas, testigos de una América pletórica de sonrisas, tostadoras y carteles publicitarios de Norman Rockwell. No vamos a repasar la trama de ninguno de los dos guiones que se incluyen en este volumen, porque ambos son de sobra conocidos. Quizá más el primero que el segundo, pero, aun así, vamos a obviar los relatos, que, por otra parte, se leen con verdadera fruición, por mínima que sea la afición teatral que se tenga. Merece la pena, por contra, señalar que al guion de Reservoir Dogs le precede una entrevista a Quentin Tarantino (abreviada, que conste: quien prefiera leer la versión al completo, la encontrará en la revista Projections 3), que el texto del guion está entreverado con fotogramas de la película y que el guion de True Romance está presentado por el mismo Quentin Tarantino. Entre otras muchas cosas, el realizador originario de Knoxville (Tennessee), y criado en California, señala que el texto que nos ofrece es el original, es decir, conforme él lo escribió y no como acabó dispuesto, toda vez que consiguió encontrar a alguien que se decidiera a producir la película con la condición de someterla a varias sesiones de cortar-y-pegar. La introducción de Quentin Tarantino se dispone en párrafos temáticos («Comienzos», «Estructura», «Omisiones», «Héroes y villanos», «Violencia», «Moralidad» y «Finales») a los cuales sigue una «Coda», poniéndonos sobre aviso de que lo que vamos a leer no es la película que vimos, que la reestructuración que esta sufrió no es asunto baladí, que acaso no estaría de más que hiciésemos un esfuerzo de imaginación y aplicásemos el final del libreto original para reconstruir en nuestras mentes las imágenes que no se llegaron a rodar o, mejor dicho, que sí se rodaron pero no llegamos a ver (Tony Scott, el director de la película, le planteó a Quentin Tarantino que rodaría dos finales, el suyo y el del guion original, para después escoger entre ambos: su elección, según Scott, estuvo guiada por motivos morales, y no comerciales). En fin, treinta mil fueron los dólares que le pagaron por aquel guion, escrito con las novelas de Elmore Leonard en la boca, en los ojos las imágenes de Blood Simple, la película de los hermanos Coen, con las yemas de los dedos manchadas de la tinta de los tebeos que vendía en una tienda para pagar el alquiler y las facturas a final de mes. El dinero de True Romance, su primer guion, lo emplearía más tarde para rodar Reservoir Dogs, su primera película. Con todo, Quentin Tarantino no se considera a sí mismo un escritor (él asegura que escribe con la intención de dirigir sus guiones, con la vista puesta en el rodaje), a pesar de lo cual quien los lea sin haber visto las películas captará la intensidad de la trama y las escenas, pues su escritura es ciertamente tan digna como la de los grandes nombres del género negro.

[Quentin Tarantino (1995): Reservoir Dogs and True Romance: Screenplays. Nueva York: Grove, 250 pp.]





 

«Si eres de una pandilla, no te dicen que vienen a matarte… No hay ni discusiones, ni insultos, como en las pelis. Tus asesinos serán todo sonrisas»

 

Martin Scorsese (Nueva York, 1942)

Sigamos, pues, con los guiones. Muy breve el que hoy nos ocupa, a pesar de que la película se prolongue durante cerca de dos horas y media, lo cual, a nuestro juicio, es señal de que el guion está al servicio de las imágenes y de que, por lo tanto, el equilibrio entre estas y aquel es el adecuado. No se nos pasa por la cabeza pretender que nuestra vara para medir la calidad de una película sea aplicable universalmente, ni muchísimo menos, pero no deja de ser efectiva en ocasiones: el arte cinematográfico no es teatro llevado a una película de celuloide, sino algo más, o algo menos, algo distinto en cualquier caso. De ahí que nos atrevamos a sugerir que la trama dialogada de un filme habría de integrarse en lo visual y lo musical. Palabras, imágenes, sonido (el de las propias palabras, sumado al sonido ambiente y a la música de la banda sonora, aspecto este en el que la película, sencillamente, brilla con luz propia: su importancia es tan capital que en el librito se incluye, en las páginas finales, el listado completo y detallado de las canciones y músicas que se escuchan a lo largo de la película). La intensidad de este guion, en cualquier caso, no se debe medir por su longitud, sino —permítanme la licencia— por criterios algo menos ortodoxos, como pueda ser el hecho de que multitud de sus expresiones hayan pasado al habla cotidiana estadounidense, como que el ritmo de sus diálogos reproduzca el modo de hablar callejero de distintos momentos de la historia americana reciente (recuérdese que el filme relata las vicisitudes del mafioso Henry Hill desde los años cincuenta hasta los noventa del siglo pasado) o que la cadencia elíptica de su fraseo nos resulte, a día de hoy, perfectamente contemporánea, que su lectura no nos dé la impresión de estar asomando el hocico en algún momento de un pasado remoto e improbable, a modo de máquina del tiempo, casi como si de un monumento o de un paseo por un museo se tratase. El diálogo de GoodFellas (Uno de los nuestros, en España) está vivo, rezuma verosimilitud, aunque se encuentra en las antípodas del costumbrismo, es decir, es hiperrealista en el sentido de que no inventa fórmulas realistas con el ánimo del retrato social de una época —que, como es bien sabido, esa era la voluntad realista o naturalista— con el fin del ejemplo en sentido cervantino, con el ánimo de que el común de los mortales se viese retratado en ellas y, tras el reflejo asqueante, se aplique a modificar sus conductas en su propio beneficio moral y en el de sus conciudadanos. Dejen que lo exponga en estos términos: El padrino sería la versión realista (galdosiana) de la hiperrealista Uno de los nuestros. «Esta película se basa en una historia real»: tras el frontispicio del libro, ocupado por una fotografía de un Scorsese barbudo y un De Niro caracterizado de Jimmy Conway, la sentencia no deja lugar a la duda, y más le vale al espectador mojigato que apague su televisor y se dedique a menesteres menos exigentes para su ritmo cardíaco. Debemos señalar, para ir terminando, que este librito se incluye dentro de la colección Faber Film, dedicada a nombres como Allen, Truffaut, Wenders, Coen & Coen, Kurosawa, Schrader, Greenaway, Cronenberg o Soderbergh, por citar tan solo unos pocos de los realizadores en nómina, ya sean de habla inglesa o no, así como que el texto del guion se apoya en un sucinto pero muy ilustrativo esfuerzo editorial de notas a pie de página (traducciones del italiano de Sicilia, detalles de la historia mafiosa de Estados Unidos) y que está salpicado de fotogramas que, más que nada, invitan a ver la película una vez más.

[Martin Scorsese y Nicholas Pileggi (1993 [1990]): GoodFellas, ed. corregida. Londres: Faber & Faber, 136 pp.]





 

Del celuloide al papel, y vuelta a empezar

 

Joel y Ethan Coen (Minnesota, 1954 y 1957)

Extraño, ¿verdad?, que se incluya la traducción junto al título del libro del que se trata. Y si no les gusta lo de «extraño», permítanme algún sinónimo: inusual, raro, poco corriente o acostumbrado. ¿Mejor así? Vale entonces. La cuestión viene a cuento del modo en que se publicó este volumen de relatos: al unísono en Estados Unidos y media Europa, España incluida. En el mismo instante en que el libro apareció en los escaparates de las librerías, se editó también en versión audio, leído por los actores que habitualmente vemos en las películas de los hermanos Coen: John Goodman, William H. Macy, John Turturro, Steve Buscemi y otros a los que no se les puede aplicar el calificativo de parroquianos en los filmes con el sello Coen & Coen, pero igualmente brillantes, como Matt Dillon o Ben Stiller. Ojo aquí: estas lecturas, lejos de ser neutras o apocadas, imprimen al texto un esplendor inimaginable si hubiera sido leído por el común de los mortales (entiéndase: ustedes o yo). Pero ¿qué hallará el lector en este libro? En primer lugar, si se acerca a él en su versión castellana, se encontrará con la sorpresa de que los relatos han sido reordenados con respecto al original inglés. Ignoramos los motivos de semejante decisión editorial, y lo cierto es que no se nos ocurre ninguno que pueda defenderse sin que se provoque el rubor de quien esto firma, a no ser que todo el asunto viniera rodado después de que el relato homónimo al libro se viera obligado a plantarse a la cabeza del volumen. Además de este diseño ajeno al documento fuente, se echa en falta la nota sobre el autor con que se cierra la colección, que no se trata, tal y como cabría esperar, de una mera reseña sobre los logros artísticos del escritor en materia cinematográfica, sino de un párrafo revelador del tono que impregna el libro y que, por miedo a incurrir en un delito contra el derecho de copia y difusión, no nos atrevemos a reproducir en su integridad, aunque con ganas nos quedamos. Baste indicar, como solución de conveniencia, que Ethan Coen se describe en él como profesor universitario que ocupa una cátedra de nombre judío (una constante en su obra fílmica y presente también en la literaria), que es autor de estudios imposibles cuyos títulos rozan lo absurdo, al estilo del Woody Allen de Getting Even (en España, Cómo acabar de una vez por todas con la cultura), que está casado con una percusionista cuyo marido —otro hombre que no es Coen y con el que tiene dos hijos, también compartidos con Coen, para rizar el rizo del absurdo— ostenta el cargo de disciplinario mayor de un coro masculino (y cuyo nombre, asimismo, está repleto de dobles sentidos). Los dos retoños de tan feliz pareja tienen nombres con sonoridades gaélicas y, según propia confesión, Ethan Coen es un nudista consumado, además de poeta con tres libros inéditos en su haber que, bien pensado, y si los potenciales editores accedieran a ello, podrían convertirse en un solo volumen, más grueso. Este es el cariz, el trasfondo de los relatos: lo irreverente, lo sórdido, la risa disimulada (aunque quisiera ser colmillesca), porque nos trastorna y descoloca que precisamente eso de lo que nos reímos sea hilarante, en lugar de patético. Han pasado diez años desde que Ethan Coen pariese este contubernio de risas agrias, miradas torvas hacia lo americano, fino oído para los idiolectos y las jergas, conocimiento de gran variedad de géneros literarios y disecciones de las almas de unos personajes sin trama establecida en sus vidas, lo cual nos hace sospechar, con gran dolor, que no vamos a leer más relatos suyos. No, al menos, en breve.

[Ethan Coen (1998): Gates of Eden. Nueva York: Rob Weisbach Books/William Morrow & Company, 263 pp. Traducción española de Jaime Zulaika Goicoechea (1998): Las puertas del Edén. Barcelona: Emecé, 254 pp.]

 

Los textos reproducidos forman parte del libro El crujido de la amapola al sangrar (Brighton, Los Papeles de Brighton, 2016)

 

 

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