Lo llaman ovni, y el mote tiene sentido, porque su forma redonda, su peana y las ventanas alargadas que corren a lo largo de su circunferencia le confieren forma de ovni; un ovni gigantesco de hormigón armado que hubiese elegido para posarse la cumbre del Buzludja, un pico de unos 1500 metros de altitud perteneciente a los Balcanes búlgaros, en una región salpicada de abetos y famosa por el cultivo de rosas. Lo llaman, también, salsera, por la misma razón y por la torre de 70 metros de altura que, justo detrás si se mira el monumento de frente, parece el mango de un cucharón hundido en él. Sería en cualquier caso, desde 1990, un ovni abandonado o una salsera vacía que, oxidada y cubierta de polvo, languideciera en algún trastero. Llena lo estuvo poco tiempo: menos de una década, la transcurrida desde 1981, cuando el monumento fue inaugurado con el boato, el gentío y la profusión de banderas rojas que merecían los catorce millones de leva, siete millones de euros de hoy, y los diez años que había costado construirlo. Había sido concebido por el Partido Comunista Búlgaro y el arquitecto Gueorgui Stoilov como un homenaje grandioso al socialismo y corrió la misma suerte que la más grandiosa ideología de la edad contemporánea: una belleza juvenil inenarrable, un cáncer incurable y desfigurador, un fallecimiento prematuro, un rápido saqueo, el olvido.
La colina de Buzludja había sido escogida por los jerarcas del comunismo búlgaro en razón de un doble simbolismo: en 1868 el lugar había sido el escenario de la última batalla entre el Imperio Otomano y la guerrilla rebelde de Hadji Dimitar y Stefan Karadja, y, sobre todo, en 1891 había tenido lugar allí la asamblea secreta en la cual fue fundado, bajo la dirección de Dimitar Blagoev, el Partido Socialdemócrata Búlgaro, antecesor del futuro partido comunista. Poco se sabe de aquella reunión, y tal vez fuera de día o en verano, pero uno puede y quiere imaginarse de noche, en invierno, alrededor de una hoguera, a un pequeño grupo de hombres ceñudos embutidos en gruesos chaquetones, alzando manos enguantadas para votar, emitiendo opiniones y proclamas acompañadas de vaharadas fugaces rápidamente desleídas en una gélida oscuridad estrellada…
Cien años después, los herederos triunfantes de aquellos hombres deciden conmemorarlos erigiendo en el lugar un monumento que no sea simplemente un monumento, sino además algo útil y un negativo de aquella imagen de solitaria y precaria nocturnidad, un j’y suis et j’y reste que proclame a los cuatro vientos que, como bramaba cierto político español antes de cambiarse de chaqueta, la semilla más menuda prende en la grieta del granito, echa raíces, crece, hiende la peña, rasga la montaña, derrumba el castillo secular, triunfa. Desde el primer momento, sí, ese monumento a una reunión secreta es diseñado como una enorme sala de reuniones públicas, un vasto espacio circular con gradas y una tarima en el cual el comité central del partido comunista celebrará, en loor de multitudes, su asamblea anual cada primer fin de semana de agosto, mientras las juventudes comunistas se divierten en una discoteca improvisada aprestada en el exterior. Lo hará cobijado por un largo mural de 130 metros de longitud, que cubrirá la pared perimetral de la sala y recreará la historia de la lucha obrera en forma de musculosos trabajadores marchando a un milimétrico compás con antorchas, con cañones, con martillos, con puños levantados, alternados con retratos de los dioses, semidioses y héroes del asunto: Marx, Engels, Lenin, Stalin, Leónidas Breznev, Dimitar Blagoev, Todor Zhivkov, Gueorgui Dimitrov. La tapa de la salsera será una colosal bóveda blanca ornada con circunferencias concéntricas que rodearán un luminoso mosaico circular de oro y rubíes, que representará la hoz y el martillo y el lema que enardecía los corazones de aquellos conspiradores de la utopía: Пролетарии от всички страни, съединявайте се!, es decir, «Proletarios de todos los países, ¡uníos!».
Todo un ejército de soldados, ingenieros, pintores, helicópteros incluso, fue movilizado para la construcción. Los trabajos fueron solemnemente inaugurados por el presidente Todor Zhivkov, de quien hay fotografías colocando, sonriente ante un nutrido destacamento de periodistas, un bote de cristal con un mensaje para las generaciones del futuro en los cimientos frescos del edificio. No se imaginaba, porque nadie lo imaginaba ni en Bulgaria ni fuera de Bulgaria, que diez años después su retrato en el mural sería picado con saña, en plan damnatio memoriae, por sus rivales en el partido, en un primer ruede de cabezas interno que iba a anteceder a la caída total del régimen.
En 1991 el ya defenestrado partido comunista, que retenía su propiedad, cede el monumento al Estado, que no tiene interés alguno en mantenerlo, y a partir de ese momento su degradación es tan vertiginosa como la del sistema que lo erigió. Las placas de oro y cobre son las primeras víctimas de saqueadores que operan con impunidad total. Alguno o varios de ellos dispara al fondo rojo del mosaico de la hoz y el martillo del techo de la cúpula, para desprender de él los rubíes que lo forman. Se hacen pintadas, se acumula basura. Los duros elementos del paraje participan también de la destrucción: rompen ventanas, abren portillos, inundan recovecos, oxidan vigas, carcomen teselita a teselita, como una paciente lepra, los rostros en mosaico de los padres del socialismo.
En noviembre de 2012, las protestas continuadas del Partido Socialista, sucesor actual del comunista, por el estado del monumento, motivan al presidente conservador Boiko Borísov a traspasarles de nuevo la propiedad de Buzludja. Dice: «Si tan orgullosos están de él, que se ocupen ellos». Desde entonces algunas voces, socialistas y no, han comenzado a clamar en el país por la restauración del monumento: unos, porque es historia; otros, porque podría ser convertido en un rentable activo turístico. A todos los echa para atrás, sin embargo, el precio de la broma: doce millones de euros, cinco más que los siete, ya una fortuna, que pagó Zhivkov, imposibles de asumir para un Estado en crisis galopante. Entretanto el monumento continúa agonizando.
En los días más terribles del invierno, la sala se llena de una nieve fina, blanquísima, y el hielo y la escarcha se apoderan del techo, erizando la hoz y el martillo agujereados por los disparos, pero aún perfectamente reconocibles, de estalactitas traslúcidas. Un como humo blanco, especie de emanación de la nieve o del cielo blanco que se deja entrever por los boquetes del techo o de ambas cosas, lo vela todo, tornando borrosos los retratos. El lugar, como si hubiera sido objeto de un sarcasmo del destino, o de una aplicación rigurosa de la ley del eterno retorno, ha vuelto a ser ideal para una conjura secreta de revolucionarios noctámbulos.
Sobre la entrada al ovni, al final de una larga escalinata entre cuyas junturas han crecido los hierbajos, alguien pintó hace años, en grandes letras rojas y latinas que contrastan con las cirílicas de ufanas consignas talladas en los muros, lo siguiente: «Forget your past».
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