Identidad negativa: el no-ser latinoamericano
/por José Antonio Rivera Soto/
La literatura latinoamericana se ha visto obligada,
desde el comienzo, a imaginar la unidad de la cultura,
o a soñar con su advenimiento.
Roberto González Echevarría
Introducción: la identidad negativa
Este trabajo indagará en el concepto identitario que predomina en las voces ensayísticas de Latinoamérica a partir de la tesis de que existiría una identidad negativa que conduciría a acentuar los rasgos de lo que no somos antes de los que logran definirnos como unidad o como magna patria, en palabras de Henríquez Ureña. Esto significaría una gran contradicción con la realidad fáctica que nos muestra que —como dice González Echeverría— una «larga tradición ensayística […] se ha impuesto como tarea el definir qué es América Latina, lo que los latinoamericanos son y cómo la literatura revela tanto como refleja esa identidad».
La noción identidad negativa alude al intento de definir lo que no somos como única manera de acceder a lo que somos, escamoteando de esta forma el esbozo de las principales características del espíritu, inteligencia o ser latinoamericano. El concepto es derivado de la teología negativa, que a su vez se define de la siguiente manera: en la teología negativa se ha pensado a Dios como nada, precisamente porque sería nada de lo que hay o de lo que podemos representarnos. Únicamente aplicando la docta ignorantia (de la que tratará posteriormente en especial Nicolás de Cusa) y a través de una vía teológico-negativa podemos acercarnos al posible verdadero Dios.
Así, la teología negativa, en su pretensión de conocer a Dios, opta por evidenciar lo que no es, ya que lo que efectivamente es no puede ser aprehendido por el intelecto humano. Debido a que somos incapaces de representarnos a Dios (o a la totalidad o al Ser metafísico), es preferible abocarse a lo que no es, siendo esto lo único cognoscible desde la precariedad del hombre.
Análogamente, la identidad negativa sería aprestarse a descubrir lo que no es Latinoamérica a causa de la imposibilidad de conceptualizar la identidad de un subcontinente tan heterogéneo e híbrido como el nuestro. Esta representación negativa conduce a los nueve ensayistas que revisaremos en el presente texto a hablar de nosotros desde lo que no somos; es decir, Latinoamérica será justamente lo contrario, disímil o complementario de Estados Unidos, España, Europa o el mundo indígena.
Pero esta incapacidad de explicar lo que realmente somos produce inevitablemente algunas interrogantes. Por ejemplo, ¿se hablaría con tanto entusiasmo de Latinoamérica si no tuviéramos a Estados Unidos junto a nosotros? O bien, ¿Brasil puede hablar de su conformación como nación sin remitirse de alguna manera a Portugal? O ¿habría sido el mismo siglo XIX si Hispanoamérica no hubiese deseado realizar una operación edípica con(tra) España?
Esperamos, en el transcurso de este informe, iluminar algunas de estas preguntas, así como textualizar, a partir de los nueve autores revisados, la idea que plantea nuestra tesis de trabajo.
Por último, cabe señalar que en la conclusión expondremos en detalle lo que consideramos como no-ser latinoamericano, junto a su relación con la identidad.
La visión paciana: el espejo indiscreto
Comenzaremos verificando lo que nos señala el pensador mexicano Octavio Paz respecto al tema que nos convoca. Si descubrimos una constante en los seis ensayos de Paz revisados en el seminario que da origen a este texto, es la comparación entre Hispanoamérica y los Estados Unidos, algo que, nos aclara el autor, alcanza el grado de obsesión en su lugar de nacimiento, donde el gigante anglófono es calificado de «enemigo de nuestra identidad» y, al mismo tiempo, como un «modelo a imitar» si se desea acceder a la modernidad.
Paz define al país del norte como el espejo indiscreto: «Cada vez que, como la madrastra de cuento, le preguntamos por nuestra imagen, nos devolvía la del otro». La metáfora es de total transparencia: siempre que Hispanoamérica intenta descubrir su genio o, mejor, adquirir consciencia de sí misma, lo que aparece es una relación/comparación con Estados Unidos, lo que además nos deja en la más absoluta inferioridad en casi todos los ámbitos.
Tomando en cuenta los textos estudiados, se ha elaborado una breve matriz de sentido dualista que enfrenta en cada uno de sus flancos a Hispanoamérica y los Estados Unidos.
Matriz de sentido dualista | |
Estados Unidos |
Hispanoamérica |
Reforma y democracia |
Contrarreforma y monarquía |
Revolución industrial, propensión |
Realidad como sustancia estable |
Tradición del cambio, tradición |
Tradición de resistencia al cambio, lo valioso es lo eterno, algo aumentado por la herencia precolombina |
No niega a Inglaterra, manteniendo |
Niega a España |
Iglesia como comunidad de fieles, fortalecimiento de individuos |
Iglesia jerárquica dueña de la verdad |
Constitución democrática y filósofos positivistas |
Latifundio, caudillismo y analfabetismo |
No existe la dimensión indígena |
Lo indio impregna todo |
Trabajo purifica, de acuerdo |
Trabajo no redime, el ocio es noble y la fiesta presenta valor religioso |
Existe primero Nación y luego Estado (lo que permite fusión entre nación, religión e instituciones públicas) |
Existe primero Estado e Iglesia y después nación |
Los mitos según Ángel Rama
Este autor compara, en La ciudad letrada, la naturaleza dispar de los mitos que modelan las sociedades en Estados Unidos y en Hispanoamérica. Nos cuenta del surgimiento de algunos mitos norteamericanos que no se reproducen ni llegan jamás a tener su símil en el mundo hispanoamericano, lo que obviamente representa el espíritu o la inteligencia de cada uno de los involucrados.
Por un lado, señala la mitología del cowboy, instalada en la filosofía de la frontera que cultivaron los colonos estadounidenses. En Latinoamérica no existe un parangón debido a la «fuerza constrictiva que en el sur ejerció la oligarquía dueña de tierra, paralizando el esfuerzo democratizador que en el norte ampliaron los pioneros sedientos de tierra».
Otro mito, ahora de carácter urbano e ilustrado, y por ende más atingente a la ciudad letrada que examina el autor, es el self-made man, que tampoco prospera en nuestra zona. En Estados Unidos lo encarna principalmente el periodista que denuncia las injusticias del sistema y el abogado pobre que lucha contra la máquina demoledora de los tribunales.
Ambos mitos, desde luego, solamente toman prestadas algunas señas de la realidad, sin llegar a mostrar, en modo alguno, el funcionamiento de la sociedad donde germinan, sino solamente los deseos más profundos de sus integrantes.
Rama indica que otro elemento que ayuda al triunfo de estos mitos en tierras norteamericanas es su carácter individualista, ya que tanto el cowboy como el self-made man se representan en héroes solitarios. En Hispanoamérica, en tanto, existe un modelo formado más bien por colectividades, por una comunidad que se cohesiona para luchar por sus derechos. Es lo ocurrido en la segunda mitad del siglo XX en Chile, por ejemplo, cuando se unen estudiantes y trabajadores en una alianza de grupos humanos que presentan los mismos intereses ideológicos.
Localismo y cosmopolitismo en Antonio Cândido
Para Antonio Cândido, en Literatura y cultura 1900 a 1945, existe una ley de evolución de la vida espiritual del Brasil, que es la «dialéctica del localismo y del cosmopolitismo». En ocasiones, por supuesto, no se alcanza esa síntesis y los ejercicios escriturarios se posicionan en alguno de los dos extremos: en la «afirmación premeditada y a veces violenta del nacionalismo literario», lo que alcanza las pretensiones de la creación de una lengua diferente de la portuguesa; o bien en la simple «imitación de modos europeos». El autor afirma, sin embargo, que «lo más perfecto» en cuanto a obras y personalidades se da cuando ambos polos se equilibran, algo que sucede especialmente en la década del 30 con una ponderación «entre la investigación local y las inspiraciones cosmopolitas».
Los aportes de cada una de estas dos posiciones literarias son desemejantes, aunque de igual importancia. El localismo entregaría el dato local, mientras que el cosmopolitismo «los moldes heredados» de una tradición antiquísima como la europea. Es decir, de lo interno emerge la substancia; de lo exógeno proviene la forma para estructurar dicho contenido autóctono.
Ahora bien, es relevante para el presente texto una afirmación particular de Cándido: «El diálogo con Portugal [que] es una de las vías por las cuales tomamos consciencia de nosotros mismos». Es decir, sólo cuándo se tiene a otro enfrente (otro con el poder que representa ser un país europeo y conquistador) se reconoce lo propio. Así, la identidad nace de un mirar fuera para saber lo que no se es. Portugal sería, utilizando la afortunada metáfora de Octavio Paz, un espejo indiscreto que le permite a Brasil mirarse a sí misma y comprender sus especificidades como pueblo.
Pero este diálogo no es desde un principio cordial y útil. De hecho, la sociedad pasa de la diferenciación con Portugal a oponerse a ella «en un esfuerzo de autoafirmación», lo que termina en «una verdadera negación de los valores portugueses». Lo interesante aquí es que Cándido ve que esta diatriba permanente «ocultaba en el fondo una fascinación y una dependencia». Este asunto, desde luego, resuena con igual intensidad en toda América Latina, ya que las naciones hispánicas, como se mostrará más adelante, sienten ese mismo contradictorio sentimiento de repulsión y atracción por los conquistadores, y muy particularmente por su lengua y su literatura.
En el mismo texto, el autor señala que debido a las características ya enunciadas, en Brasil «existe una ambigüedad fundamental: la de ser un pueblo latino, de herencia europea, pero étnicamente mestizo, situado en el trópico e influenciado por culturas primitivas, amerindias y africanas». Esto lleva a una posición intelectual que desplaza las singularidades que expresa cada grupo: el indio es visto bajo prismas europeos —tanto en sus virtudes como en sus costumbres particulares— y el mestizo es ignorado.
Con todo, en Antonio Cândido es posible ver con bastante claridad la negatividad del talante brasileño: una nación en cuya base se encuentra una fuerza movilizadora que nace de la relación de desprecio/fascinación que mantiene con sus conquistadores.

Las disyuntivas de Alfonso Reyes
A poco andar, en su texto Notas sobre la inteligencia americana, Alfonso Reyes nos entrega un concepto cardinal respecto al tiempo en que se mueve nuestro subcontinente. Dice: «Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra […]. Pero falta todavía saber si el ritmo europeo —que procuramos alcanzar a grandes zancadas, no pudiendo emparejarlo a su paso medio— es el único tempo histórico posible».
El punto es bastante nítido: incapaces de crear un tiempo propio —o uno que incorpore algunas de las particularidades hispanoamericanas—, tratamos inútilmente de incorporarnos a la marcha histórica que en Occidente lleva siglos operando. Nos definimos a partir de épocas que no nos pertenecen. Sin pasar por ninguna de las revoluciones que inauguraron la modernidad (la industrial en Inglaterra, la política en Francia y la democrática en Estados Unidos), asumimos como propios los cambios que deja a su paso la secularización del estado o, como lo expresa el sociólogo Max Weber, el desencanto del mundo tras la laicización de la realidad. Debido a este precipitado caminar, Reyes observa que en Hispanoamérica reina la «improvisación» y una «sustancia heterogénea» que a diario mezcla un poco más el componente «indio, el ibérico, el gris del mestizo, el blanco de la imaginación europea general, y aún las vastas manchas del africano traído en otros siglos a nuestro suelo».
De todas maneras, el autor avizora una inteligencia americana, un espíritu americano que opera sobre el continente y la extensa humanidad que lo puebla. Esta inteligencia ya característica funciona bajo tres disyuntivas que Reyes pasa a describir. En vista de los propósitos específicos de este trabajo, nos ocuparemos sólo de la segunda y tercera.
En opinión del ensayista, la segunda disyuntiva se presenta cuando se logran las independencias y «aparece el inevitable conflicto entre americanistas e hispanistas». Este elemento de disputa y desencuentro nos enseña otra vez la seducción que ejerce el viejo continente en nuestro devenir, ahora mediante el peso de una tradición española que se opone a la incipiente realidad que se expande por las nuevas naciones. Y lo propio ocurre con la tercera disyuntiva, que explícitamente habla de que, para nuestra inteligencia: «un polo está en Europa y otro en los Estados Unidos». De ambos nos llegan inspiraciones, ideas, sentimientos, proyectos; ambos forman un núcleo de tensión entre aquellos hispanoamericanos que se deciden a seguir a uno u otro caudillo internacional. De todos modos, a juicio de Reyes, «parece que encuentra[n] en Europa una visión de lo humano más universal, más básica, más conforme con su propio sentir».
Así, primero por imitación de su flujo histórico y ausencia de un tiempo particular y distintivo; después por la fascinación que despierta España, Europa en general y Estados Unidos, el caso es que siempre nos encontramos mirando hacia afuera para saber no sólo quiénes somos, sino quiénes queremos llegar a ser, hacia dónde sería prudente dirigir nuestros pasos. Las naciones tienen modelos demasiado fuertes en el exterior: allí encuentran democracias formadas, sociedades deliberantes, artes y letras desarrolladas, y resulta en extremo difícil imaginar lo propio, verse el rostro y el espíritu en un espejo que no nos devuelva la fisonomía de una nación ya madura, con siglos de historia y tradición.
Con todo, para Reyes la identidad americana está atravesada por los factores mencionados, por lo que es indudable la atracción que tienen en nosotros otras latitudes y, sobre todo, la importancia que ha prestado y todavía presta el exterior para conformar lo que denomina la inteligencia americana.
La América de Martí, Bolívar y Henríquez Ureña
Los dos primeros autores que dan nombre a este apartado son los que con mayor claridad han establecido el ser latinoamericano a partir de su contraposición (e incluso confrontación) con un otro, en este caso con Estados Unidos. El último, por su parte, manifiesta su creencia en la conformación de una magna patria que una a toda Hispanoamérica, aspiración que lo emparenta estrechamente con Martí y Bolívar.
Comencemos por Martí. El autor señala en Nuestra América que los pueblos americanos deben hermanarse y conocerse como «quienes van a pelear juntos». El enemigo a enfrentar es, desde luego, «el gigante de las siete leguas» que domina e intenta establecer su hegemonía desde el norte del continente. Para el autor, es la hora «de la marcha unida», y los países que «se enseñan los puños, como hermanos celosos […] han de encajar, de modo que sean una, las dos manos». Y para lograrlo hay que alejarse de los moldes importados y proceder a una actividad productiva y fundadora en el nuevo mundo. En su opinión, los jóvenes deben ser los primeros en notar que «se imita demasiado, y que la salvación está en crear». Es enfático al exponer la necesidad de innovación y empatía del gobierno que administre cada país naciente, cuyos dirigentes deben cumplir con una exigencia fundamental: conocer la vida y sueños de aquellos a quienes rigen, todos «pueblos originales, de composición singular y violenta».
Pero el tono beligerante de Martí va más allá de los elementos mencionados. Prosigue luego expresando que Latinoamérica debe ser «una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante», así como consciente del desdén que nos muestra Estados Unidos, «el vecino formidable, que no la conoce» y que representa «el peligro mayor de nuestra América». La arenga del autor exige «una unión tácita y urgente del alma continental», yendo del Bravo a Magallanes; una «América trabajadora» que armonice la diversidad de los pueblos para la batalla común y una al campesino, al indio y al negro contra «el pueblo rubio del continente».
Pasando al segundo autor, Simón Bolívar, resulta pertinente comenzar diciendo que es por demás conocida su pretensión de un subcontinente unido. Para él, debe naturalmente conformarse «un inmenso país, variado y desconocido como el Nuevo Mundo». Pero, por lo menos a la luz de la Carta de Jamaica, dicho constructo territorial y político nacería también por confrontación. En ese sentido, llama la atención el tono belicoso que expresa contra España, similar al que ostenta Sarmiento en su momento, aunque más coherente que este último.
La América de Bolívar se levanta en contra de los «destructores españoles», quienes han cometido barbaridades «que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades». Esta relación combativa lo lleva a solazarse cuando, refiriéndose a una América emancipada, espeta que «el lazo que la unía a la España está cortado».
Lo más relevante de este autor, sin embargo, es que la condición de identidad negativa aparece de manera desnuda y palmaria. Señala: «No somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país, y los usurpadores españoles». Esta sentencia, que podría entenderse como simple hibridez, es asimismo una muestra de que nos definimos, preeminentemente, por una negatividad: por lo que no somos. Así, aquello que de mejor forma expresa nuestra esencia, ser, espíritu o inteligencia como pueblo sería, paradójicamente, el no-ser indios ni europeos.
Las intenciones bolivarianas, entonces, deben entenderse como la posibilidad de formar «la más grande nación del mundo» partiendo de aquello que no somos como primera naturaleza.

Por último, Pedro Henríquez Ureña prosigue en La utopía de América la idea «de hacer de nuestra América una entidad, una magna patria», ya que serían pueblos destinados a unirse y llegar a ser uno solo. Y también se presenta este deseo a partir de una oposición, en este caso, con Estados Unidos. El autor explica: «Los pueblos débiles, que son los más en América, han ido cayendo poco a poco en las redes del imperialismo septentrional, unas veces sólo en la red económica, otros en doble red económica y política». Es interesante la denominación, hoy en día hegemónica, de imperialismo; y también que, más adelante, se califique de «mefítico influjo del Norte» a las acciones en territorio hispanoamericano por parte de Estados Unidos.
Lo curioso de lo enunciado por Henríquez Ureña es que el imperio, precisamente, es el que inventa la utopía que él desea para sus tierras. Su idea de «que la América española debe tender hacia la unidad política» es considerada como una utopía; no obstante, existen pruebas de que éstas son accesibles: la «primera utopía que se realizó sobre la Tierra […] fue la creación de los Estados Unidos de América». De este modo, lo que busca el autor tiene una referencia embrionaria en el país del Norte, y por ello, es posible asegurar que su concepción misma de lo que debe ser Hispanoamérica está atravesada por su mirada (admirativa o, mejor, fascinada, como diría Cândido) del imperio que critica con tanto encono.
Es claro que el autor no escamotea su ataque a Norteamérica por el retroceso que implica, luego de haber nacido como refugio para los perseguidos (puritanos ingleses, básicamente), convertirse en un país donde la esclavitud no solamente es legal, sino también enteramente legítima. De hecho, llega a afirmar que este arquetipo de libertad en la actualidad «es uno de los países menos libres del mundo». Pero a pesar de ello, finalmente le parece un modelo digno de imitar —evitando caer en sus vicios— para una acertada elaboración histórica, pletórica de autoconsciencia, de la magna patria a que antes aludíamos.
La ilusión desmesurada de Sarmiento
Cândido expresa —referido a Portugal— de manera perfecta los sentimientos que el argentino Domingo Faustino Sarmiento abriga respecto a Estados Unidos: una fascinación y una dependencia. Tras la lectura de sus cartas, es visible el desdén que manifiesta hacia España y su encanto por todo cuanto provenga de Norteamérica. En su imaginario asoma como un molde inagotable tanto para lo material (casas, villas, caminos, ferrocarril, telégrafo, agricultura e industria) como para lo político (fomento de la familia, libertad de culto, derechos de propiedad, entre otros). Para Sarmiento Latinoamérica debería ser, a diferencia de lo que expresan los tres autores recién revisados, una réplica algo más diversa que Estados Unidos, único país del continente donde finalmente triunfó la civilización en contra de la barbarie.
En este contexto, una de las reflexiones iniciales de Sarmiento resulta particularmente decidora: «Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista […] i no obstante este disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces […] No es aquel cuerpo social un ser deforme, monstruo de las especies conocidas, sino como un animal nuevo producido por la creación política».
El tono admirativo se justifica en algo que considera una invención humana, una utopía (en sintonía con la terminología de Henríquez Ureña) finalmente conseguida y traída a la tierra para el disfrute de los hombres. Es una sociedad que adquiere autoconsciencia, que se despliega a voluntad, que elige la fisonomía particular que tendrá su cuerpo social.
Una de las primeras diferencias que nota, en consonancia con Ángel Rama en La ciudad letrada, es que «el yankee ha nacido irrevocablemente propietario». A juicio de Sarmiento, el «error fatal de la colonización española en la América del Sur, la llaga profunda que ha condenado a las generaciones a la inmovilidad i al atraso, viene de la manera de distribuir las tierras». Esto se logró porque se ocupaban «comarcas enteras» en nombre del Rey, lo que en Estados Unidos no ocurre pues «el gobierno ha cuidado de dejar a todas las generaciones sucesivas su parte de tierra», volviéndose el norteamericano un «inventor de ciudades» que con su «rifle se enmarañan en las soledades vírgenes».
Otro atributo destacable es que la sociedad está conformada por una «clase única», debido a que los colonos se embarcaron sin sirvientes de las costas europeas, con el fin de que no existieran desigualdades sociales en la tierra a donde se dirigían. Y, además, en esta clase única el «sentimiento político que debe ser inherente al hombre como la razón i la consciencia, está completamente desenvuelto». Esto lleva a una libertad que Sarmiento juzga prácticamente plena (haciendo la salvedad, que por cierto la hace, de los estados donde existe esclavitud, nuevamente a semejanza de lo expuesto por Henríquez Ureña), y que plantea en los siguientes términos: «Cada uno creerá lo que cree; cada uno nombrará quién haya de gobernarlo; cada uno dirá de palabra i por escrito su pensamiento; será juzgado por un jurado i se le admitirá fianza de cárcel segura por todo delito que no merezca pena capital».
Estas libertades, empero, exigen mucha civilidad y cultura, lo que en opinión del argentino se da debido a la religión. Para él, por los ejercicios religiosos, las disidencias teológicas, los pastores ambulantes, incluso «la inteligencia de los más apartados habitantes de los centros [urbanos] se conserva despierta, activa; i con sus poros abiertos para recibir toda clase de cultura».
Ahora bien, sin duda lo que más impresiona a Sarmiento es que los recién llegados, sentados «todos debajo de una encina donde hoy está Boston», y tras agradecer a Jehová su Dios, «establecieron escuelas públicas, obligando a cada padre, tutor o patrón de niños, a darles educación elemental para el espíritu y un oficio manual para el sustento del cuerpo». Si esto le llama tanto la atención, es porque su visión de la línea divisoria entre civilización y barbarie se ubica, precisamente, en la fundación de ciudades y la instrucción primaria. Para él, un pueblo será civilizado cuando tenga urbes y una población mínimamente letrada, pretensiones que en Hispanoamérica no tienen correlato con la realidad. Esto último es otro elemento destacado por Ángel Rama en La ciudad letrada, donde, con cifras de cada país, menciona que fueron más las universidades que las escuelas públicas que se instalaron tras la conquista
Sobre este punto, la opinión de González Echevarría es la siguiente: «La dicotomía entre civilización y barbarie, propuesta por Sarmiento como motor principal de la historia Latinoamericana, aún sigue viva dentro de [los] proyecto[s] pedagógico[s del continente]».
El ensayista trasandino establece con diligencia el modelo que, bajo su criterio, deberíamos seguir. Por eso, por lo menos a la luz de sus escritos epistolares, la imagen identitaria de Latinoamérica se articula desde lo que aún no es y debe ser, o, siendo más exacto, parte del hecho que Latinoamérica simplemente, y muy a su pesar, no es Estado Unidos.
Mariátegui: nuevamente el factor cosmopolita
La labor que emprende Juan Carlos Mariátegui en el texto El proceso de la literatura, donde «la palabra proceso tiene en este caso su acepción judicial», se verifica bajo el signo de «una contribución a la crítica socialista de los problemas y la historia del Perú». En ese contexto, resulta bastante obvia su aclaración: «Mi concepción estética se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis concepciones morales, políticas y religiosas, y que, sin dejar de ser concepción estrictamente estética, no puede operar independiente o diversamente».
El autor distingue el proceso normal de la literatura de un pueblo desde tres períodos específicos: «un período colonial, un período cosmopolita, un período nacional». En el decurso del primer período, a lo menos literariamente, no se puede agenciar más que una expresión colonial, una vigorosa dependencia de otro. En el segundo período, en tanto, se asimilan elementos de literaturas extranjeras, diversas entre sí como fuentes dispensadora de contenidos y modelos formales. Por último, en el tercero, las naciones «alcanzan una expresión bien modulada, [manifestando] su propia personalidad y su propio sentimiento».
Mariátegui ve con buenos ojos el proceso que, en este mismo sentido, ha seguido la literatura argentina, que si bien permanece «abierta a las más modernas y distintas influencias cosmopolitas», jamás renegará de las características que definen su espíritu gaucho. En dichas tierras, hasta los «más ultraístas poetas de la nueva generación se declaran descendientes del gaucho Martín Fierro». Así, para el ensayista adquiere especial relevancia la figura de Jorge Luis Borges, sin duda uno «de los más saturados de occidentalismo y modernidad» que sin embargo adopta frecuentemente la prosodia del pueblo.
El saldo en su propia patria es muy diferente: explica que los literatos peruanos «casi invariablemente desdeñaron la plebe».
Ahora bien, en lo que concierne al presente trabajo, resulta clave la apreciación en extremo positiva que el escritor en estudio muestra por el cosmopolitismo. Perú, a su juicio, debe tener en su «mentalidad y en el espíritu» no sólo las fuentes españolas, sino enseñarse sensible, atento a las ideas y a las emociones de la época. Sólo ahí «Lima deja de aparecer exclusivamente como la sede y el hogar del colonialismo y españolismo». En este respecto, el criterio de Mariátegui es tajante: «La nueva peruanidad es una cosa por crear», para lo que es oportuno tomar como cimiento histórico la faz indígena que lo atraviesa. Por ello su eje debe descansar «en la piedra andina, mejor que en la arcilla costeña». No obstante, advierte, en «este trabajo de creación, la Lima renovadora, la Lima inquieta, no es ni quiere ser extraña».
El gozne entre el primer período y el cosmopolitismo, a juicio del ensayista, se encuentra en González Prada. El autor lo denomina como el «precursor de la transición del período colonial al período cosmopolita. Por ser la menos española, por no ser colonial, su literatura anuncia precisamente la posibilidad de una literatura peruana». Contiene en sus páginas la alegre liberación de la metrópoli ibérica. De alguna manera viene a escenificar «la ruptura con el Virreinato».
Otro autor relevante es Valdelomar. Mariátegui señala no conocer «ninguna definición certera, exacta, nítida, del arte de Valdelomar». Pero es entendible que la crítica peruana o aún latinoamericana no la haya formulado todavía. Valdelomar falleció a los treinta años, cuando apenas había conseguido encontrarse a sí mismo, definirse de una manera más exacta, menos ambigua. El ensayista muestra que su «producción desordenada, dispersa, versátil, y hasta un poco incoherente, no contiene sino los elementos materiales de la obra que la muerte frustró». Es decir, Valdelomar no logró realizar plenamente aquello que su rica y exuberante personalidad traía en potencia. De todos modos, legó un buen puñado de magníficas páginas.
Valdelomar no sólo influyó en la actitud espiritual de una generación de escritores: también «inició en nuestra literatura una tendencia que luego se ha acentuado»; trajo del extranjero «influencias pluricolores e internacionales» que introdujeron en la hermética literatura peruana muchos elementos cosmopolitas y, junto con ello, estuvo fuertemente «atraído por el criollismo y el inkaísmo». Su escritura indaga en temas que refieren lo cotidiano, lo humilde, lo más sencillo del escenario donde se movía. Revive «su infancia en una aldea de pescadores. Descubrió, inexperto pero clarividente, la cantera de nuestro pasado autóctono».
Otro escritor que Mariátegui incluye entre los precursores del cosmopolitismo es Eguren, que «aclimata en un clima poco propicio la flor preciosa y pálida del simbolismo». Y también, por supuesto, a Guillén. Empero, este último, en palabras del propio Mariátegui, «se corrompe. Peca por vanidad y por soberbia». Lo que le sucede es que se olvida de la meta ingenua de su juventud; pierde toda la inocencia que colmaban sus primeras páginas. De alguna manera, «el espectáculo y las emociones de la civilización urbana y cosmopolita enervan y relajan su voluntad». Y, no obstante, Guillén nunca será clasificado «entre los especímenes de la literatura humorista y cosmopolita de Occidente»: será siempre, como en sus orígenes, «un poeta un poco rural y franciscano».
En síntesis, podemos asegurar que Mariátegui otorga un privilegiado sitial a la literatura que se ha nutrido de tierras foráneas. Distanciarse del colonialismo español significa, en su visión, no solamente asomarse a otras comarcas literarias, sino dejarse influenciar por ellas y luego hacer permear esa influencia entre sus coterráneos. De esta forma, el ensayista escapa de su suelo peruano para encontrar al Perú. Una acción curiosa, y sin embargo recurrente en los autores que hemos visitado.
Lo relevante para este trabajo: Mariátegui ve que encontrarse como pueblo, hacerse autoconsciente, pasa por dos momentos centrales para nuestra tesis. Primero, alejarse de España; esto es, se es en la medida en que ya no se es español. Segundo, ingresar a las corrientes extranjeras y utilizar todo su material nutricio en las propias letras; es decir, ser a partir de un ir y venir, de un espejearse, de un dejarse penetrar por lo otro para constituirse como mismidad. Ambos movimientos obedecen, creemos, a la tesis de nuestro ensayo: su Perú natal sólo se hace cognoscible a partir de lo otro: un otro rival (España) y un otro sano e imprescindible (cosmopolitismo).

Conclusión: el no-ser latinoamericano
Como se mencionó en la introducción, la identidad negativa es descubrir lo que no es Latinoamérica, a causa de la dificultad de conceptualizar un subcontinente tan heterogéneo e híbrido como el nuestro. En este contexto, los nueve ensayistas que hemos revisado se propusieron hablar del espíritu latinoamericano desde lo que somos; es decir, interpretarnos desde una presunta relación (¿determinante?) con Estados Unidos, España, Europa o el mundo indígena.
Desde aquí, es prudente indicar aquello que resplandece con mayor nitidez en estos contundentes ensayos: el no-ser latinoamericano. Para desarrollar esta idea nos remitiremos al «principio de identidad: A=A», expresado de manera didáctica por Holzapfel en el ejemplo de tal piedra es tal piedra. Ahora bien, de este principio de identidad se desprende también «el principio de no-contradicción: nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido».
Aludimos a estos conceptos filosóficos ya que, tras la lectura de los ensayos y su análisis a partir de la tesis sostenida, se aprecia que en Latinoamérica prima el no-ser. Esto porque lo relevante es que, apuntando al principio de no-contradicción, América Latina no es España, Europa o Estados Unidos. Lo sabemos con absoluta seguridad puesto que es imposible que «nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido».
Faltaría, sin embargo, aquello que da forma al principio de identidad: Latinoamérica es idéntica a… La sentencia lógica queda irresuelta, lanzándonos a la precaria condición de que lo que prima al momento de hablar de nuestro subcontinente es su no-ser. A partir de los ensayos no llegamos a saber lo que es América Latina: solamente se hace inteligible lo que no es.
Finalmente, es admisible insinuar que al presente trabajo le falta un segundo esfuerzo analítico, a saber, indagar con mayor precisión en el carácter de no-ser indígenas, algo que, debido al tiempo y la extensión del presente informe, se revisó escasamente en estas páginas.
Este artículo fue publicado originalmente el 24 de abril de 2011 en la revista cultural digital chilena Crítica.cl y ha sido recuperado con su permiso, suprimiendo la bibiliografía y el aparato de notas al pie a fin de facilitar la lectura. El artículo original puede consultarse aquí.
José Antonio Rivera Soto (Santiago de Chile, 1976) es sociólogo por la Universidad Arcis y doctor en literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad de Leipzig. Tiene estudios de posgrado en filosofía (Universidad de Chile) y psicología (USACH). Ha publicado las novelas Siete Judas (2008) y La Liberación (2013). Desde 2007 se desempeña como profesor universitario. Además, ha colaborado como columnista y crítico literario con medios como El Mercurio, The Clinic y GranValparaiso.cl.
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