La rebelión de los perros
/por Luis Fernández Roces/
Entre la luz de la amanecida, de costado, en medio de la plaza: así murió mi compadre Juan Mellizo. Lo vi caer, desmoronarse en tanto abría los brazos, después de haber soltado la escopeta. Los abrió como si quisiera agarrarse a la mañana. Pero se vino abajo y allí quedó arrugado, sobre las denegridas lajas, igual que un pequeño amontonamiento de terrones.
Bajé la escalera y corrí hacia la plaza. Mi compadre estaba muy quieto, un poco torcido, con la cabeza en un charco de sangre. Tenía los ojos bien abiertos. Era como si el asombro y el miedo le hubiesen quedado atravesados en medio de la mirada. Me agaché para escucharle el corazón. No pude oír sino ese gorgoteo que se les oye a los muertos por adentro. Le levanté la cabeza. La desgarradura del cuello era tan grande que casi se lo partía en dos.
Más allá de la solería, Canelo, a rastras, buscaba el amparo de los portales. El hondo gañido del perro sonó contra el silencio como una larga pedrada; luego, se fue haciendo débil, hasta hundirse en la lejanía del amanecer. Se abrieron entonces las ventanas.
A la que atravesábamos el pueblo, íbamos dejando sobre las piedras un reguerito de sangre. Yo pensaba que el cuerpo de mi compadre se había vuelto de pronto muy pesado, pues aunque éramos tres los que cargábamos con él, a cada paso se nos escurría. Así que tuvimos que llevarlo sin demasiados miramientos.
Lo metimos en el cuarto y lo dejamos sobre la cama. No quise que entrara Natalia hasta tanto que no lo hubiéramos adecentado. Le limpiamos la sangre con agua caliente, le pusimos ropa limpia y alguien le tapó las aberturas del cuello con una tira de lienzo. Tuvimos que atarle una barbillera para que la boca se mantuviera cerrada. Entonces llamé a Natalia.
En la casa se amontonaron los llantos. Natalia se abrazaba a unos y a otros. Juan Mellizo se había quedado solo en el cuarto. La lucecilla de la mariposa le temblaba en la cara. Y al escuchar los rezos que se habían alzado en la cocina, sentí como que el silencio entraba en el cuarto, empujado por aquellos rumores, y se iba amontonando poco a poco alrededor de mi compadre. Entre el silencio lo miré, tan estirado, y me pareció verlo de nuevo en el poyal, acariciando el suave pelaje de Canelo. El perro, entonces, le lamía las manos, y se le echaba encima como para abrazarlo.
Pero ahora, en aquella amanecida que seguía a una noche larga y llena de ladridos, Juan Mellizo, su cuerpo, yacía roto en la cama, en espera de que trajesen el ataúd y los velones. Canelo, entre tanto, debía de seguir en la penumbra de los portales, ya frío, enseñando la reventazón de la barriga; o a lo mejor lo habían tirado ya al fondo de las rehoyas.
La tarde que ante el portalón de las aldabas se detuvo la camioneta amarilla, cargada con un rumor de ladridos, todos nos preguntamos para qué necesitaba Juan Mellizo tantos perros.
—Pero dime, ¿me lo vas a decir?
—Está bien, te lo voy a decir. De seguro que nunca podrías barruntarlo.
Durante un rato, sin embargo, no dijo nada. No hizo sino sonreír, con aquella sonrisa suya, tan ancha.
—Van a trabajar para mí. Como lo oyes…
—No sé de qué me hablas.
—Claro que no lo sabes —y seguía con la sonrisa—. Hablo de las algas.
—Mira, no entiendo nada —dije yo.
Ahora reía con ganas.
—Las algas del Pedrero Grande.
Así que era eso. Mi compadre pensaba sacar de aquellos precipicios los grandes montones de algas que se perdían allá abajo. Otros lo habían intentado ya. Pero las lanchas no podían acercarse entre tantas rocas, y por los despeñaderos nadie hubiera conseguido subir un peso sobre los hombros. Me explicó de qué forma pensaba hacerlo con los perros.
—Pero no digas nada —me pidió.
Nada le dije a nadie, desde luego. De modo que los vecinos, la mañana que descubrieron a Tristán en la corraliza, entre aquellos asustados animales, con un vergajo en cada mano, se sintieron inquietos. Y el día que empezaron los paseos de Tristán con los perros desde el portalón a los cantiles, la curiosidad y el desconcierto del pueblo fueron muy grandes. Al fin, cuando aquel domingo encendido de sol, los perros, amaestrados, vencidos ya y sumisos, en una larga fila y ocultos bajo las cargas empezaron a cruzar la plaza, todos corrieron hacia los pedreros y pudieron conocer la verdad.
Los perros trepaban por las rocas, subían desde lo profundo de los precipicios, entre el ruido de los maretazos, azotados por la virazón que se alzaba del agua, cargados con las algas del Pedrero Grande, camino de las cespederas de mi compadre.
Durante más de dos años, los perros de Juan Mellizo aguantaron la carga sin salirse de los caminos. Trabajaban de sol a sol, andaban pegados a la tierra, con la lengua colgando y el cansancio en los ojos, hundidos bajo el peso mojado de las algas. Al oscurecer se amontonaban junto al portalón para entrar después en la corraliza. Crecía más tarde la noche, apretada en un silencio que ellos no rompían. Porque ni fuerzas para ladrar tenían aquellas sombras cansadas, bajo cuyo pellejo apuntaban los bultos de la osamenta.
—¿Y dices que degolladas?
—Eso dije, Remigio. Había un rastro de sangre.
Caminamos por ese rastro hasta que dimos con un cordero. Estaba casi comido.
—Te digo que son los lobos, ¿qué si no?
—¿Llegar tan acá, tan abajo, y en este tiempo? No, no son los lobos. Además, si fueran los lobos no se estarían los perros pastores así de mudos y sin hacer nada
—¿Qué entonces?
—No lo sé, Remigio. Parece cosa del diablo. Pero te digo que caerá, aunque sea él, aunque sea el mismísimo diablo. A partir de esta noche siempre habrá alguien por ahí con la escopeta bien cargada.
Estaban apostados en la oscuridad, con las escopetas a punto. fue mi compadre quien avistó la sombra que se acercaba. No falló el tiro: la sombra quedó arrebujada entre los matojos, con el corazón partido. De seguro que fue grande la sorpresa de Juan Mellizo: a sus pies tenía uno de aquellos perros flacos. A uno de sus propios perros.
Lo ató con una cuerda por el pescuezo y lo trajo a rastras. Después de tirarlo en la corraliza, fue a decirle a Tristán que se levantara y que bajase los vergajos. Así que al poco empezaron a restallar los vergajos sobre aquellas terrosas osamentas, y la noche se llenó de lastimosos aullidos.
A la mañana siguiente, cuando Tristán se asomó a la corraliza, la encontró vacía. Sólo el perro que Juan Mellizo había matado. Los otros habían huido. Al oscurecer supimos que estaban reunidos en el monte. Estuvieron ladrando mucho tiempo. Eran voces largas y desesperadas que llenaban la noche. Hasta que de pronto se callaron. A mí me despertó aquel silencio, y empecé a sentirme inquieto.
Al otro día, en el redil de mi compadre no había sino ovejas degolladas y grandes manchones de sangre. Fue cuando decidimos lanzarnos monte arriba para cercarlos en la algaida.
Subíamos el monte, después de haber atravesado el marojal. Por allá repechábamos, con las bocas de los cañones rebuscando entre las matas. Ya muy atrás, surgía para desaparecer de nuevo la mar tendida.
Juan Mellizo nos guiaba. A su lado Canelo. Fuimos rodeando la algaida. Sabíamos que los perros se escondían allí. Pero estaban en silencio, ocultos en la maleza. El cerco se estrechaba a cada paso. De repente, los que batían la quebrada, tras las alcudias, empezaron a disparar. Todo quedó callado luego. Hasta que a nuestra derecha surgieron otra vez los disparos. Cosa de no decir: aquellos aullidos que estallaron, como alzados de una rabiosa agonía, casi voces humanas, ayes violentos que rompían el aire. Y por encima de todo, de los aullidos y de nuestros gritos, el estruendo de los escopetazos. Los perros se debatían, saltaban, mordían el vacío, buscando una salida en aquel cerco de plomo.
No pudieron escapar. Dejamos la algaida cubierta de perros muertos. No quisiera recordarlo. Pero no me abandona aquella imagen: pelajes sucios, tierra y sangre mezcladas, manchas grises confundidas con la maleza, con la misma tierra, dejando escapar los últimos quejidos entre un fuerte olor a cosa chamuscada; o aquellos ojos, con los que de repente uno se topaba, y en los que tan pronto se creía ver rabia como resignación.
Habíamos empezado a reunirnos para el regreso.
Juan Mellizo, muy serio, soplaba en los cañones. De pronto, nos pidió que callásemos. Fue hasta las árgomas, y disparó. Hizo el disparo contra un ruido. Saltó una sombra, dio un respingo en el aire. Después de caer, aún quiso huir aquel perro. Pero se quedó allí en el camino, ya medio muerto, con un poco de lumbre en los ojos. Nos miraba sin gota de rencor. Vi a mi compadre echarse de nuevo la escopeta a la cara. Sonaron, uno encima de otro, los disparos. Me pareció oír también el estallido de aquella cabeza, rota sobre la tierra. Sentí a Canelo pegado a mis piernas. Le salía un temblor de entre el pelaje, y un latido de muy adentro. Más tarde, al regreso, traía la mirada a ras del camino.
Mi compadre y Tristán silbaban por los rincones del pueblo pero Canelo no respondía a la llamada. Y lo había visto, al poco de regresar de la algaida, olfateando en la corraliza, como buscando alguna cosa. Después, desapareció. Ahora, la oscuridad era ya cerrada y Canelo no había vuelto.
Cuando empezaron a sentirse de nuevo los aullidos, con la noche muy entrada, me puse a darle vueltas a un pensamiento raro. Estábamos en la cocina, pues mi compadre no había querido acostarse. Los ladridos arreciaban. No habíamos acabado con los perros. Yo miraba a Juan Mellizo, lo veía ir y venir en tanto la noche avanzaba y crecía en mí aquella sospecha. Después habría de resultar bien cierto lo que yo tanto había pensado. Porque, a pesar de todo, yo conocía a Canelo mejor que mi compadre. Por eso pude barruntar dónde se hallaba.
Cuando empezaba a clarear, oímos el ladrido. Era de Canelo: mi compadre distinguía bien su voz, y yo lo mismo. Había sido un aullido desgarrado, como si alguien lo estuviera estrangulando. Así que mi compadre cogió la escopeta antes de salir corriendo.
Yo lo vi todo desde el terrado: Canelo acercándose despacio, y detrás como si le guardaran la espalda, cuatro o cinco de aquellos perros flacos. ¿Los vio mi compadre? Pienso que en aquel momento no veía sino a Canelo. Se fue hacia el perro. Parecía que iban a abrazarse, como hacían cada vez que se encontraban. Algo presentí de pronto, pero no tuve tiempo de pensar. Cuando quise hacerlo, ya había ocurrido todo: el casi grito de Canelo al abalanzarse furioso sobre mi compadre, los dos disparos de éste, a bocajarro, todo. Canelo arrastraba su vientre reventado, y Juan Mellizo abría sus brazos, como para agarrarse a la mañana y se venía abajo, en medio de la plaza, entre la luz de la amanecida.
Y allí quedó arrugado. Igual que un amontonamiento de terrones.
Luis Fernández Roces (Pumarabule, Asturias, 1935) es autor de varias novelas, entre otras, El buscador (1977) y La borrachera (1981), y de un magnífico corpus de cuentos: De algún cuento a esta parte (1990) y Ageón (2001), género con el que obtuvo los más importantes premios y por el que ha sido incluido en las principales antologías del cuento español. Un lugar muy lejos del mundo (2018), de donde procede este cuento, selecciona doce de sus relatos, algunos de ellos inéditos, donde se dan cita personajes, sucesos e historias singulares que actúan como metáforas de la condición humana. Desarrollada paralelamente a su obra narrativa, Fernández Roces, además, ha comenzado tardíamente a dar a la luz pública su obra poética con la publicación de Viejos minerales (2006), Letras de cambio (2009), Salas de espera (2011) y Camino de las cárceles (2014).
Pingback: De lugares lejanos y sin nadie: el emotivo retrato de una España vacía – El Cuaderno