Gambetear con palabras

El escritor argentino Horacio Convertini hace recapitulación de la relación entre fútbol y literatura a lo largo del último siglo, de Horacio Quiroga a Nick Hornby y de Eduardo Sacheri a Manuel Vázquez Montalbán, pasando por Eduardo Galeano o Roberto Fontanarrosa.

Literatura y fútbol: un siglo de gambetear con palabras

/por Horacio Convertini/

Hace cien años, cuando la ley del offside tal como la conocemos aún no existía, las pelotas tenían un costurón enorme que parecía obra de un cirujano con Parkinson y en Rusia lo que se jugaba era la suerte de una revolución recién nacida, el uruguayo Horacio Quiroga publicó un cuento que tal vez haya sido la pieza literaria inaugural de un género que aún no tiene anaquel propio en las librerías: el de la literatura futbolera.

Fue en mayo de 1918, en la revista argentina Atlántida. El cuento se llama Juan Polti, half back y narra la historia de un joven que encuentra en el fútbol el sentido de su vida. Estamos hablando de Quiroga, el Poe rioplatense, por lo que el relato es tan bello como trágico. «Cuando un muchacho llega, por a o be, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente», escribe Quiroga en las primeras líneas. Es que Polti, su personaje, pasa de la nada a ser figura de Nacional de Montevideo, uno de los clubes más poderosos de Uruguay, lo que le da dinero, notoriedad y lo eleva a una posición social que jamás había imaginado. «Una cabeza que piensa poco, y se usa, en cambio, como suela de taco de billar para recibir y contralanzar una pelota de football que llega como una bala, puede convertirse en un caracol sonante, donde el tronar de los aplausos repercute más de lo debido». Cuando el crack advierte el ocaso, que no es otra cosa que la pérdida definitiva de un paraíso ganado a cabezazos, decide pegarse un tiro en el corazón. Elige como escenario el sitio exacto en donde ha sido feliz: el círculo central del campo de juego.

El relato está basado en un hecho real. El 5 de marzo de 1918, dos meses antes de la publicación del cuento de Quiroga, el mediocampista central de Nacional, Abdón Porte, apodado el Indio, campeón y capitán del equipo, figura también de la selección de Uruguay, se suicidó de un balazo ante la certeza de que iba a perder la titularidad por bajos rendimientos. Lo encontró un perro en el césped del estadio Gran Parque Central. En el sombrero guardaba dos cartas de despedida: una al presidente de Nacional, otra a su familia. Se cree que tenía veinticinco años, porque de Porte sabemos todo sobre su calvario pero no su fecha exacta de nacimiento.

Abdón Porte (1893-1918)

Quiroga abre el género, o al menos clava un mojón insoslayable, con la parábola del fútbol como trampolín hacia el infierno: no importa lo alto que te eleve, siempre seguirá la caída. Lo hemos visto en Garrincha, en Houseman, en George Best, y quizá alguna vez incluyamos en la lista a Maradona, que sólo por su extraordinaria condición de barrilete cósmico ha venido remontando una y otra vez la pendiente del desastre, lo que desaira a los profetas del mal ajeno.

La palabra que une al fútbol con la literatura es mentira. César Luis Menotti, exentrenador de la selección argentina y del Barcelona, hombre leído y de sensibilidad poco frecuente en los vestuarios, dijo alguna vez: «El fútbol es el único sitio donde me gusta que me engañen». La gambeta (el regate, el dribbling) es una mentira en acción; la figura retórica que, desde la belleza, estafa al adversario y sorprende a la tribuna. Hay una anécdota de Jorge Luis Borges, a quien le endilgan una débil simpatía por San Lorenzo de Almagro, que puede funcionar en este contexto. Un día va al banco y consulta el saldo de su cuenta. La cajera le da una cifra aproximada, pero le pide que aguarde unos instantes a que la verifique. «No quiero decirle una cosa por otra», se disculpa la muchacha. Borges se vuelve hacia su acompañante y le dice: «Caramba, esta chica acaba de asesinar a la metáfora». Una cosa por

Hernán Casciari (1971- )

otra, la metáfora. Lo que suele hacer Messi cada vez que encara a un marcador.

En el Mundial de México 86, en el partido de cuartos de final ante Inglaterra, Maradona inventó la metáfora más larga y original jamás vista: dura 10,6 segundos, como bien advierte Hernán Casciari en el cuento que le dedica a la maravilla del segundo gol.

Al oficio de mentir con palabras no le resultó fácil asociarse sin pudor ni culpa al oficio de mentir con una pelota en los pies. Juan Villoro entiende que los escritores «se han servido del fútbol de muy diverso modo», y uno de ellos «es ignorarlo». En el mismo sentido se expresó Eduardo Galeano: «¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales».

Borges, que fue sólo una vez a la cancha y nada más duró hasta el entretiempo, militaba con entusiasmo en la liga de los detractores. Decía que el «el fútbol es popular porque la estupidez es popular», le negaba belleza y lo vinculaba a las peores pasiones. En cambio, Albert Camus, que antes de ser Premio Nobel de Literatura fue arquero del Racing Universitario de Argel, defendió al fútbol como aprendizaje: «Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha».

Albert Camus (1913-1960)

Trátese del opio de los pueblos o de una aventajada universidad de la calle, lo cierto es que al fútbol le costó convertirse en materia de ficción para los escritores. Los teóricos dicen que las manifestaciones culturales se organizan a partir de jerarquías, y el fútbol fue, durante gran parte del siglo XX, poca cosa para la alta literatura, entretenida con otros temas que consideraba más merecedores de su digna atención.

Las cosas han cambiado mucho desde la salida del cuento de Quiroga. Y si bien un siglo de evolución no es suficiente para que la ficción futbolera tenga, como el terror o el policial, su propia mesa de novedades, al menos ha servido para que los autores la saquen de la periferia de sus intereses.

Imaginemos al empleado de una librería de cadena que se propone, en homenaje al Mundial de Rusia y al centenario del cuento de Quiroga, la pequeña revolución de organizar un espacio exclusivo para el fútbol. Ha decidido que no pondrá mano en biografías de cracks o de entrenadores, ni en las crónicas de grandes finales ni, mucho menos, en los tediosos menjunjes sobre táctica y estrategia. Nuestro empleado, un Lenin de barba hipster y pantalones a los tobillos, sólo se aplicará a la narrativa de ficción, replicando lo que le ordenan hacer, por ejemplo, con la literatura romántica: no mezclar las novelitas rosas de Corín Tellado con el manual de autoayuda para conseguir pareja por Tinder.

Es probable, entonces, que con una desatada arbitrariedad clasificadora le dedique una estantería entera a los textos escritos a partir del humor y la parodia. Seguramente le encontrará un sitio de gran visibilidad a un maestro en la materia, Roberto Fontanarrosa, que en la novela El área 18, por ejemplo, toma elementos de las historias de intriga política y espionaje al estilo Graham Greene para narrar cómo el destino de una república africana se define en un delirante partido jugado en el cráter de un volcán. O que en el cuento ¡Qué lástima Cattamarancio! satiriza el entusiasmo y la desmesura de los relatores radiales contando la historia de uno que, por privilegiar la narración de un River-San Lorenzo, ignora hasta una guerra nuclear.

Una segunda estantería podría centrarse en los libros en los que el fútbol es trabajado como un espacio de nostalgia, de celebración de la amistad o de «recuperación de la infancia», como escribió Javier Marías. Gran referente es Osvaldo Soriano, con relatos como El penal más largo del mundo o Centrofóbal, en los que construye una mitología alrededor de los partidos jugados en las canchas áridas de la Patagonia argentina de los años cincuenta y sesenta. Otro referente es Eduardo Sacheri, que desde Esperando a Tito, la historia de un futbolista profesional que se destaca en Europa pero deja todo para jugar un desafío con sus amigos del barrio, le ha dado su sello a este enfoque romántico, que continuó en novelas como Aráoz y la verdad y Papeles en el viento.

Nuestro revolucionario hipster se topará con un dilema cuando deba acomodar a Fiebre en las gradas, de Nick Hornby. ¿Dónde poner este relato confesional sobre el fanatismo del autor británico por el Arsenal? ¿Al lado de Fontanarrosa, por el humor, o junto a Soriano, por la ternura? Si es muy dogmático (y lo será, porque toda revolución es dogmática en sus inicios), es probable que le saque tarjeta roja y lo envié al anaquel donde reposan las siempre prematuras biografías de Maradona.

Por último será el momento del cruce con el policial, donde tendrán un espacio destacado Manuel Vázquez Montalbán con la ya clásica (y adorable) novela El delantero centro fue asesinado al atardecer, y Philip Kerr con la saga de Scott Manson (Mercado de invierno, La mano de Dios, Falso nueve). Y justo aquí se le presentará el primer gran problema a nuestro Lenin de librería. Muchacho atento, ya habrá advertido que el subgénero de la literatura negra futbolera viene creciendo de manera exponencial, por lo que amenaza con dejar chica cualquier biblioteca. Es lógico —dirá mientras se atusa la barba hipster—, porque el fútbol se ha vuelto el playroom de los negocios sucios, de la violencia insensata y del chovinismo más feroz.

Esta idea, entonces, lo llevará a pensar en otra más profunda: que tal vez haga falta otro tipo de revolución.

Artículo publicado originalmente en A Quemarropa, periódico de la Semana Negra de Gijón, en julio de 2018.


Horacio Convertini (Buenos Aires, 1961) es periodista. Fue editor jefe de la sección Policiales del diario Clarín y una de las voces más potentes de la nueva literatura negra argentina. Ha recibido importantes premios, tales como el Internacional de Novela Negra y Policial Azabache o el Memorial Silverio Cañada (2013), que se otorga en la Semana Negra de Gijón a la mejor ópera prima, con La soledad del mal. Asimismo ganó el Concurso de Novela Negra Extremo Negro-BAN! con su novela El último milagro, ella misma un ejemplo de maridaje entre literatura y fútbol que desvela el poder de las barras, las aficiones más radicales, que son capaces de influir en las votaciones de las directivas, en la política de fichajes o incluso en el estado de ánimo del público en todo momento.

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