La voz
/por Miguel León/
La historia empieza un domingo que tiene todo el aspecto de un domingo cualquiera. L se pone a buscar películas completas en YouTube. Hace tiempo que no ve una argentina y le apetece (como si película argentina fuera un género en sí mismo). Tras un largo rastreo, al fin da con una que no le suena de nada: Historias extraordinarias, del año 2008. Está dividida en tres bloques y dura 245 minutos. No tarda en darse cuenta que esta insólita película no tiene nada que ver con el cine argentino que él conoce. Está contada por un permanente y omnisciente narrador que suplanta la existencia de los diálogos. Empieza a verla por curiosidad, sin imaginar que la verá al completo y toda seguida esa misma tarde. Pero así ocurre: permanece en feliz estado de hipnosis durante algo más de cuatro horas. Al aparecer los títulos de crédito se da cuenta, con sorpresa, que lo que entra por la ventana es la noche. Con una satisfacción plena y rememorando ciertos pasajes de la película, va al baño y a continuación se dispone a hacerse la cena. Algo sencillo, pasta con lo que tiene en la nevera: berenjena, calabacín, cebolla y tomate. Encuentra una pequeña lata de salsa de chile chipotle que compró hace tiempo. Se pone a mirar la fecha de caducidad y, por inercia, lee los ingredientes. Sin querer, lo hace con acento argentino, y eso le provoca risa. Mientras se liga la salsa con los espagueti decide mandar un mensaje de audio de whatsapp a una amiga (hay que decir que a L no le gusta hablar por teléfono aunque, la verdad, tampoco cara a cara, por el constante peligro que supone ser interrumpido por los demás sin acabar de decir lo que él quiere decir. Por eso celebra cada día con entusiasmo esta nueva manera de comunicarse mediante mensajes de voz, por la autonomía íntegra que supone para la voz de uno). Al apretar el icono de micro de la aplicación y empezar a hablar, de su boca sale la misma voz con acento argentino con la que hace un rato ha leído mentalmente los ingredientes de la salsa chipotle. Como lo que le está diciendo a su amiga es sobre la película argentina, su entonación está, de manera cómica, justificada. Ella le contesta con un ¡Che boludo! seguido de cinco emoticonos de carcajada con lágrimas.
L come sus espagueti con avidez, y los acompaña con vino tinto. Durante la cena zapea sin criterio alguno y se divierte lanzando frases en voz alta, con el mismo acento argentino, criticando todo lo que ve. Luego se tumba en el sofá y tras apagar todas las luces menos la de la pantalla del televisor, se queda dormido rápidamente.
Cuando L se despierta son las 3.39 de la madrugada. En el camino a la cama, a oscuras, se tropieza con la pata de una silla y se hace daño en el dedo meñique de su pie izquierdo. Maldice algo en voz alta (algo que no se acaba de entender) y lo dice, sin darse cuenta, con el mismo acento argentino. Se le pasa el dolor, se tumba y se vuelve a dormir. Tiene entonces un sueño que no recordará y que pudiera ser premonitorio, pero no nos detendremos en ello para que el lector no le tome ventaja al personaje.
Se despierta temprano, a eso de las 7:30. Recuerda que es lunes festivo y eso le pone contento. Ha quedado para el vermú, su comida favorita, en casa de unos amigos. Mientras se ducha, decide ir a desayunar a una churrería de Poble Sec, el barrio barcelonés donde vive. Es un local antiguo pero muy cuidado, y el trato de sus dueños siempre es cordial y familiar, cosa que para L, que apenas tiene familia, significa mucho. Lo conocen y no le exigen demasiada conversación. ¿Cuatro churros y americano? Sí, contesta él. Sin caer en la cuenta de que ese Sí (primera palabra del día) tiene un leve e inquietante matiz argentino.
Durante el vermú, a los amigos de L les divierte su acento argentino (más viniendo de él que no acostumbra a hablar mucho) y alguno hasta le intenta seguir el juego con acento mexicano cosa que, como todo el mundo que lo haya intentado sabe, es imposible para un español sin caer en el ridículo más espantoso e innecesario.
L se siente cómodo con su nueva compañera interior. Cree que lo está haciendo a propósito y le excita el hecho de que le salga tan natural. La inquietud aparece cuando se sale del grupo y va al baño. Allí coincide en la puerta (está ocupado y tiene que esperar) con la nueva novia de un amigo con la que no tiene confianza. Ella, hacia la que nadie ha mostrado especial atención ni afán integrador, ha permanecido seria y reservada. L cae en ese detalle y decide ser amable y preguntarle por cosas de su vida. Cuando se dispone a hacerlo, se da cuenta que su voz ya no le sale. Que la ha olvidado. Como si la voz en argentino, definitivamente, le hubiera poseído.
A partir de aquí los hechos se precipitan. L afronta, como puede, su día a día laboral y cotidiano con su nueva voz. Sin su voz original las certezas son menos que antes pero, extrañamente, los miedos también. Ver caminar a un hombre viejo sabiendo que ese hombre ha olvidado su nombre es algo terrible, piensa L, pero algo a lo que estamos tristemente acostumbrados. ¿Quién puede asimilar que la voz con la que se dice Buenas noches a la hija, Te amo a la mujer o Buenos días al vecino, de repente, se vaya? No cualquiera. Sin embargo L, consciente de la anomalía, decide convertir el que podía haber sido el hecho más traumático de su vida, en un acto de valentía y renovación: aceptar la nueva voz hasta las últimas consecuencias.
L se da cuenta que muchas ideas preconcebidas se caen al suelo con el uso de su nueva voz, y le hace replantearse el mundo que le rodea. Todo empieza a tener menor peso, menor carga dramática. Su nueva voz le transmite una especie de libertad, de ligereza, de mirada escéptica, que sólo ciertos narradores omniscientes de la ficción consiguen tener. Así, su vida (que ahora se da cuenta que estaba estancada y opaca) empieza a cambiar. Cambian las cosas o la manera de verlas, tanto da. Y cambia el cómo le mira la gente, ¿le incomoda? Se siente por encima de todo. Como sobrevolando su trabajo, sus amigos, su barrio. Nada está a la altura de su nueva voz. De su nueva perspectiva del mundo.
Pasadas tres semanas, sus compañeros de trabajo se empiezan a cansar de L. A sus jefes (tiene varios), les incomoda esta especie de juego de identidad (así lo tachan), porque no es serio, dicen. Los clientes, claro, no se enteran: un argentino trabajando en Barcelona es lo más normal del mundo.
Cada noche, al cerrar los ojos, L siente que la aparición de su nueva voz, en el fondo, quiere decir algo más. Como si hasta ahora hubiera estado viviendo con una voz que no le pertenecía y que ese era el motivo por el que no le gustaba hablar. Y una mañana, al abrir los ojos, tiene la revelación: debe irse a vivir a Argentina.
A partir de aquí los hechos se vuelven a precipitar: no le cuesta conseguir trabajo de camarero en un local del barrio bonaerense de San Telmo, regentado por jóvenes diseñadores que se han apoderado de viejas calles, maquillando el eco fantasmal de viejas voces.
Con su nueva identidad, sin forzarlo y sin darse cuenta, L es feliz durante casi un año. Comparte un asequible departamento con dos estudiantes y otro mesero, e inventa una historia familiar, unos orígenes, una identidad, cosa que no sólo le divierte sino que llena de verdadero sentido su vida por primera vez desde que nació.
Las dimensiones de la quimera quizá son desproporcionadas, piensa L en algún momento. Pero siente que ha encontrado su destino y que le ha podido mirar a los ojos, cosa que no todo el mundo puede decir.
De nuevo un domingo con el aspecto de un domingo cualquiera, L sale a pasear y se detiene en la panadería Cosas Ricas de la calle Perú. Entra y, dirigiéndose a una clienta que espera ser despachada, dice Qué bonito es comer pan, pero más bonito es olerlo y más bonito todavía ir a una panadería a comprarlo. Su acento argentino, totalmente integrado en el de sus conciudadanos, ha sido impecable todo este tiempo. Y con él, su expresión mucho más suelta, envalentonada e inspirada (aunque también, claro, un tanto retórica). ¿Por qué entonces todos los presentes se le han quedado mirando de esa manera? Inesperadamente, a mitad de frase, ha aparecido su antigua voz. Parece, de repente, un español que ha intentado imitar a un argentino. Riéndose, así, de todos los argentinos.
A partir de aquí los hechos, esta vez tristemente, se vuelven a precipitar. Intenta rehacer su vida en Buenos Aires con su nuevo viejo acento pero se da cuenta que, en contraste con el argentino, el acento español es violento y agresivo, adjetivos que no casan con su personalidad actual. Además, de cara a los demás, su situación es la de un impostor que ha sido descubierto. No tiene más remedio que regresar a España con su antigua voz, que ya no le representa. En su nueva vieja vida, pasa los días obsesionado con la búsqueda de alguna película que le atrape con otro acento, con otra voz, cuya posesión le obligue a vivir en otro país, pues en España se siente un infeliz exiliado sin voz. De esa manera y sin proponérselo, se convierte en un experto en cine latinoamericano, principalmente colombiano y mexicano. Sueña de manera recurrente con que uno de esos acentos le hipnoticen y le posean. Pero ninguno de esos sueños resultan premonitorios. La incomodidad con su voz va en aumento y le acaba perturbando hasta límites insospechados. Cada vez habla menos. Paralelamente se va agotando su búsqueda cinematográfica. No hay ninguna película, ninguna voz en off (recurso que para su desgracia está en desuso), que le cause el efecto deseado.
En una desesperada huida hacia atrás, un domingo con el aspecto de un inerte domingo más, da con una película mexicana de la época silente. Su título es La soñadora, del año 1917. Tras los 100 minutos redondos que dura el metraje, no tiene ganas de hablar. Pero se obliga a comentarle a su amiga, como siempre que descubre una película que merece la pena, mediante mensaje de audio. Al apretar el icono de micro de WhatsApp, se detiene. Y un propósito suicida, liberador, le alumbra: el deseo de quedarse mudo.
Miguel León nace en Barcelona, donde estudia filología hispánica y dirección de cine. Es cofundador de Gusanofilms, productora mediante la que establece una intensa relación con Latinoamérica, relación que marcará tanto su vida como su obra. En el año 2010 viaja a la selva colombiana para dirigir un extraño híbrido llamado Pescador de Lunas (Mejor Película Documental Muestra Internacional de Cine de Bogotá 2010 y Mejor Guion en DOCTV Latinoamérica 2009). Su escritura cinematográfica se refleja en reconocidas obras como El segundo apellido de Ezequiel Romero (Mejor Guion Concurso Internacional Filmarket Script Contest 2014), Bagatela (Premio Nacional de Cinematografía Colombia 2009) o La paradoja de Arrow (Mejor obra experimental I’ve Seen Festival 2009, Milán). Desde hace algunos años reside en México, donde desarrolla un muy personal ensayo audiovisual y literario sobre la identidad onírica de sus habitantes. También en México se ha estrenado como dramaturgo y director teatral. Y se ha volcado definitivamente en su labor literaria, actividad que ejerce desde muy temprana edad, obsesionado por encontrar una voz propia que, al fin, parece reconocer. Prueba de ello es su primer libro de relatos El tiempo del tigre, de próxima publicación y al que pertenece el que aquí presentamos.
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