Mirar al retrovisor
La revolución de los ignorantes y la educación patrimonial
/por Joan Santacana Mestre/
Un patrimonio cultural que genera exclusión
Hace cuatro años, con colegas de nuestro grupo de trabajo de la Universidad de Barcelona y junto con Mikel Asensio de la Universidad Autónoma de Madrid, iniciamos una investigación sobre la inclusión y la exclusión cultural de los adolescentes en este país. Tratamos, en primer lugar, de explicar la complejidad y la situación actual del concepto de inclusión en relación con los conceptos de accesibilidad, igualdad, diversidad, falsa inclusión, etcétera. Posteriormente, tratamos de conformar instrumentos de medida de aspectos inclusivos en espacios culturales tales como museos y monumentos de modo que puedan convertirse fácilmente en indicadores de calidad. Los análisis estadísticos de esta investigación nos permitieron comprobar las bondades estadísticas de las herramientas creadas, con un buen comportamiento discriminatorio, dimensional y de consistencia interna. Para los más de quinientos jóvenes que participaron en el estudio, los museos menos atractivos resultaron ser los museos clásicos y de arte, siendo los más atractivos los relacionados con las ciencias naturales. En las medias globales de cada factor se comprobó que todas ellas son estadísticamente distintas entre sí, lo que nos lleva a pensar que la atracción que producen unos museos u otros en los jóvenes es significativamente distinta dependiendo de la tipología del museo. Se utilizó una metodología de evaluación participativa, lo cual permitió que la evaluación, lejos de instaurarse como una al uso, se convirtiera en una dinámica más propia de una actividad de participación conjunta. Los jóvenes y adolescentes mostraron, a lo largo del procedimiento, una implicación que no hemos podido ver en otras experiencias de corte más tradicional.
Pero los resultados del trabajo fueron devastadores. Para los jóvenes participantes en la investigación, pocas cosas superan al museo y a los conjuntos patrimoniales en aburrimiento. El museo y el patrimonio cultural son algo que les resulta ajeno, completamente fuera de sus intereses. Además, nuestros adolescentes desconfían de los mediadores de museos e instituciones culturales. Los museos de arte clásico son los que encabezaban el rechazo; los de arte contemporáneo rozan el suspenso; los de antropología e indumentaria se situaban algo mejor, igual que arqueología e historia; sólo aprobaban ampliamente los museos de ciencias, en especial los de ciencias naturales. En cuanto a los recursos, lo peor valorado son los paneles, que ni los ven. Algo similar ocurre con las hojas de sala y las ilustraciones dentro de vitrinas, y se salvan las demostraciones en vivo de experimentos, los recursos digitales, la realidad virtual y la realidad aumentada. Por todo ello, el diagnostico de esta autopsia post mortem es claro: con el patrimonio cultural generamos exclusión cultural…
La revolución de los ignorantes
Al mismo tiempo que se constata este fracaso de los aparatos culturales del país (la investigación se realizó en Madrid, Valladolid y Lleida), se percibe un auge cada vez mayor de lo que Antonio Brusa llama revolución de los ignorantes. Esta revolución ha emergido en los últimos años con más fuerza de lo usual. Se trata de una forma de pensamiento acrítico que desprecia absolutamente el pensamiento profundo, se declara enemigo del análisis crítico, no se ruboriza ante las mentiras y las supercherías, concede el mismo valor a los métodos científicos que a las más absurdas banalidades, cuestiona la evidencia y desprecia cualquier forma de inteligencia. Por lo tanto, también discute el valor del patrimonio como evidencia del pasado y lo manipula con falsedades, sin ningún fundamento. Ven elefantes en los relieves mayas del Yucatán y marcianos levantando las pirámides de Egipto. Ante estas fórmulas de pensamiento repletas de prejuicios, el pensamiento complejo siempre pierde, porque éste requiere concentración y tiempo, mientras que el otro no.

La educación emocional y las claves de la inclusión
Y es a nosotros, mujeres y hombres de esta generación a los que nos toca enfrentarnos a ambos problemas. La cuestión es: ¿cómo hacerlo? ¿Dónde están las claves para conseguir utilizar el patrimonio como una auténtica herramienta educativa, socializadora del conocimiento? El patrimonio cultural de los pueblos, los museos, los monumentos del pasado son los testigos del tiempo. En una sociedad repleta de mentiras virtuales, los objetos del pasado son fuentes indiscutibles. ¿Cómo negar la evidencia de los objetos?
Para nosotros, estudiosos de la cultura o del patrimonio, el análisis de los objetos materiales nos remite al estudio de lo concreto. Y aun cuando para muchos este tipo de estudios parece una pérdida de tiempo y se preguntan qué valor tiene estudiar en detalle un objeto, lo cierto es que, como ya dijo Marcel Mauss, «el estudio de lo concreto es el estudio de lo complejo». Mauss, como buen etnógrafo, sabía que lo concreto puede ser analizado desde ópticas muy distintas y suele ser fértil en respuestas.
El valor de estos objetos materiales concretos —base de la mayor parte de elementos que constituyen el patrimonio material de los pueblos— está relacionado con lo inmaterial. Es lo inmaterial lo que confiere valor a lo material. Y el valor de lo inmaterial está relacionado con el valor de la contemporaneidad, del que habló Alois Riegl. Sólo cuando otorgamos al patrimonio un valor de contemporaneidad, este elemento se convierte en significativo y es digno de conservarse. La razón de ello es que lo inmaterial, cuando tiene valor de contemporaneidad, es capaz de emocionarnos. Claro está que no todos los elementos del patrimonio tienen la misma capacidad de emocionar. Las emociones que nos pueda producir cualquier elemento, ya sea una idea, una canción, una imagen o un objeto, es directamente proporcional a los códigos simbólicos que tiene el elemento patrimonial y que nosotros compartamos.
Hoy, después de décadas de estudiar la inteligencia emocional de los seres humanos, sabemos que existe una estrecha relación entre la excitación emocional y el aprendizaje de las cosas. Esta relación está establecida desde que se demostró mediante la llamada ley de Yerkes-Dobson, que estableció que cuando incrementamos la actividad emocional aumentamos el aprendizaje y al contrario. Es un hecho demostrable que el pensamiento racional y las emociones están mucho más relacionados de lo que mucha gente cree. Sabemos que hay una estrecha vinculación entre el córtex y la amígdala cerebrales. Mucha gente cree que es la mente la que gobierna sus sentimientos, cuando en realidad, en la mayoría de las personas, es el corazón lo que influye sobre el cerebro, es decir, son las emociones las que influyen sobre las ideas… Por esto es muy importante al hablar de educación en general, y de educación patrimonial en particular, cuidar especialmente el sistema emocional. Ante esta evidencia, cabe preguntarnos de qué forma se puede vincular la educación con las emociones o lo que es lo mismo, ¿cómo educamos en las emociones?

Aquí no hay respuestas fáciles ni simples; la mejor máquina emocional es el recuerdo, la nostalgia, pero también lo es la identidad, la empatía, la sorpresa, el miedo, la pesadilla, la alegría del descubrimiento, el penetrar en el conocimiento. Los recuerdos son una máquina emocional potentísima contra la que nada puede el pensamiento racional. Las emociones generadas a través del recuerdo permanecen en nuestra cabeza largo tiempo.
Pero la cadena de reacciones que le siguen a las emociones no termina aquí, dado que es el sistema emocional el que suele poner en marcha la conducta; y ello es así porque es el sistema emocional el que proporciona recompensa para nuestros actos: el placer de comer, el del amor, el que puede proporcionar la música, el baile o cualquier otro arte, forma parte del sistema de recompensas que nos mueve a actuar. Cuando falla el sistema de recompensas, desaparece la motivación y en su lugar aparece la apatía, la depresión. Son por lo tanto las emociones las que disparan nuestro interés, la rabia, el ingenio, la voluntad, y son las emociones las que proporcionan felicidad o infelicidad. Y, por cierto, la felicidad no es un coche nuevo, ni es un aparato electrónico, ni es una prenda: todo esto, ¡son cosas! La felicidad es también una emoción.
En conclusión, museos y escuela, socios en la misma tarea de educar, no conseguiremos una autentica socialización de la cultura si no redefinimos el papel del complejo mundo de las emociones en la tarea del educador. La educación patrimonial debería disponer de un conjunto de elementos de intermediación didáctica para conseguir que el patrimonio nos emocione. Y si no lo consigue, se convertirá cada vez más en un instrumento inútil, como se pone de manifiesto en el estudio sobre inclusión y exclusión cultural entre adolescentes al que hemos hecho referencia al inicio de este artículo.
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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