LA HAYA
/por Daniela Martín Hidalgo/
«La Haya: ciudad de vientos de alumbre y plazas./ Vientos como plazas de amplios./ Plazas silenciosas como la gran palma de la mano de la gran apertura», escribía en 1956 el poeta surrealista neerlandés Paul Rodenko; y aún hoy, La Haya sigue siendo la ventosa ciudad holandesa del Palacio Noordeinde y las embajadas; la ciudad ministerial cuyo emblema serían los edificios del Binnenhof (sede del gobierno nacional); la ciudad de los parques y las plazas silenciosas bajo cuyas calles palpitan las mismas dunas que todavía se extienden entre Kijkduin y Scheveningen, hoy dentro del Nationaal Park Hollandse Duinen (Parque Nacional de las Dunas Holandesas), en la costa sur del mar del Norte.
Tercera de las ciudades neerlandesas en población, Den Haag, o s’ Gravenhage en su topónimo completo —algo así como «el bosque del conde», haciendo referencia a los condes de Holanda que a partir del siglo XVII la tomaron como sede—, exhibe con menos vanagloria que Ámsterdam sus encantos: un cinturón de canales en remodelación pero que ya desde el siglo XIV servía para el transporte de mercancías, la catedral laica del Palacio de la Paz —un monumental edificio erigido para hacer de él no sólo corte sino también emblema de la justicia y el arbitrio diplomático de conflictos internacionales, incluso aunque fuera inaugurado apenas unos meses antes del estallido de la primera guerra mundial— y algunas de las iglesias protestantes más señeras del barroco holandés, como Grote Kerk o Nieuwe Kerk, en cuyo jardín se encuentra la tumba del filósofo Spinoza.

Pero, ¿qué hay en La Haya más allá del encuadre estereotípico de Het Plein (La Plaza) con el skyline de los edificios modernos al fondo, el manto espolvoreado de crocus, tulipanes y narcisos cubriendo el protobulevar medieval de Lange Voorhout (Museo Escher al fondo), la conocida estampa de la dama de la perla en el Vermeer de Mauritshuis para las tiendas de souvenirs o la foto enmarcada de Kurhuis, antiguo hotel-balneario en la playa de Scheveningen con gaviotas, olor a pescado frito y pasarela del pier pintada en el blanco desvaído de las ciudades costeras europeas previas al low cost? Probemos recopilando indicios, estableciendo hipótesis, también con el recuerdo y la emoción del lugar vivido como hogar durante años.
La Haya como escenario
En 1976, percibiendo ya los cambios que se avecinaban en las ciudades europeas de la virtualización económica y tecnológica, el filósofo Xavier Rubert de Ventós escribía: «La ciudad es aún el almacén de los grandes símbolos —parlamentos y bolsas, catedrales y bancos—, pero el contenido efectivo de esos símbolos no está ya ahí» (Ensayos sobre el desorden). Más de cuarenta años después, La Haya podría ser la ciudad neerlandesa en la que se escenifican algunos de los aspectos más relevantes para la construcción nacional, y también aquellos que colocan al país en el teatro global de la política y los negocios. Así, frente a la Ámsterdam de los viajeros adolescentes y el Barrio Rojo (hoy ya escaparate decadente para turistas despistados), La Haya se concentra en celebraciones monárquicas oficiales como el Prinsjesdag —día en que el rey se reúne con el Parlamento en un acto que, asombrosas pamelas y carroza real dorada mediante, abre el curso político anual— mientras se ofrece como sede para organismos como la Corte Penal Internacional o la OPCW (la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas), un paraíso de expatriados del que, sobre todo, sacan partido inmobiliarias y propietarios de vivienda, pero que eficazmente hace de los Países Bajos adalid de la cooperación al desarrollo y la sostenibilidad medioambiental.

La dinámica urbanística, con todo, es la misma que se reproduce en la mayoría de ciudades europeas: por una parte, la racionalización y aseptización de los espacios comunes y el mobiliario urbano bajo la premisa de evitar su vandalización y uso desafortunado por indolentes, mendigos y gentes desocupadas sin hogar, que parece reducir las posibilidades de encuentro y cooperación vecinal y que, en último término y acaso también ligado a la idiosincrasia climática de la ciudad y el país, convierte la calle en un lugar de paso donde resulta difícil que suceda algo que, por no pautado, resulte inesperado. Por otra parte, en el triángulo trazado entre Binnenhof, Spui y Grote Market, el centro se convierte en escaparate comercial exento de confrontaciones y desafíos más allá de los derivados de la elección mercantil, es decir, un espacio donde los intercambios no exceden a aquellos de la compra, pues, tal y como señalaba Durán Rodríguez, «la ciudad convertida en centro comercial y postal para turistas requiere borrar los síntomas del conflicto» (Ordenanzas cívicas: la ciudad del siglo XXI).
¿Y cuáles serían entonces esos síntomas de conflicto? Basta desplazarse apenas unos kilómetros del centro para comprobarlo y visitar Schilderswijk, un barrio que llegó a tener en 2008 un 90% de allochtonen, es decir, población de origen inmigrante de primera o segunda generación, mayoritariamente turcos y marroquíes, aunque también antillanos, surinameses, indonesios o chinos, algunos emigrados después de las oleadas descolonizadoras de los sesenta y otros venidos como gastarbeiders, esto es, como mano de obra en el crecimiento de esa década y la siguiente, o como refugiados solicitantes de asilo. Aunque, según señalaba el periódico Algemeen Dagblad en febrero de 2017, este barrio y el vecino de Transvaal «worden steeds witter», o sea, se volvían cada vez más blancos, pues turcos y marroquíes cedían su lugar a habitantes del este de Europa como búlgaros, polacos y griegos [sic], es en el Schildersbuurt donde la actualidad europea se inscribe en calles, plazas y mercados tan emblemáticos como De Haagse Markt. Es allí donde se observa cómo, pese a las políticas de integración de la socialdemocracia, pese a las un tanto ingenuas propuestas para la convivencia nacional coloreada y multicultural simbólicamente truncadas por los asesinatos de Pim Fortuyn y Theo van Gogh, existe una brecha sobreentendida que se concreta en pequeñas y medianas violencias cotidianas (institucionales, económicas, laborales, así como también reales) que apuntan a que el modelo de sociedad noreuropea —cuya base era la culturele assimilatie o aculturación de esos grupos— no es más que una ilusión en la que ni ciudadanos ni organismos creen ya. Y si ello entronca con el debate sobre la identidad nacional, llevada hasta su extremo y manipulada por el partido PVV y su más conocida figura, Geert Wilders, lo que subyace es la cuestión de la desigualdad, la polarización social y el descontento, más patente a partir de 2011 y 2012 cuando, aunque sin la feroz austeridad del sur de Europa, se impusieron las medidas económicas de los bezuinigingen o recortes, y donde las inversiones sociales, de educación y culturales fueron las que vieron en primer lugar reducidos sus presupuestos. Y así, Schilderswijk y Transvaal encuentran su espejo invertido en la zona de chalés ajardinados en torno a Westerbroekpark y Belgish Park, sólo unos kilómetros más allá de esa maqueta idealizada de país sin problemas que es Madurodam.

La Haya, colaboración y conflicto
Al mismo tiempo, y como demostraba una parte de las manifestaciones del 1 de mayo de 2018 —día lectivo en el calendario holandés— que se proponía bajo el lema «Een stad voor de mensen», es decir, «una ciudad para la gente», otra parte de la población hayense no se conforma y sigue moviéndose para reclamar o crear lugares para el encuentro en los barrios. De esta forma, existen propuestas, iniciativas vecinales y amigos con planteamientos basados en la economía colaborativa, los bancos de tiempo, las huertas y los mercados de productos locales sostenibles: así, por ejemplo, Lekkernassûh, un mercado autogestionado de verduras y productos locales que cada miércoles ofrece, además, una comida a bajo precio como excusa para compartir proyectos y pareceres en el barrio Zeeheldenkwartier; Zeeheldenkwartier que, pese a su veloz gentrificación (el 50% de su población se encuentra en la franja de los 20-44 años trabajando como autónomos o en pequeños negocios), guarda una especie de espíritu de lo común y lo festivo; de cafés con terrazas y sillas que miran a la calle en los días de sol. O también los diversos buurttuinen o huertas comunales (Kortenweg, Molenwelde, Groentenweg, Zuiderpark, etcétera), iniciativas que, a veces incluso con el auspicio del ayuntamiento (véase, por ejemplo, el catálogo de Stadslandbouw Den Haag) pretenden no sólo darle un espacio al conflicto, sino que se convierta en ocasión para la investigación y el aprendizaje conjunto.

Así, La Haya, ciudad subjuntiva o pueblo grande, perdura con sus contradicciones, azotada por el viento bajo cielos nubosos de par en par abiertos. Porque, como cantaba Martin van Vliet, «La Haya, con tus palacios vacíos/ La Haya, donde el viento del poniente juega/ La Haya, donde los hombres sabios de la tierra envejecen/ y donde en las buhardillas Couperus [novelista y poeta hayense de finales del XIX y principios del XX] amarillea La Haya, con tus clases y rangos/ La Haya, con tu olor a pensión indonesia».

Anteriormente, en Llugares:
(1) Trieste, por Víctor Muiña.
Daniela Martín Hidalgo (Lanzarote, 1980) es escritora, licenciada en filología hispánica, máster en literary studies y becaria de la Residencia de Estudiantes entre 2007 y 2009. En 2015 publicó en Trea poesía el libro Pronóstico del tiempo. Ha vivido casi una década en los Países Bajos, donde trabajó dando clases de español y como docente en la Universidad de Leiden.
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