Llugares

Llugares: Lieja (Bélgica)

Juan Ignacio González rememora para la serie 'Llugares' su infancia de niño emigrante en la ciudad del Mosa.

LIEJA

/por Juan Ignacio González/

En el 62, Liège era todavía una ciudad herida tras la guerra. La capital del sur alzaba chimeneas; fábricas y barriadas arracimaban vida de obreros metalúrgicos y miles de mineros.

No sé si el frío fue la consigna del sueño que nos llevó hasta ella.

Liège se asemejaba a una ciudad dormida en medio de la nieve, y aquellas callejuelas que daban a la vida cerca del parque Cointe (que fuera en otro tiempo refugio de tristeza de aquellos milicianos junto a las casamatas de la cruenta historia prendida en la memoria de la gente) eran las praderías junto a las que veíamos depositar, con rabia y con dolor, ramos de flores.

Quizás también la escuela, aquella vieja escuela de Hocheporte. El maestro preciso que dictaba lecciones, con su pasión de orfebre, en las pequeñas aulas abarrotadas de hijos del exilio y de la emigración, junto al precioso Hospital de los Ingleses, que fuera antaño el último refugio de miles de lisiados y tullidos.

Quizás también hablaran los carámbanos en las prendas de trabajo de un padre obrero, puestas a contraluz en los tendales, o aquellos despertares tan tempranos junto al café con pan del desayuno, mientras madre apartaba las lentejas, las ruinas y las negras, e iba corriendo a casas a servir, con la cofia escondida en aquel bolso.

La mano de mi hermano, junto a la que recuerdo haber cruzado calles infinitas, hasta llegar al Mosa. Y allí, junto a los puentes, ver las viejas barcazas acarrear el carbón ribera abajo.

O fue en aquella estancia del barbero italiano que extremaba sus cortes dejándome rapado como un desposeído para evitar los piojos, mientras sonaba la voz preciosa y grave de Caruso en radio de galena.

Las horas de paseo por plaza de San Lamberto o el cine de Outremeuse donde, en las tardes, en sesión doble y por dos francos, los españoles veíamos películas del repertorio triste de las coplerías y demás zarandajas del imperio que por entonces dominaba España.

España, ese lugar del que algún domingo, en los puestos arracimados de La Bate, el mercadillo mañanero, podíamos regresar con algún viejo libro vendido a buen postor por algún español en el exilio.

La Enciclopedia Álvarez, un libro de gramática o un viejo diccionario de lengua española.

Allí, junto a los rayas que el abuelo enviaba, amén de largas cartas y unas viejas postales, crecían los poemas de Garcilaso a Góngora, de Quevedo a Darío

Quizás también fue el tiempo de los bares, tertulias infinitas de paisanos con el mismo cuchillo del miedo y la tristeza entre los dientes, donde los andaluces hablaban del invierno, los recios castellanos tomaban sus licores y un montón de asturianos cantaban, por si acaso, añadas y tonadas.

Hacía frío, recuerdo que hacía frío, y que cambié de casa muchas veces. Tantas, que resulta imposible ubicar los relojes en las estancias, los paisajes con ciervos de los cuadros en las paredes errantes, el barcal para el baño de los niños y las mudas ajadas. Saber en cuál de ellas dormíamos envueltos en las mantas.

Y sí, de vez en cuando, verbo adentro, alguien iluminaba los cuadernos, nos hacía recordar el paraíso al que habría de volverse en algún tiempo.

Pero entonces las calles eran juego, y una niña italiana era testigo de que empezaba a amar, y sí, los parques eran como los faros luminosos donde empieza a enredarse la memoria.

Aunque había callejuelas del barrio viejo. Por rincones prohibidos había luces rojas en los pequeños locales que daban a la vida, con putas de reclamo del gueto de los días, y olía a comida de razas escondidos, de pieds-noirs, de indios, de negros africanos, y aquel cartel obsceno en algunas ventanas donde podía leerse: Louer sauf étranger.

Así que ya lo saben, la poesía comienza en la memoria, en el silbar del miedo de los trenes, en la escalera del silencio allá lejos, en la cuesta nevada del regreso de tierras extranjeras.

Anteriormente, en Llugares:

(1) Trieste, por Víctor Muiña.
(2) La Haya, por Daniela Martín Hidalgo.


Juan Ignacio González (Mieres [Asturias], 1960) es profesor de trabajo social en la Universidad de Oviedo. Es miembro fundador del grupo poético Cálamo de la Sociedad Cultural Gesto, con el que viene participando en la edición de los encuentros de poesía y la organización del Premio Cálamo de poesía. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Otros labios acaso (1985), Arte adivinatorio (1995), El cuaderno de la ceniza (2013), Cuando enero fue pasto de las llamas (2015), Los nombres de la herida (2016) y El cuaderno de la guerra y algunas notas sobre la paz (2017). Participó asimismo en la obra colectiva Velar la arena (1987) y escribió Contra la oscuridad con José Carlos Díaz (2003) y La vieja música con Javier G. Cellino (2004), además de participar en las recopilaciones de fotografías de Juan Garay Cimavilla: de retornos, pasiones y canallas y Gijón reflejos de ciudad. Fue Premio Ciudad de Alcorcón de poesía en 1986 y Premio Emeterio Gutiérrez Albelo en 1996. Es asimismo director de la colección de los cuadernos de poesía Heracles y Nosotros. Reside en Gijón desde 1971.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

3 comments on “Llugares: Lieja (Bélgica)

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