TRIESTE
/por Víctor Muiña/
Llegué a Trieste con veintidós años recién cumplidos y me fui de allí con veintitrés, después de pasar allí algo más de un curso académico haciendo como que estudiaba historia. Aquel año, por tanto, cualquier sitio medianamente civilizado me habría parecido un lugar maravilloso; sin embargo, Trieste me resultó sobre todo peculiar.
Ante el turista poco atento, la ciudad se presenta como una pequeña Viena a orillas del mar Adriático. En realidad, eso es lo que fue durante la época en la que su gran puerto a los pies de los Alpes julianos proporcionó al Imperio austrohúngaro una salida al mar Mediterráneo. Los emperadores correspondieron el inestimable servicio de aquella población decorando su embarcadero con lo mejor que podían ofrecer sus arquitectos: implantaron un urbanismo centroeuropeo que preservó las ruinas romanas del Triest germánico y, sobre todo, construyeron el portentoso castillo de Miramar, un enclave privilegiado que tenía más de residencia de verano que de baluarte defensivo y con el tiempo pasó a formar parte de la inagotable lista de monumentos italianos que, en cualquier otro país, serían mundialmente famosos.

No obstante, la germanía que transmite la arquitectura de Trieste (y que luego tuvo un triste epílogo durante la segunda guerra mundial) tan sólo es el decorado de todo lo que sucede a unos pocos kilómetros de Eslovenia. Aunque en Trieste se coma pizza (como en todas partes), cualquiera que permanezca unos días en la zona descubrirá la influencia que por allí tiene otro ingrediente exótico: el balcánico. Al fin y al cabo, el Trst esloveno es la puerta sur que comunica Occidente con la región más próxima y maldita del este de Europa: la península de los Balcanes, ese crisol de lenguas, etnias y religiones con un sustrato común que todo lo deglute, imponiéndose como un triunfo sobre el sinfín de culturas que se han aproximado a su tierra a lo largo de la historia.
Por aquellos lares las fronteras importan mucho porque hay muchas personas distintas que las cruzan constantemente. De hecho, a través de sus gentes, la improvisación balcánica ocupa, a su manera, los graves edificios de Trieste: Turquía habita en Bosnia, ella en Serbia y ésta penetra en la ciudad a través de Eslovenia, concentrándose en un barrio lleno de bares en los que algo te dice que no debes entrar, forastero. Y si la mirada de los hombres ceñudos que pasan el día sentados junto a la entrada de su bar (al más puro estilo Tony Soprano) no es suficiente, su negativa a servir a sus clientes un simple café acabará por espantar a los intrusos.
Nosotros nos dimos cuenta de lo cerca que estábamos de los Balcanes ya en nuestra primera incursión en la noche triestina, cuando un tipo intentó vendernos un kalashnikov. Quizá nos lo ofreció tan alegremente porque teníamos pinta de cualquier cosa menos de querer comprar un fusil de asalto, pero les aseguro que parecía habituado a negociar con personas más interesadas que nosotros en su producto. Supongo que a él sí le ponían café en los bares del centro… Y no quiero decir con ello que en Trieste se percibiera alguna sensación de peligro: al contrario. Se vivía en la plácida certeza de que, en aquella ciudad de frontera, gentes de diverso pelaje se encontraban para comerciar con productos de todo tipo. Y a todo el mundo, incluidos nosotros mismos durante aquel largo curso, le interesaba que siguiera siendo así.

En cualquier caso, lo balcánico, por su propia definición, está en constante disputa; y quién mejor que los italianos para entrar en el cuerpo a cuerpo con semejante adversario: no importa que los italoparlantes de la región acostumbren a cruzar a Eslovenia para hacer la compra, ni que Trieste parezca la última ciudad de los Balcanes, y no la primera de Italia, orientada hacia poniente y con el contorno de la península a la que solo pertenece políticamente recortado en el horizonte. Trieste es una ciudad exacerbadamente italiana; italiana del modo en que solo puede serlo un territorio históricamente en disputa.
Uno de los nexos que mantienen unidos a Trieste e Italia es el protagonismo de la ciudad en la historia de las letras transalpinas. Allí nacieron y escribieron Umberto Saba e Italo Svevo, que en realidad había nacido con el nombre de Aron Hector Schmitz. Trieste sirve incluso como puente entre la literatura nacional y la universal, porque allí vivió James Joyce, que daba clases de inglés a los oficiales del ejército austrohúngaro mientras, según dicen los triestinos, comenzaba a escribir Dublineses. Varios monumentos dedicados a los escritores de la ciudad y una ruta turística que lleva el nombre del maestro irlandés sirven para poner la guinda al pastel del potente comercio literario de la ciudad. Sin embargo, en Trieste las letras conectan con la peligrosa influencia de la política italiana a través de una figura clave en la historia de la ciudad: la de Gabriele D’Annunzio.

Curiosa figura, la de il Vate (vocablo polisémico que significa tanto «poeta» como «visionario» o incluso «profeta»): buen escritor y mejor vividor, dio un importante impulso al decadentismo italiano que, con el tiempo, quedaría irremediablemente ligado al fascismo. Mientras tuvo energías fue un ejemplo vivo para una juventud a la que él admiraba y con la que Mussolini conectó a través de su capacidad para movilizar a las masas. Sus andanzas durante la Gran Guerra le llevaron al noreste del país, porque quería sobrevolar Viena con su aeroplano para bombardear la capital del Imperio con miles de copias de un extraño poema. Es la gesta más recordada del poeta-guerrero que tras el conflicto convirtió Trieste en la capital de la «victoria mutilada», trágica expresión nacionalista de la decepción de un país recién nacido que había visto cómo sus jóvenes morían en uno de los frentes más duros de la primera guerra mundial. En las cimas de los Alpes el ardor italiano quedó congelado, incapaz de alcanzar con su pírrica victoria unos territorios que pronto reclamaría el fascismo.
Tras el conflicto, D’Annunzio regresó a la zona para impulsar una expedición paramilitar y conquistar por su cuenta la región que se extiende al sur de Trieste, en la que todo tiene varios nombres y al menos uno de ellos es italiano. Hoy, la principal avenida de la ciudad sigue llevando el nombre del poeta que acabó sus días instrumentalizado por el régimen de Mussolini, cuando el fascismo ya se había hecho más prosaico y había dejado de seducir a quien se lo había imaginado. La llama de Gabriele D’Annunzio se apagó cinco años antes de que los nazis que ocuparon Italia construyeran a las afueras de Trieste uno de los campos de concentración que instalaron en su país.
Hasta Trieste llegó, por tanto, el tentáculo más lúgubre de la segunda guerra mundial. San Sabba es más pequeño que los grandes campos de exterminio del centro y el este de Europa, pero entre sus muros el fascismo se vengó de la humanidad ejecutando a casi cinco mil personas entre partisanos, judíos italianos y centenares de deportados del este de Europa. Otra de las cosas que nunca olvidaré de Trieste es el descaro que la extrema derecha mostraba ya por aquel entonces, subida a la cresta de la ola de la Italia bunga bunga de Silvio Berlusconi, a tan solo unos kilómetros de un campo de concentración. Para un español nacido y crecido antes de la crisis, el populismo de aquel presidente y las manifestaciones plagadas de símbolos fascistas eran algo inaudito. Nuestros amigos italianos se mostraban avergonzados y nosotros, estudiantes de historia, tratábamos de animarlos explicando que su país había linchado públicamente a su dictador, quedando libre de culpa; en el nuestro, el villano había muerto en la cama. Aquello lo explicaba todo, no había nada que temer. Olvidábamos que, en el fondo, Italia es una parte de toda Europa; y que en la forma suele ser un atisbo distorsionado del futuro del continente.

De camino hacia la que fue nuestra casa durante un año, cerca de la zona del puerto, resiste una pequeña sinagoga en torno a la cual todavía se reúne la mermada comunidad judía de Trieste, dedicada a sus negocios de siempre. Entre otros, alquilar la casa de los ancestros que sufrieron la persecución fascista a unos estudiantes españoles de Erasmus. En la batalla de los estereotipos, tantas veces incompatibles entre sí, esta vez el negocio y el cobro de la renta se impusieron a la preservación del pasado material: aquella gente nos dio tranquilamente las llaves de su casa y todavía tuvieron la bondad de devolvernos una fianza que, probablemente, no merecíamos recuperar.
Pero aún queda la penúltima excepción de la historia de Trieste, porque tras el mayor conflicto de la historia se convirtió en la última anilla del Telón de Acero que dividió Europa durante la guerra fría. La ciudad y toda su región se convirtieron entonces en un Estado libre dependiente de Naciones Unidas, formando un embudo que apretujaba los dos o tres mundos que comunicaba (hay que tener en cuenta que el camino triestino hacia el bloque comunista se desviaba hacia la excepción yugoslava de Tito). Varias décadas de funcionamiento excepcional afianzaron un carácter que, sospecho, ya debía ser común en la zona y que, tras el colapso socialista, tuvo su continuación lógica con la conversión de Trieste en un puerto franco de enorme importancia internacional. Si durante un tiempo Trieste fue la salida del Imperio austrohúngaro al mar Mediterráneo, hoy es punto de encuentro de quienes buscan impuestos bajos y controles laxos para sus productos. A cambio, ellos hacen de Trieste una de las zonas más ricas de toda Italia.
Desde el balcón de nuestra casa se veía el puerto triestino del Adriático. Todas las tardes, un montón de pequeños barcos partían mar adentro para hacer sitio a una enorme nave turca con aires de crucero mediterráneo. Parecía más preparada para transportar personas que productos, pero nunca vimos a nadie salir de ella y tampoco se nos pasó por la cabeza acercarnos a desentrañar el misterio. Al amanecer del día siguiente (cuando nosotros volvíamos a casa), el gigante turco partía puntualmente y los barcos de medio mundo regresaban a puerto. Así, todos los días. También nosotros.
Sin embargo, Trieste reservaba una última frontera que escapa al turista y esquiva incluso al visitante habitual: todos los años, la bora visita la ciudad puntualmente; sobre todo en invierno, cuando se vuelve especialmente violenta, aunque en realidad llega cuando quiere. El periódico local, Il Piccolo, advierte en primera plana sobre su regreso. Los niños no van al colegio y las autoridades recomiendan no salir a la calle. Los comercios permanecen cerrados. Unas horas más tarde, el aire caliente y borrascoso del Adriático asciende hacia el cielo y un viento helado, aullante, baja de la cima de los Alpes y barre Trieste a más de cien kilómetros por hora para encontrar un lugar de descanso sobre el Mediterráneo. Solo entonces entendimos por qué había sacos de arena por todas partes; por qué los andamios y los contenedores estaban literalmente encadenados a férreos postes que surgían como setas por toda la ciudad. Eran para que Trieste no saliera volando por los aires.

Es difícil transmitir hasta qué punto ese maldito viento condiciona la vida de una ciudad que existe para tener tranvía, pero tuvo que resignarse a perderlo porque, con tantos aires, los vagones se cargaban de electricidad estática y daban calambrazos a los viajeros. Recuerdo una plácida tarde del otoño adriático, cuando todavía estábamos aprendiendo a convivir con la bora, que se convirtió en un infierno ártico que nos obligó a regresar a casa agarrándonos unos a otros después de perder casi treinta grados centígrados por el camino. Dejamos de tomarnos el fenómeno a broma después de pasar algún fin de semana sin luz, escuchando el continuo retumbar las persianas, y descubrir en la prensa (cuyas portadas por fin empezamos a vigilar) que aquel viento gélido se cobraba todos los años la vida de algún triestino.
No obstante, la bora que más recuerdo, por qué será, fue la primera. La única que vivimos antes de empezar a conocer la ciudad y sus gentes, como un pequeño grupo de asturianos a los que nada que no fuera el Cantábrico podía amilanar. Enterados de aquel fenómeno climático y animados por una tradición que quizá inventamos, caminamos contra corriente mientras los lugareños huían rumbo a sus casas. Fuimos directos al Molo audace (algo así como el Dique audaz), un enorme espigón de resonancia fascista al que acudimos dispuestos a enfrentarnos a aquella famosa tempestad. Al día siguiente éramos nosotros los protagonistas de la portada de Il Piccolo, que abría con la piña que formamos frente al mar embravecido. Pasé los tres o cuatro minutos que resistimos allí preguntándome por qué demonios habíamos salido de casa, pero, afortunadamente, en la foto no lo parece. Lo único que muestra la imagen es a tres jóvenes apretujados frente al aire alpino de Trieste y las olas rotas del mar Mediterráneo. Cuando miro el recorte de aquel periódico, que aún conservo, comprendo que en aquel momento no pude fijarme en que frente a mí se arremolinaban Austria, los Balcanes, el pueblo judío, el fascismo e Italia, ocupado como estaba en conocerme a mí mismo. Gracias a ello, hoy me doy cuenta de que quizá fue aquella época, en aquella ciudad, la que me contagió la maldición de no poder ser solo una cosa y la bendición de querer ser muchas.
Víctor Muiña Fano (Gijón [Asturias], 1983) es profesor de historia y en 2013 comenzó a escribir en la revista cultural Neville. Desde entonces, ha colaborado con medios como El Comercio, A Quemarropa, Asturias24 o La Voz de Asturias. Desde 2014 dirige La Soga, una revista digital guiada por el libre albedrío cultural, que cree que un mismo camino une la alta cultura y la cultura popular; que es posible leer a Dostoyevski después de ver un partido de fútbol; que se puede debatir acerca de los poderes de Superman o el último pleno del Congreso de los Diputados y terminar recordando los dudosos métodos policiales de Jimmy McNulty.
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