El lobo siempre estuvo ahí

¿Podemos reeducar a los malvados? Y si es así, mientras tanto, ¿qué hacemos con ellos? Pedro Luis Menéndez lanza más preguntas que respuestas en un artículo escrito al calor de los debates reavivados por el asesinato de Laura Luelmo.

De rerum natura

El lobo siempre estuvo ahí

/por Pedro Luis Menéndez/

A raíz de los recientes asesinatos de mujeres jóvenes y el descubrimiento de un crimen antiguo, publica Lorenzo Silva un artículo titulado «Demasiadas caperucitas» en el que vuelve a plantear un tema que trató también en su libro de relatos Tantos lobos. En el último de los relatos del libro, La hija única, escribe: «Hay tantos lobos hambrientos en el bosque, con tanta hambre de tantas mierdas, y a la hora de la verdad somos tan pocos para ponérselo difícil…».

Aunque se cita con frecuencia a Hobbes cuando se quiere hacer mención más o menos tópica a la frase «El hombre es un lobo para el hombre», la expresión original latina procede de un verso de una comedia de Plauto: «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit» («Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro»). Dicho de otra manera, los desconocidos cambian mi comportamiento. En la comedia a que hacemos referencia, el verso alude a la desconfianza que produce entregar un pago de dinero a un desconocido.

Una referencia más directa a Thomas Hobbes podría ser otra de esas frases que pululan por Internet reproduciéndose miles o millones de veces en distintos formatos: «Al deseo, acompañado de la idea de satisfacerse, se le denomina esperanza; despojado de tal idea, desesperación». El asesino confeso de Laura Luelmo, a la que apenas conocía, ha declarado que «se encaprichó de ella» y que trató de violarla, pero no lo consiguió, después de que «me preguntó por un supermercado y la mandé a un callejón sin salida».

El ejercicio del poder sobre el más débil, también en agresiones sexuales, dibuja el perfil de un hombre en el que la violencia física (en el sentido más amplio que se quiera del término, incluida la amenaza o el riesgo) se pone al servicio de su consideración como tal: soy un hombre porque soy capaz de hacer esto, o bien, ser capaz de hacer esto me hace ser hombre. Y alguien me aplaudirá y dirá: está bien hecho, es lo que merecen las mujeres, hay que demostrarles quiénes somos, no nos podemos dejar humillar porque las mujeres eligen con quién desean tener relaciones y nosotros no.

En otra dirección bastante alejada de estos planteamientos podemos encontrar el mito del buen salvaje, reconocido ampliamente a partir de Rousseau, pero que ya aparece en las Décadas de Orbe Novo de Pedro Mártir de Anglería en 1522 y de algún modo en la Bula Intercaete de 1493, en la que se consideraba que los nativos americanos eran aptos para recibir la fe católica y, en consecuencia, se trataba de seres humanos (con alma), educables para comprender esa fe. Así, la educación vuelve civilizado al salvaje que es bueno por naturaleza. Nuestro trabajo es entonces enseñarle a convivir con los demás de una manera armoniosa.

De manera que entre Hobbes y Rousseau, simplificados hasta el tópico, nos movemos entre una maldad natural o una maldad adquirida por contagio de una sociedad que no es capaz de integrar a todos los individuos que forman parte de ella. Y si son los ilustrados quienes primero defienden la necesidad de una educación universal, hoy está ampliamente reconocido el papel de la educación en el descubrimiento del otro, diga usted prójimo, diferente, o como quiera llamarlo.

El problema fundamental, sin embargo, no se afronta cuando se utiliza la palabra educación como un mantra o una varita mágica que con un toque sencillo transforma al ser humano. Es más, aun cuando pudiera resultar cierto —que obviamente no lo es—, deberíamos antes definir y ponernos de acuerdo en qué entendemos por educación y qué tipo de educación sería la deseable para conseguir sociedades armónicas, en las que la convivencia fuera una de sus bases necesarias, porque no todos los sistemas educativos forman para ello, y ni siquiera todos los seres humanos estaríamos de acuerdo en qué elementos deben formar parte de esos sistemas. De hecho, no lo estamos.

Una educación familiar y social (subrayo familiar porque la escuela influye en un porcentaje muy pequeño frente a la influencia real de la familia) que respete al débil, al diferente, al otro —sea este como sea—, es ya un tipo determinado de educación, con unos valores concretos, que podríamos afirmar como propios de las sociedades democráticas, pero que aún así necesitarían una base de consenso común que hoy por hoy no tienen: ¿la Declaración Universal de los Derechos Humanos como fundamento? ¿Valores religiosos? ¿Valores laicos? ¿Competitividad? ¿Cooperación? ¿Un totum revolutum de todo ello?

Y una vez en esto, ¿qué límites como sociedad pondríamos a la integración de seres humanos en ella? ¿Ningún límite? ¿Todos podrían vivir en sociedad? Porque lo cierto es que los ponemos, y esos límites son absolutos en algunos casos, como en la eliminación del individuo por castigo legal, es decir, la pena de muerte (ampliamente admitida no para civiles pero sí para combatientes en cualquier conflicto bélico).

Lo cierto es que las sociedades aislamos a determinados individuos por multitud de cuestiones: médicas (psicopatías, sociopatías, enfermos de toda condición), intelectuales (adhesión a ideologías violentas que pretendemos controlar desde la no violencia), políticas (presos políticos), legales (delincuentes, es decir, personas que se han saltado las normas que impone la mayoría). Y todo esto en las cárceles con muros, porque en las cárceles sin muros (los guetos), las causas se multiplican: económicas, raciales, religiosas, sexuales, por razón de edad, etcétera.

Otra cuestión que hace aún más compleja la cuestión radica en nuestra idea de territorio y en nuestra delimitación de lo que consideramos zonas de seguridad y zonas de peligro. En los relatos de iniciación o, lo que es lo mismo, en los relatos que dieron origen a lo que hoy denominamos cuentos infantiles, y que lo son en la medida en que se trata de historias que educan a los niños, el mensaje resulta diáfano: ahí afuera (bosque, selva, mar, desierto…) está el peligro, el miedo a lo desconocido. La seguridad la aporta la familia o la aldea (la tribu). El lobo, el oso, el tigre, fuerzas mágicas o sobrenaturales acechan del otro lado de la valla para devorarnos. Debemos tener miedo; el miedo es bueno porque nos previene (y nos salva) del peligro. Más allá están los dragones.

¿Cuál es, entonces, nuestra respuesta como sociedad a todas las circunstancias que destruyen ese orden social que deseamos que nos sirva como referencia? En muchos casos, respuestas muy simples a situaciones muy complejas: ¿estamos en contra de la pena de muerte? Pues que lo encierren de por vida: arreglado. Y sí: arreglamos de este modo una mínima reparación del pasado que no garantiza en absoluto el futuro; un futuro que se intuye igual o peor.

Dinamarca acaba de aprobar el traslado a una isla a delincuentes extranjeros, Lindholm, que destinaban hasta ahora a experimentos con animales portadores de enfermedades contagiosas. ¿Y cuando llenen la isla? ¿Buscarán otra? ¿Y otra? ¿Y otra? Un buen ejemplo de solución simple para situación compleja.

Cuando analizo éstas y parecidas situaciones, no puedo dejar de ver al mayordomo empujando el polvo debajo de la alfombra que, como todos sabemos, resiste hasta que alguien por cualquier circunstancia la levante. ¿Conformarnos entonces? ¿Asumir los porcentajes de riesgo en la violencia contra las mujeres y los niños como hacemos con los accidentes de tráfico, repitiendo campañas que permitan la disminución del daño? ¿Cruzar los dedos para que a nosotros no nos toque?

Sé que no estoy dando respuesta a un problema de extrema gravedad. Y no la doy porque no la tengo. Con toda sinceridad no la tengo, y sólo me atrevo a intuir que todo (o casi todo) procede de la educación que recibimos en nuestra familia, de los roles de hombres y mujeres en ella, de los roles de adultos y niños que, en el supuesto de una sociedad del futuro sin machismo, podría conducir a una sociedad más justa (no absolutamente justa, porque no hay nada absoluto) para cualquiera.

¿Y mientras tanto qué hacemos?

Termino como empecé, citando a Lorenzo Silva, que dedica su libro de relatos a sus padres, «que me enseñaron a no unirme a los lobos»:

Justo cuando cierro estas líneas, leo en la prensa la violación y la agresión brutal (como se aprecia en las imágenes que acompañan a la noticia) de una turista americana en Madrid, hace unas noches, en el intercambiador de Aluche, por parte de un individuo que se ofreció a hacerle compañía hasta encontrar un autobús o algún medio que la pudiera llevar a casa.

Un lobo más al que tal vez podamos reeducar. O no. ¿Y mientras tanto qué hacemos?


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

 

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