El vestido de lino
/por Ibrahim Aslan; traducción de Clara M.ª Thomas de Antonio/
Se bajó del autobús junto al Tribunal Superior de Justicia, cruzó la avenida 26 de Julio, de doble dirección, y caminó por el otro lado.
Era de noche, y las bombillas de colores rodeaban el anuncio que estaba colgado a la entrada del cine, donde se apiñaba la gente para la sesión de las nueve. Desde allí, los ojos de ella le fueron sonriendo, hasta que él se acercó a la zona del bar, que estaba abierto y donde el empleado, inclinado con su chaquetilla blanca, preparaba un gran trozo de carne haciéndolo girar ante el fuego. Aspirando el aroma del asado, le dijo:
—¡Hola!
—¡Hola! —contestó ella.
—¿Adónde vas?
—¿Y adónde vas tú?
—No sé, a ninguna parte —replicó.
Él fijo la mirada en sus grandes ojos, en los que se reflejaba la luz de las menudas bombillas de colores, mientras escuchaba el ruido que hacía el empleado con el filo del cuchillo al recoger los restos de la carne en el borde de la redonda bandeja de metal.
Caminaron lentamente hasta cruzar la acristalada puerta de entrada que estaba abierta. Ella iba un poco por delante de él. Llevaba un vestido de lino y un grueso abalorio azul prendido a un lado de su espesa melena.
Ella se detuvo, dando la espalda al tablón del que colgaban escenas de la película que se exhibía. Él se paró ante ella en una zona donde era menor el movimiento de gente. La chica se había puesto sobre la breve pechera una flor de seda a tono con el color del vestido.
—¿Vas a entrar al cine?
—No.
—¿Por qué?
—Por nada.
—¿Es que has visto la película?
—¡No, de veras!
—Entonces, ¿por qué no quieres entrar?
—¿Y qué vamos a hacer en el cine?
—Podemos hacer de todo —y se amplió su sonrisa.
—Hay demasiada gente —dijo él sonriendo a su vez.
—¿Y qué importa? —replicó poniéndose a balancear de un lado a otro su bolso de piel blanca.
Al cabo de un ratito, se volvió hacia la puerta de entrada contigua.
—La sesión va a empezar.
—¡Hay demasiada gente, mujer!
—Yo no voy a las casas —dijo enfadada.
Y echándose hacia atrás, temblando, añadió:
—No me gusta ir a las casas.
Él observó sus pies pequeñitos, con las uñas plateadas apiñadas en la puntera de las viejas sandalias marrones, y le dijo:
—Es que tengo trabajo.
Ella le miró sin levantar el rostro, dejando ver sus largas pestañas y el fino agujero del lóbulo desnudo de su oreja.
—¡Sí, de verdad! Tengo turno de noche.
—¿En qué trabajas?
—Trabajo de funcionario.
—¿Funcionario?
—Sí.
—¿Dónde?
—En Telégrafos.
—¿Y dónde está eso?
—Junto al Conservatorio de Música.
—¿Ese edificio alto?
—Sí… Trabajo en el cuarto piso.
Al cruzar los brazos sobre el pecho, sus senos se redondearon. Levantó el rostro hacia el cuello abierto de su camisa y su vello canoso:
—Entonces, ¿dónde estabas? —le dijo—, ¿cenando?
—¡Qué va! Acabo de venir de casa.
—¿Dónde está tu casa?
—En Imbaba.
—¿Cerca de al-Munira?
—No, junto al Kit Kat. Pero mi hermana vive cerca de al-Munira.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó mientras sus ojos recuperaban la sonrisa.
—Me llamo Suleymán.
En ese momento se elevó la voz de un chaval pregonando su mercancía tras los muros que rodeaban las enormes zanjas de las obras del metro. Él fue siguiendo esa voz hasta que se acercó con su carga de periódicos.
—¿Te traigo uno? —le dijo, echándose la mano al bolsillo.
Ella lo rechazó, sacudiendo la cabeza.
—¡Son los de mañana! —replicó él.
—No, gracias.
Pero, al verle bajar de la acera, le dijo en voz alta:
—Vale, trae.
Volvió con dos ejemplares del periódico, y le dio uno.
—Gracias.
—De nada.
Luego añadió sonriendo:
—¡Con permiso!
Y, abriendo el periódico ante sí, bajó a la calzada y caminó lentamente por la estrecha acera que dividía ambas direcciones. Pasado un rato, se volvió.
En la entrada del cine ya no había espectadores. Ella estaba en el círculo de luz, junto al tablón sobre el que estaban pegadas las escenas de la película que se exhibía. Se detuvo a mirarla hasta que ella volvió el rostro, lanzó una mirada en su dirección con sus grandes ojos, y luego se enderezó, con el vestido de lino, la espesa melena y el grueso abalorio azul.
Ibrahim Aslán (1935-2012) es una de las figuras principales de la narrativa egipcia contemporánea. Aunque nació en Tanta, una pequeña ciudad del Delta del Nilo, casi toda su vida transcurrió en el popular barrio Imbaba, en El Cairo. Admirador y amigo del Premio Nobel (1988) Naguib Mahfuz, en 1965 publica sus primeros relatos en revistas y a su primer libro de cuentos, El lago del atardecer (1971), al que siguen la aclamada novela La garza (1983) y varios libros más, como Turno de noche (1992) y Pájaros del Nilo (1999). Su labor como editor de la colección Afaq al-Kitaba, del Ministerio de Cultura egipcio, le situó en una situación delicada cuando los integristas emprendieron una campaña contra él por haber publicado la novela Banquete para las algas del escritor sirio Háydar Háydar, muy crítica con las dictaduras de algunos países árabes. La obra acabó siendo retirada de las librerías por el ministro de Cultura, Faruq Husni. Aslán se planteó entonces la posibilidad de trasladarse a París, pero finalmente permaneció en El Cairo y mantuvo su compromiso político con las causas que estimaba justas, como las reivindicaciones del pueblo palestino, la defensa de la libertad de expresión y la exigencia de una verdadera democracia en los países islámicos. Su obra es poco conocida en España, donde sólo se han publicado La garza (Huerga y Fierro Editores, traducción de Milagros Nuin Monreal, 2004) y Turno de noche (Ediciones Trea, traducción de Clara María Thomas de Antonio, 2007).
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