Creación

El héroe y el enano

El Cuento Semanal lleva en esta ocasión la firma de José Ramón González-Regueral, español de Gijón cuyo periplo vital lo llevó a Cuba, en cuya revolución participó y donde escribió el libro de relatos 'La noche ancha', del que forma parte este relato.

El héroe y el enano

/por José Ramón González-Regueral/

Tercer piso. Corredor A. Cuarta puerta a la derecha. Teclea una máquina de escribir. Los corredores se llenan de ecos apagados de voces, portazos y gemidos. Una iglesia cercana golpea en bronce las cinco de la madrugada.

Todo el día es una larga madrugada en el Departamento de Investigaciones.

Un oficial investigador bosteza y se rasca suavemente un granito incipiente que le ha salido en el pescuezo. La máquina de escribir deja de teclear, esperando.

—Aparte…, entre paréntesis…

La máquina de escribir vuelve a teclear.

—Número uno… Cumpliendo órdenes superiores…, en la noche del nueve de diciembre…, siendo las tres de la madrugada…

El tecleo de la máquina de escribir golpea, en agudos latidos, el cuello, bajo la nuca.

—Digo…, no… Las tres de la madrugada del nueve de diciembre son las cero-tres-cero-cero del día diez… Ponga diez…

El cuello alto de la guerrera roza agradablemente el grano provocando un picorcillo amable.

—… se llevó a cabo un registro en la casa marcada con el número cuatro de la calle de la Fábrica…, piso primero, derecha, domicilio del ex teniente del…

No, eso no puede ir así. Hay que poner: titulado teniente del ejército… o mejor: de la fuerza insurgente. Cada cosa tiene su nombre…

—… actualmente fugitivo… Número dos…, también aparte, y entre paréntesis… Que en dicho lugar se llevó a cabo el arresto de su mujer, Silvia Rodríguez Álvarez, la cual fue conducida a las oficinas de esta unidad…, para ser sometida a interrogatorio en el curso de la investigación que se sigue sobre el…, sobre un delito de tráfico ilegal de armas y pertrechos bélicos destinados a los rebeldes, según antecedentes confidenciales que obran en este sumario, constituyendo el legajo número uno…

 

Ultimo piso. Despacho del coronel jefe. Hora calma de la digestión del desayuno: cuatro de la tarde. Las dieciséis-cero-cero.

—Los informes por escrito contienen lo más sustancial —explica el oficial investigador—. Ahora bien. Sobre el caso de este hombre, creo que habrá que establecer algunas aclaraciones…

 

Sótano. Ultima celda del corredor. Dos hombres yacen en el suelo, bajo la luz amarillenta de un globo eléctrico. Hay vaho de humanidad en la atmósfera pesada. Duermen. Huyen, dentro de sí mismos.

Pasos por el corredor. Ahí traen a uno nuevo.

Ruidos de cerrojos que chirrían en la celda de al lado. Susurros. La puerta se cierra, con un golpe definitivo. Los pasos se alejan.

Lo han puesto incomunicado.

 

De pronto se encontró en la oscuridad. Sintió un impulso primitivo de volverse a pedir explicaciones, pero enseguida se dio cuenta de lo tonto de la idea. Es inútil pedir explicaciones en la oscuridad.

Se sintió niño por el miedo. Siempre que sentía miedo, le pasaba lo mismo. Revivía la época de sus terrores infantiles y, sonriendo, en larga sonrisa interior, se le curaba todo. Era tan sencillo como dos y dos son cuatro. Se ponía a pensar que aquellos miedos de niño no tenían ton ni son; que no tenía por qué tener miedo. Y así se le pasaba el miedo. Era un modo absurdo e incongruente de quitarse el miedo. Pero daba resultado.

Sin embargo, aquella vez no le dio resultado el cuento del niño pequeño. Tenía miedo de persona mayor.

Lo más importante, ahora, es saber dónde tengo que poner los pies.

El miedo que sentía era un miedo fuera del tiempo. No le impedía pensar. Se puso a pensar en sus pies, inmóviles en la oscuridad.

Se puso a pensar. Fuera hacía frío. El aire de la celda estaba templado.

Debe haber alguien aquí.

Escuchó. No podía escuchar. Había demasiado ruido.

Tengo demasiado ruido por dentro. Como si tuviera la frente hinchada. Y no me han pegado todavía.

Se apretó el vientre con las manos.

Tampoco son las tripas. Será el corazón.

Estaba hecho un lío. Siempre se hacía un lío cuando se ponía a pensar por pensar. Por no hacer nada. Pero tenía que hacer algo.

No puedo estarme aquí parado toda la noche. Me gustaría acostarme.

Pero seguía quieto, sin moverse, en la oscuridad. Afuera sonaron voces, órdenes y risas al final del corredor.

Empezó a mover un pie, lentamente…, como si estuviera andando sobre cestas de huevos. Y después el otro. Se oían pasos por el corredor.

Tropezó con la pared, y fue acurrucándose hasta sentarse. Los pasos se detuvieron junto a la puerta.

Estiró las piernas.

Nunca pensé que tuviera las piernas tan largas.

Aquello no tenía ni pies ni cabeza.

La puerta se abrió de golpe. En el marco de luz, dos policías de paisano lo esperaban.

—Ponlo en la celda de al lado, con los otros.

Se levantó y caminó delante de los policías, humilde y cooperativo.

 

Llevaba un buen rato despierto. Tenía ganas de hablar, pero los dos detenidos con quienes compartía la celda seguían tumbados, como durmiendo. No dormían. Nadie duerme, realmente, en una celda. Se dormita, y se ven cosas extrañas como en sueños. Pero no se duerme.

—… habrá que establecer algunas aclaraciones…

—Aquí no se pueden pedir explicaciones. Los de arriba no contestan, y los de abajo no saben nada de nada.

Sacudió al más joven, que estaba junto a él.

—Tú ¿por qué estás aquí?

El más joven abrió un ojo. Luego el otro. Se desperezó, chascando la lengua.

—Por llevarme la luz de un semáforo. Infracción del tránsito. Soy inocente.

Hablaba en broma, convencido de que una broma así puede ser la cosa más seria del mundo. El otro detenido reía en silencio, un poco más allá. Era un viejo ladino con aspecto de anarquista antiguo, o agitador sindical. Tenía una barba sucia de una semana. Una barba con pelos blancos y negros, desordenadamente dispuestos.

—Aquí abajo todos somos inocentes, mientras los de arriba no demuestren lo contrario —explicó sentenciosamente—. Pero da lo mismo, porque allá arriba todos somos culpables…, y no hay manera de demostrar lo contrario.

—¿Dices que por llevarte la luz de su semáforo?

—La luz roja…

—¿Exceso de velocidad también?

—No. Iba a pie…

El viejo se puso en pie, rascándose los flancos como un perro callejero. Rió.

—No. La luz roja nada más —explicó el joven.

Aquello no tenía sentido. ¿Cómo pueden estar tan conformes? Esto es un terrible error judicial.

—¿Y eso es tan grave? —preguntó él.

—¡Claro, hombre! —exclamó el viejo—. ¿No ves que era la roja? Si hubiera sido la verde, la situación sería muy distinta…

—¡Pero fue la roja! ¡Tenía que ser la roja! —dijo el joven, jocoso.

—¡Qué barbaridad! ¿Y qué hiciste con ella?

—¿Yo?… Nada. ¿Qué iba a hacer? Soy inocente…

El viejo avanzó, sujetándose los calzones remendados, vencidos.

—Nada, ¿ves? Es inocente… Él es inocente. ¿Y tú? ¿Por qué estás tú aquí?

—No sé. Me gustaría gritar. Pero aquí no se puede gritar hasta que le dan a uno. Duele, y hay que gritar, ¿no?

—No —dijo el viejo—. Estás equivocado. No duele. No duele como tú te figuras. Uno trata de no gritar. Pero hay que gritar…

—Me gustaría gritar ahora.

—Pues grita, hijo, grita —respondió el joven, risueño.

No sé si debo gritar. A lo mejor grito, y no me oigo yo mismo. No sé si estoy soñando. Tengo demasiado ruido por dentro… Tengo ruido de tripas en la frente. A lo mejor es que estoy enfermo del corazón… Tengo que ir al médico enseguida…, en cuanto salga de aquí.

 

Debo tener mal olor en los pies. Desde el sábado no me cambio de calcetines…

—¿Qué día es hoy?

—No sé… Creo que jueves.

—¿De qué semana?

—De ésta.

¡Ah, sí, claro! Voy a pensar… Voy a pensar en la muerte, a ver si se me quita el miedo.

—¿No se podría apagar la luz?

—No; aquí la luz no se apaga nunca. Así nunca sabemos si es de día o de noche. Abres los ojos, y es de día. Los cierras, te duermes, y es de noche. Si sueñas, es lo que tú quieras… Algunos pasan tres días aquí, y son como si fueran seis meses. Otros llevan aquí tres meses, sin que nadie arriba se acuerde de ellos, y siguen creyendo que llegaron anoche…

¡Cómo sabe cosas este viejo!

—¿Tú cuándo llegaste, viejo?

—¿Yo? Ayer…

—¿Y tú? ¿Desde cuándo estás aquí?

—Yo no he llegado todavía —responde el joven—. A mí me mataron ya.

—¿Te mataron ya? ¿Cuándo te mataron?

—Mañana.

Sí; claro. Es natural. Así es como es. Aquí les pegan primero. Primero los matan a palos, y luego les entran a tiros.

El coronel jefe ríe de buena gana, con el informe verbal del oficial investigador.

—Sí; por el momento no es más que sospechoso. No le podemos levantar acta con la acusación de que estaba durmiendo con la mujer del teniente.

—Yo creo que no tiene nada que ver con el contrabando de armas —explica el oficial investigador.

—Es posible. Pero no lo suelte todavía. Para empezar, es culpable de adulterio. Eso se castiga mucho.

—¿Lo vamos a procesar por adulterio, coronel? Nuestra jurisdicción…

—¡No, hombre!… Pero puede salir otra cosa…

 

Aquí abajo estamos todos muertos ya. No tenemos salida…

—Entonces tú no has llegado todavía.

—No. Lo único que yo hice fue llevarme la luz roja de un semáforo…

—Ayer…

—No. Hoy…

—Eso es… Entonces te arrestan hoy, ¿cierto?

—No. Ayer…

—Y te entran a palos…

—Eso mismo. Un día sí y otro no, desde hace tres semanas.

El viejo viene a completar la explicación:

—Seis meses, ¿comprendes?

—¡Ajá! ¿Y te ejecutaron ya, dices?

—Sí; mañana al amanecer. Junto al cementerio, por la parte de afuera.

—Por… llevarte una luz. ¿Roja?

—¡Rojísima!

Parece mentira, la importancia que puede tener un color.

—¡Si hubiera sido la amarilla!…

—O la verde…

Pero no había sido ni la amarilla ni la verde. Había sido la luz roja, rojísima. Así la habían visto los soldados que iban en aquel camión, antes de morir. Una roja llamarada terrible.

El viejo hizo la explicación:

—Se pone la carga en un tragante de alcantarilla, y se sacan los alambres del explosor, hasta la esquina. Después hay que esperar a que pase el vehículo… Contar hasta tres, desde que cruza sobre la raya marcada con tiza en el suelo, y… ¡pumba!…, patas arriba todo el mundo.

—Murieron todos los del camión, ¿verdad?

—Creo que todos… No oí gritar a nadie.

—¿Y cómo te agarraron?

—Mala suerte. Un auto patrulla pasaba a dos cuadras de allí y me vio correr…

—No debiste haber corrido…

—Me hubiera gustado verte allí…

—¡Estos jóvenes!…

 

Me siento un enano dentro. Un enano cobarde y patizambo. Me paso la vida trabajando en una oficina, sin enterarme de lo que pasa. Y, cuando me entero, miro para otro lado. Hubiera querido ser más pequeño, y trabajar en un circo. Pero me sobra estatura. No soy bastante enano. Y me falta valor. No soy bastante hombre.

Hay que ser muy hombre, para dejarlo todo y largarse con un circo. Yo sólo voy al circo una vez al año. A la función del sábado, que es mi único día de salida. Así, el domingo puedo quedarme en la cama hasta las doce.

También tengo una amante, para los sábados por la noche. No me interesa la política. La política no es más que un quítate tú para ponerme yo. Lo único que me interesa es mi trabajo. Mi trabajo en la oficina.

Mi amante se llama Silvia. Es casada y su marido no vive con ella. Así no se complica uno la vida. No es demasiado bonita, pero es una gran mujer. Admiro a las mujeres que son capaces de sacar adelante a sus hijos.

Silvia no es muy bonita, pero tiene un cuello blanco y fino. Precioso. Claro que la que me gusta a mí es Marta, la secretaria del jefe. Pero es demasiado seria, demasiado pagada de sí misma. Está muy por encima de mis posibilidades. Es una mujer imposible.

El viernes por la tarde me dejó sobre la mesa un pedido urgente. Paños. Para el miércoles, por telegrama. Había que confirmar la aceptación del pedido por carta. Y hacer la letra a noventa días. En la factura van incluidos los impuestos, que se los cargamos a ellos…

  

Tengo que pensar en la muerte, para ver si se me quita un poco el miedo. A ver. Cerrando los ojos…

Cuando se está en la oscuridad…, ¿cómo podría terminar esto?

Cuando-se-está-en-la-oscuridad… Nada…, no puedo. No puedo pensar. Ellos lo piensan todo, allá arriba…

Bueno, menos mal que, al fin y al cabo, tengo la conciencia tranquila. Todo fue una equivocación. Ya me soltarán por la mañana…

Al joven se lo llevaron hace dos horas, y no ha vuelto. Deben haberlo matado ya.

¡Ya está!… Estar en la oscuridad es estar en el centro importantísimo de algo muy grande y muy oscuro. Eso es la muerte…

Y se quedó dormido.

 

El oficial investigador pensaba que el hombre era completamente inocente. Pero en el Departamento de Investigaciones todos los inocentes son completamente sospechosos, mientras no se demuestre lo contrario.

El forúnculo apuntaba ya una cabecita rosada, y punzaba como un alfilerazo insistente y molesto. Pasando suavemente la yema de los dedos sobre la punta sensible, el oficial investigador hizo la primera pregunta:

—¿Sabes por qué estás aquí?

—No, señor…

Sí, señor. Me llevé la luz de un semáforo, como el otro. Y me agarraron los del patrullero…

—Siéntate.

—Muchas gracias. Estoy bien así.

—Siéntate, te digo.

Sí, señor. Muchas gracias. La silla es mucho más cómoda.

El oficial investigador hizo como si leyera unos informes escritos a máquina en papel cebolla. Luego levantó la vista, clavándole de frente una mirada azul-gris.

—Vamos a ver… ¿Cómo se te ocurre echarte de querida a la mujer de un teniente rebelde? ¿No te da vergüenza?

—Bueno… yo…

Ella tenía una lata de aceite. Aceite del bueno, para freír. Quería montar en el autobús y yo la ayudé…

—Yo no sabía nada…

Ella tenía una cara agradable, como de viuda joven. Un cuello…

—… blanco y fino. Es una mujer atractiva…

En la pensión donde yo vivo le ponen muy poco aceite a la comida. Cocinan con manteca. Manteca mala…

—Entonces yo pensé que, a lo mejor, ella me vendería aunque no fuera más que medio litro…

En bolsa negra, desde luego. El aceite bueno es dificilísimo de encontrar, aun en bolsa negra. Los policías y los militares tienen de todo. Raciones extras, especiales. ¡Qué raro, que no siento hambre!

—Uno no puede ponerse a hablar de bolsa negra con una mujer que tiene el cuello blanco y fino. Usted comprenderá…

El oficial investigador comprendía perfectamente. Pero quería saber más. Le divertía aquel pobre hombre debatiéndose indefenso, insignificante, bajo su poder enorme de policía.

—¿Y después?

—¿Después? Nada. Ella se bajó del autobús, y no la vi más… Eso fue hace unos cinco o seis meses. Luego la volví a encontrar…

—¿En el autobús?

—No; en la consulta…, en la clínica. Estaba con los niños.

—¡Los tres niños del teniente!…

—Uno de los niños tenía rubeola…

—El teniente es rubio, ¿no?

—¿El teniente?…

Este hombre no entiende. Le estoy hablando de los niños, y me salta para el teniente. ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra?

—El niño tenía rubeola… El más pequeño.

—¡Te estás contradiciendo!

—¿Yo?

—Sí, tú. Primero dices que el teniente es rubio, y luego lo niegas. ¿El teniente es rubio o moreno?

El que se contradice es él. Pero lo mejor es no discutir.

—No, señor. El de la rubeola era el niño. El más pequeño, el que se murió a los pocos días…

Tuve que ir a la funeraria a pasar un mal rato. La caja pequeñita, rodeada de mujeres viejas. Y la cara de Silvia, seria, muy seria. Fue algo terrible, porque el marido no estaba. Y yo no era el marido. Nadie me hizo caso.

—Le quedaron los otros dos…

Se hizo un silencio embarazoso. El oficial investigador callaba. Él callaba también. Entonces se dio cuenta de que el oficial investigador tenía un grano en el pescuezo. Sin saber por qué, aquello le hizo gracia. Era una especie de venganza; una venganza pequeñita.

—¿Me permite una pregunta?

—A ver…

—¿Están aquí todavía?

—¿Están?, ¿quiénes?

—Los…, los niños.

—Eso no te importa.

No es posible que los hayan matado. No pueden haberlos matado. Son demasiado pequeños, demasiado niños todavía. No se meten en nada.

—Te advierto que no ganas nada con callar. Silvia lo cantó todo.

Les han estado pegando a los niños. Son capaces, son muy capaces. Les han dado golpes, para hacerlos llorar. Pero Silvia no puede haber hablado. Ella es así.

—Con la declaración de Silvia tenemos suficiente para ti y para ella.

Le han pegado también a ella. La desnudaron delante de sus hijos, y la golpearon como salvajes, hasta hacerla sangrar por la boca. Son capaces. Son muy capaces. Silvia…, desnuda…, sangrando…, delante de sus hijos…

—Bueno… Si Silvia habló, habrá dicho la verdad… Y yo…

—¿Tú qué?

—¡Que yo no tengo nada que ver con la cosa!

Se hizo otro silencio embarazoso. El oficial investigador, con rápido movimiento, puso el vergajo sobre la mesa.

—¿Sabes lo que es esto?

—Sí…

Sí…, un semáforo. Una luz de tránsito.

—¿Tú sabes con qué se hace esto?

—Sí…, creo que sí. Con un… toro…

Con un toro. Es un pedazo de toro. Se le quita el buey, y ya…

—Y cuánto más macho sea el toro, mejor, ¿no?

—Sí; sí, señor.

—Tú eres muy macho, ¿verdad?

—¿Yo?… Bueno; lo normal… Dos o tres veces…

Dos o tres veces, el sábado por la noche. En toda la noche, se entiende. No; no lo entiende.

—¿Nada más? ¿Con una mujer así, que tiene el cuello tan blanco y tan fino? ¿No te da vergüenza?

—Bueno… Es que yo…

Yo, durante la semana, me levanto temprano para ir a la oficina. Pero me parece que es inútil explicar eso.

—¿Qué hacías en casa de esa mujer, cuando llegó la Brigada?

—¿Yo?… Estaba durmiendo…

Ya había… habíamos terminado. Y estábamos durmiendo. Ella y yo. Silvia y yo, en el calorcito de la cama camera…, cama camera…, cama camera…

—… y me despertaron los golpes en la puerta. Creí que era la policía…

El investigador sonreía, acariciándose el grano del pescuezo.

—¿Y quién era?

—La policía…

Sí; pero no me venían a buscar a mí por… por la cosa. Venían a buscarla a ella por… por la otra cosa…

El forúnculo le puso un latigazo violento de dolor en toda la espalda al militar. Había llegado el momento de cambiar la fase del interrogatorio. Dando un vergajazo sobre la mesa, exclamó:

—¿Hasta cuándo vas a seguir haciéndote el bobo? ¿Tú crees que a mí se me engaña así como así? ¿No ves que soy yo mucho más listo que tú?

Mejor no le contesto. No; no sé qué contestarle. Además, si le contesto, se va a enfadar más. Voy a tener que seguirle la corriente.

—¡Quítate la camisa, que la ropa no tiene la culpa!

—¿Me lo quito todo?

Desnudo. Desnudo, como Silvia. Desnudos, los dos…

—¿Me va a dar?

El forúnculo latía ahora furiosamente.

—¿Dónde están las armas?

—Yo no sé nada de armas…, no sé donde están. ¡Yo nunca he tocado un arma! ¡Si tengo los pies planos!

¡Dios mío, que lo entienda! Los que tenemos los pies planos no hacemos servicio militar…, no somos aptos. No recibimos instrucción con armas. No…

El vergajo cayó como una lengua de fuego en su espalda.

Duele. Pero no como me había figurado. No voy a gritar…, todavía.

—Ella dice que su marido te entregó a ti las armas, y que tú las trasladaste…

¡Ay, la cara! Me va estropear la cara. No voy a poder presentarme con esta cara en la oficina. Es curioso. Siento sangre en la cara, pero no duele. Tenía razón el viejo. Doler, no duele…

—¿No te da vergüenza, acostarte con la mujer de tu jefe?

—¡Yo no… no me acosté con ella!

—¿Me lo vas a decir a mí, que te encontré en la cama?

Cama camera…, cama camera…, cama camera cascabelera…

—Sí; con ella sí…, ¡pero con las armas, no!… ¡Con el jefe, no!…

Me preocupa el jefe. No sé qué le voy a decir, cuando vuelva a la oficina. Debía haber hecho la carta, la factura, la letra y los impuestos, que los pagan ellos…

—Fue ella la que se acostó conmigo…

Esto que estoy diciendo es completamente idiota. Me parece que me voy a desmayar. ¿Ese que grita soy yo?

—¡En la cama de tu jefe, con la mujer de tu jefe!…

No; no diga eso, por Dios. Lo que yo haga los sábados por la noche no tiene ninguna importancia. Lo importante es que no hice la correspondencia, ni me ocupé del pedido. Es un pedido importante… Y la letra hay que mandarla al banco… ¿Con qué cara me presento yo ahora en la oficina?

 

El viejo estaba pasándole un pañuelo fresquísimo sobre la ceja, para restañarle la herida. Volvió en sí con desgano.

—¿Qué?…, ¿cómo va eso?

Respondió con un hilo de voz:

—Ahora sí… Ahora sí duele…

Le dolía todo el cuerpo. Los labios no le respondían, como si fueran de corcho. Corcho reseco y sediento.

—Agua…

Le dieron agua. Bebió mucha. Demasiada. Agua tibia, que no quita la sed. Y ahora le pesaban las tripas, como si estuvieran desprendidas de su sitio.

Creo que voy a vomitar.

Luego comenzó a sentirse bien, bien. Le habían puesto ropa bajo la nuca. Ropa doblada, como almohada. No podía tener los ojos abiertos. La luz amarillenta del globo se le metía por la vista, clavándosele en la nuca. Era un dolor pesado, lento y punzante. Como el que siente uno cuando pone los ojos bizcos.

Después se sintió mareado. Como cuando se sopla demasiado tiempo seguido en la cara de un niño. El niño parece que va a ahogarse, y uno se marea.

Fue cayendo, poco a poco, en un sopor lleno de sobresaltos.

Y soñó…

La misma oficina de todos los días. Pero ahora es más grande, inmensa. Allá al fondo, la puerta del despacho del jefe. Está cerrada. Se oye la risa de la secretaria, Marta.

Sólo hay una mesa en toda la inmensa oficina. La luz entra a raudales por el ventanal corrido.

Se han mudado. Se han mudado, y yo no sé adónde tengo que ir, cargando con mi mesa…, mi silla…, mi archivo…

No se atreve a llamar a la puerta del jefe y preguntarle a la secretaria.

¿Qué hago?

La puerta se abre, y aparece el jefe. Es grande, gordo, imponente. Viste de etiqueta con pantalón a rayas y sombrero de copa.

—Ya son las viernes menos cuarto, y este imbécil no ha cursado todavía el pedido —dice el jefe, consultando su hermoso reloj de cadena en barriga.

Lo dice por mí. No me ha visto todavía. Sí; sí me ha visto, y viene…

El jefe y Marta, la secretaria, se acercan. El jefe viene muy serio, muy enojado. La secretaria sonríe luminosamente.

Marta tiene una dentadura lindísima. Y viste con gusto. Siempre tan sobria, tan correcta. Si no fuera tan sobria y tan correcta, sus pantorrillas serían menos lindas…

—¿Por dónde anda usted, hombre de Dios?

La pregunta del jefe tiene ese tono paternal que es anuncio de males mayores.

—Estoy preso, señor jefe…

Ahora el jefe habla con una mezcla de indignación y sorpresa. Cambia una mirada significativa con Marta, y exclama:

—¿Preso?… Y lo dice así, con esa tranquilidad… ¡Preso!… No se le ocurre nada mejor que andar preso por ahí, mientras yo pierdo los miles de los miles porque usted abandona sus obligaciones…

El jefe toma de sobre la mesa varios papeles sujetos con una presilla y un cartoncito rosado que reza urgente.

—¡Mire…, lea…, entérese! ¡Pedido urgente para el miércoles!… ¿Dónde está el miércoles?

—El miércoles está preso también. Fusilado. Muerto. Ya no hay miércoles…

Marta no sale de su asombro…

—¡Pero había que confirmar! —dice con sus labios de rojo discreto.

—Sí; claro… ¡Vaya usted allá arriba a tratar de confirmar lo contrario!

—¿Y la letra a noventa días?

—¿Noventa días? Noventa días pueden ser lo mismo tres meses que noventa días con sus noventa noches… Eso depende…

El jefe está rojo de cólera. Esto le cuesta más de cincuenta mil.

—¿Hizo usted la letra? ¿La llevó al banco? —pregunta.

—¿Al banco?… No, señor. A la cama.

El jefe se desploma, vencido, en la silla.

—¡Me ha enterrado usted!

Ya es de noche en la oficina. Han apagado el motor del aire acondicionado, y todos sudan copiosamente.

—No, no, no, no… Están ustedes en un error. Dicen que yo enterré armas. El hombre dice que las armas me las dieron a mí. Y es muy posible que…, ¡mira, no es mala idea: yo enterré las armas!…

El jefe y Marta se miran, asombrados e incrédulos.

—¿Armas?

—Sí, armas… Armas, municiones y pertrechos de guerra…

El jefe se ha puesto más paternal que nunca:

—Ven acá, hijo mío. No perdamos la cabeza. ¿Cómo se te ocurre meterte en semejante lío? Tú siempre has sido un hombre de paz, de orden. Nuestro negocio, ¿entiendes?, son los paños… Exportación e importación de paños al por mayor y menor… Pe… a… eñe… o… ese… ¡Nosotros no comerciamos con armas ni con municiones!

—Además, yo tengo los pies planos…

—Deje hablar al jefe —dice Marta—. Él sabe lo que dice.

—¡Un momento! Ustedes lo están entendiendo todo al revés. Yo estoy preso. Todos los días me golpean, me apalean. Me dan golpes espantosos que me destrozan por dentro y me desfiguran el rostro… ¿No lo ven? ¿No ven mi cara?… Bueno, pues yo no he enterrado armas, ni tengo nada que ver con armas… Lo que tienen que hacer es venir…, ir allá…, allá arriba, y decirle al oficial investigador que yo soy un hombre de paz y de orden…, que no soy más que un honrado trabajador, un pobre oficinista…, un chupatintas…

El jefe está ahora serio y circunspecto.

—Hijo mío; tú comprenderás que lo que haces fuera de la oficina… Yo… no sé si debo ir a dar la cara por ti…

—¡Pero si no tiene que dar la cara!… Lo único que tiene que hacer es decir que yo tengo los pies planos, y que yo…

Marta no lo deja terminar. Súbitamente va hacia él, y le pasa el brazo protector sobre el hombro. Su seno cálido se siente, suave y terso, en el brazo adolorido.

—¡No; iré yo! No hace falta que usted vaya, jefe…

Ahora Marta lo abraza de frente, apretándose toda ella contra él. Todas las heridas y todos los dolores del cuerpo le saltan de gozo.

—¡Yo sacaré la cara por ti, amor mío!

—¿Ha dicho usted amor mío, señorita?

—Sí; he dicho amor mío, amor mío…

—Bueno, pero… no perdamos la cabeza… ¿Me lo ha dicho usted a mí, refiriéndose a mí?

El jefe es ahora un flan enorme, bonachón y paternal, con voz de almíbar.

—¡Sí, hombre! ¿No ves que Marta está enamorada de ti?

—¿Es cierto eso? ¿De verdad que estás enamorada de mí?

—Desde hace tiempo —dice Marta. Y lo dice derrumbándole su peso en la carne, como un regalo—. ¿No lo habías notado?

—No; la verdad. Lo noto ahora; pero antes, no.

—¿No te dabas cuenta cómo te miraba cada vez que te llevaba un memorandum del jefe?

—¡Por favor, no me aprietes tanto, que me estrujas la corbata!

Es inexplicable, pero tiene puesta la corbata. La misma corbata que se quedó allá, con la documentación, la pluma y el cinturón. La que metieron en un sobre grande, con su nombre. Ahora la tiene puesta sobre la camisa manchada de sangre.

—¡Oh, perdona, querido!… ¡Qué linda corbata! ¿La elegiste tú mismo?

—¿Yo?… No. Me la regaló una mujer que conoce mis gustos.

Marta se revuelve como fiera herida.

—¡Silvia, la mujer del teniente!

El jefe es un viejo verde, babosón, de mirada aguanosa:

—¡No es posible!… ¿Esa que tiene un cuello finísimo y blanquísimo?

—Sí… Pero ni tan fino ni tan blanco… Tiene un grano. Un forúnculo…

El jefe es la imagen viva de la concupiscencia.

—¿Dónde, dónde lo tiene?

—En el cuello. Le molesta terriblemente, porque aún no está maduro. Le pica y le molesta. Me gustaría apretárselo, cuando esté maduro…

—¡Apretárselo, cuando esté maduro! ¡Pillo, qué suerte tienes!… ¡Cuánto daría yo por apretarle el forúnculo a Silvia!

—¿A Silvia? ¿Quién se acuerda de Silvia? ¡Al oficial investigador! Lo tiene aquí, en el pescuezo… Se aprieta, y ¡fuás!…, sale la chicha cagona…

Marta lo mira arrobada. Sus labios entreabiertos boquean como pez fuera del agua.

—¿De veras que ya no quieres a Silvia? ¿Me quieres a mí, sólo a mí, nada más que a mí?

—Hombre…, yo… a Silvia la admiro, y le tengo cierto cariño. Tengo que tenérselo, porque la van a matar. Pero es preciso reconocer que Silvia habló…, cantó todo lo que sabía… Y eso, naturalmente, demerita mucho…

—Tú no cantaste, ¿verdad, cariño?

—¿Tú crees que un hombre como yo canta así como así?

—No; claro que no. Pero por un momento creí que las torturas… La resistencia física de un hombre tiene un límite ¿verdad?

El jefe está emocionado. Por sus mejillas gordas ruedan dos lágrimas sinceras:

—¿Te torturan, hijo mío?

—Sí… Pero no hablemos ahora de cosas desagradables. Vamos al grano…

El jefe baja la cabeza, avergonzado, y se limpia las lágrimas con un pañuelo enorme.

—Sí, señor —dice el jefe, respetuoso y sumiso—. Vamos al forúnculo de Silvia.

Marta lo corrige:

—Del oficial investigador…

Todo parece un sueño. Allí está él, convertido en el personaje más importante de la oficina. Marta, la secretaria, loca de amor por él. El jefe, manso como un corderito. Los empleados, a respetuosa distancia, cuchichean. Han ido entrando, sin que nadie sepa cómo, y miran, sin hacer nada. Es un verdadero acontecimiento sin precedentes en el largo historial de la compañía. Lo admiran a él más que al jefe.

Soy más jefe que el jefe.

Se sienta en la silla, y dice:

—El grano de la cuestión está en…, vamos a ver…

Y mirando a Marta fijamente en los ojos, señala las rodillas:

—¡Aquí!…

Los empleados han comprendido. Discretamente, todos corren atropellándose en silencio hacia la salida. Marta saca de entre los senos una diminuta libreta de taquigrafía y un fino lápiz de dos puntas.

El jefe se ha quedado pasmado, bobalicón, parado en medio de la oficina.

Marta se sienta en las rodillas del héroe. Sus muslos, turgentes bajo la ceñida saya de corte sastre, le encienden todos los golpes del cuerpo en un placer doloroso de hematomas.

El jefe sigue, plantado allí, sin decir nada.

El talle de Marta vibra como un mensaje, cuando él le pasa el brazo para colocar la mano abierta sobre la comba del vientre, el pulgar sobre el ombligo.

Voy a decirle al jefe que se vaya.

—¿Usted, amigo mío?

—Sí, señor —responde humildemente el jefe.

—¿Qué tengo entendido que pasó con ese famoso pedido de paños?

Confundido, culpable, el jefe no sabe qué responder.

—Bueno…, yo… Enseguida me ocuparé del asunto, señor —y comienza a retroceder, de espaldas a la puerta.

—Mejor se ocupa inmediatamente. ¿Hizo usted la letra?

—La mandaré hoy mismo, antes del cierre —dice el jefe ya en la puerta.

—¡Quiero que ese problema quede resuelto antes de que me fusilen!

—Sí, señor… Pierda usted cuidado. Antes de que lo fusilen.

El jefe se ha ido. En la inmensa oficina, solos, Marta y él.

—¿Dónde estábamos, querida?

—En la cárcel, amor…

Cuando Marta habla, él siente las palabras con la mano, a través del vientre de ella. Es maravilloso tenerla sentada en las rodillas.

—¡Ah, sí!… Toma este dictado…

—Estoy lista…

—El forúnculo del oficial investigador indica que el hombre ha llegado al punto de ebullición. Y que el cuerpo está hirviendo. Un forúnculo no es ni más ni menos que una de las burbujas producidas por el cuerpo a través de la piel… ¿Me sigues?

—Puedes ir más aprisa, si quieres. Mi velocidad es de quinientas palabras por minuto. Una vez gané un campeonato.

—Cuando ponemos una cazuela de natilla al fuego, empiezan a salir burbujas lentas, que hacen ¡plop!… Luego vuelven a hacer ¡plop!… Estas burbujas son exactamente iguales a las del agua hirviendo. Sólo que son más lentas. Pues bien: las burbujas del cuerpo del oficial investigador que hierve se llaman forúnculos. Pero como el cuerpo del oficial investigador es más, mucho más gordo que la papilla… y ésta, a su vez, es más gorda que el agua… Pues…, eso… Primero, sale un grano en el pescuezo. Luego, otro en la espalda. Más tarde, en una pierna. Y así sucesivamente, hasta que finalmente se produce el forúnculo en el labio superior, llamado forúnculo de bigote, que nunca debe apretarse, porque entonces la ebullición llega al cerebro, la meninge se cuaja, y el oficial investigador muere…

—… el oficial investigador muere.

—Eso es todo… De usted atentamente, etcétera, etcétera… Mándelo al banco, y recuerde que los impuestos los pagan ellos.

—Sí, querido —dice Marta, poniéndose en pie—. ¿Algo más?

—Nada más —responde él, con una palmada cariñosa en la nalga—. Solamente que no quiero que vuelvas a sentarte jamás en las rodillas del jefe…

—Bueno, eso era antes de que te ejecutaran, amor mío. Desde que te mataron no he vuelto a sentarme en las rodillas del jefe.

—Haces muy bien. Ya que no tuvimos la oportunidad de confesarnos nuestro amor, por lo menos debemos guardar el debido respeto a mi memoria, ¿eh?

—Sí, amor mío…

—Vete a poner flores al pie de la placa de mármol que hay abajo en el vestíbulo… Recuerda que mi nombre está escrito con letras de oro. El primero en la lista de los caídos por la libertad y contra la tiranía…

—¡Quién lo hubiera pensado de ti, que parecías tan insignificante!…

—Una bella muerte heroica descubre la significación significativa del heroísmo heroico de un héroe anónimo, por insignificante que sea…

Marta copia febrilmente en su libreta de taquigrafía:

—… sé… a… ¡Es verdad!

—¡Claro que es verdad! ¡Anda, anda! Ve a poner flores al pie de la lápida marmórea que perpetúa mi memoria…

—¡Tu nombre es pronunciado con unción por los niños de las escuelas!…

—Soy un héroe epónimo…

—¿Qué es epónimo, querido?

—No sé, exactamente. Debe ser algo así como anónimo, pero menos.

Anónimo, pero menos. Efectivamente…

—O como aquel obrero de la compañía de electricidad que murió electrocutado para que no faltara la corriente del salón de operaciones del hospital…

—Como aquel obrero…, pero más…

—¡Mucho más!…, mucho más epónimo y anónimo…

Sintió el agua fría en la cara, y la voz del oficial investigador que le gritaba:

—¡Estúpido!

Al volver en sí, sonriente y adolorido, murmuró algo que los policías no entendieron:

—¿Cómo va ese forunculito, señor oficial investigador?

Luego, más alto, bien claramente, mordiendo las palabras y escupiéndoselas en la cara con sus labios de corcho:

—No voy a hablar ni aunque me maten… Me van a tener que matar… —dijo. Y se dispuso a morir de una vez y para siempre.

 

—¿Cómo va ese forunculito?

—Bien gracias… El que anda mal soy yo…

El coronel jefe tenía cierta debilidad por aquel oficial investigador. Siempre le había gustado su forma de trabajar. Era un hombre joven, un oficial responsable y digno de confianza. Jamás le había entregado una investigación que no hubiera llevado adelante hasta sus últimas consecuencias. Cuando él cerraba un caso, el caso quedaba cerrado, resuelto definitivamente. No había cabos sueltos en los casos resueltos por aquel joven oficial, especializado en investigaciones confidenciales.

—¿Cuándo me va a tener listo el informe del caso de la mujer?

—El de la mujer está completo. Pero falta el del hombre.

—¿El marido? Pero si está en rebeldía…

—No se trata del marido…

—¿Quién, entonces?

—El amante… El que estaba…, ¿recuerda?

—¡Ah, sí!… El pobre imbécil… ¿Encontró algo? Yo creí que ya lo había puesto en libertad…

El oficial investigador se pasó la mano sobre el grano, sintiendo como un calorcillo febril en el hueco de la palma.

—Es un pobre imbécil, culpable de ser inocente…

—En ese caso… No creo que nosotros debamos perder nuestro tiempo ocupándonos de inocentes… Suéltelo…

—No puedo… No podemos… El primer día, sí…, pero ahora ya no podemos… Si levantamos acta, tal y como están las cosas, el tribunal lo pone en la calle. Sale absuelto, libre.

—Bueno, pues que salga absuelto…, ¿qué nos importa a nosotros eso?

—Sí nos importa, mi coronel. ¿Ha pensado usted en lo que puede ocurrir si ese hombre vuelve a su oficina?

—¡Hombre, no creo!…

—Si este hombre vuelve a su oficina, se convierte automáticamente en un agitador, en un agente disociador de la ley y del orden, en un enemigo de la paz…, esa paz que nosotros estamos manteniendo a costa de tantos sacrificios y de tanta sangre. Nadie cree en su inocencia. Él mismo se encarga de hacer creer a todo el mundo que nosotros somos unos imbéciles que no sabemos ni siquiera investigar…

—Pero la conciencia…

—Con la venia, mi coronel: nuestra conciencia patriótica no nos permite dejar héroes en libertad. Los héroes de nuestros enemigos no pueden andar en libertad… La patria estará en peligro, desde el mismo momento que ese chupatintas salga a la calle. Todos los demás chupatintas querrán ser héroes también. Entonces nosotros vamos a tener que sacar las ametralladoras y emplazarlas en los campanarios de las iglesias. Y tendremos que ametrallar a multitudes de chupatintas heroicos…

Suena el intercomunicador, con un zumbido y una lucecita.

—¿Qué hay? —dice el coronel jefe, empujando una palanquita hacia abajo.

De la Sección Confidencial preguntan si el teniente está ahí.

—Sí; está aquí…, ¿qué pasa?

—Que ya trajeron al estudiante que él había ordenado…

A una mirada del coronel jefe, el oficial se inclina sobre el aparato, diciendo:

—Mándenlo para abajo, y hagan el informe del arresto, que ya voy para allá…

Re… cibido —responde la voz rauca a través del intercomunicador.

—Ahora, si usted no ordena otra cosa, mi coronel…

—Está bien, muchacho… Puedes retirarte… Pero déjame decirte antes que tienes razón en cuanto a lo del chupatintas… No demasiada, pero tienes razón…

 

Aquel muchacho no tendría más de diecisiete años de alimentación deficiente y bachillerato. Se había quedado parado en el centro de la celda, sin atreverse a decir nada. Tenía miedo, mucho miedo. Y vergüenza de estar allí. Era otro inocente. En aquellos tiempos los inocentes formaban una inmensa legión, por todas las celdas, cárceles, dependencias policiacas y cementerios.

Se había quedado parado en el centro de la celda, sujetándose los pantalones que pugnaban por caérsele.

—También a ti te quitaron el cinturón y la corbata, ¿eh? —dijo el viejo, por decir algo. Por hablar—. Lo hacen por tu bien, para que no te vayas a suicidar.

—¿Suicidarme yo? Pero si…

—Sí. Muchos se ahorcan, con el cinturón, o con la corbata.

¿Con los cordones de los zapatos también? No; con los cordones de los zapatos no se puede ahorcar nadie. Pero los policías exageran siempre.

—¿Aquí pegan mucho? —preguntó el muchacho.

Voy a contestarle yo. Tengo que decir algo, también. No puedo quedarme callado. Si me quedo callado, pensará que…

—Sí; pegan. ¿Tienes miedo?

El muchacho no respondió. Se fue al rincón, y se sentó en el suelo, sin decir nada. Todos callaban.

Sí; tiene miedo. Y le gustaría gritar de miedo. Pero sabe que aquí no se puede gritar hasta que le dan a uno. Que entonces duele y hay que gritar. Pero no duele como él se figura. Y uno trata de no gritar…, pero hay que gritar… Y todo esto ya ocurrió antes… Pero cuando ocurrió, yo no sabía nada. No me habían pegado…

—Tú sólo cruzaste la calle con la luz roja, ¿verdad? Y eres inocente, ¿verdad?

El muchacho lo miró, y luego miró al viejo. El viejo no dijo nada, y se encogió de hombros.

Me van a matar. Me van a matar a mí también. No van a dejar que me vaya a la calle. Ellos no matan niños, pero yo soy un hombre. Y este muchacho es un niño. Uno de los nuestros. A él sí lo van a dejar ir. No lo van a matar, tan joven. Y él me ha visto aquí, todo lleno de sangre y de golpes. Me ha visto con sus propios ojos. Le daré la dirección de la oficina, para que vaya a contarle a Marta…

Se estaba quedando dormido.

 

El muchacho y él, agarrados de la mano, iban subiendo por un cerro colorado y blando. Era el forúnculo del oficial investigador. Aquí y allá, regados por el pescuezo, se veían enormes vellos rubios. Más arriba, un horizonte boscoso de cabellos más oscuros.

—Ya casi está maduro.

—Ten cuidado por dónde vas. No lo despiertes…

—Él está siempre despierto. No duerme nunca. Por eso tiene siempre cara de sueño. Tú eres el que está dormido…

—Sí; pero eso no importa. Cuando quiera despertarme, me pondré bizco…

—Yo, para despertarme, trago saliva.

—Yo me pongo bizco. Es más fácil. No hay que mover nada fuera de la cabeza. Los ojos están dentro de la cabeza, cuando uno duerme. Me pongo bizco con mucha fuerza, hasta lograr que cada ojo mire al otro frente a frente. Entonces me zumban los oídos, y el ruido me despierta…

—¿Quieres que nos despertemos ya?

—No; espera. Vamos primero a llegar arriba, a la punta del forúnculo.

—¿Para qué?

—Para ver si ya tiene la cabecita blanca.

Llegaron arriba. La cabecita blanca no había salido aún. Se sentaron.

—¿Quieres fumar?

—Yo no fumo.

—Yo tampoco. No fumaremos.

Hablaron de sus cosas:

—¿Es verdad que te robaste la luz roja de un semáforo?

—Sí; pero soy inocente —respondió el muchacho, preocupado.

—Eres uno de los nuestros. Uno de los de abajo. Los de abajo son siempre los buenos. Eres un afiliado a nuestro partido…

—¿Partido?, ¿qué partido?

—No sé qué partido. El Gobierno siempre dice que la culpa de todo lo que pasa la tienen los del partido… Supongo que eso querrá decir algo.

—No sé. Yo no entiendo de política.

—Eso está bien. Pero un hombre no es una isla…

El muchacho lo miró sorprendido:

—¿Un hombre no es una isla? ¡Claro que un hombre no es una isla! Un hombre es un hombre. Y yo soy inocente.

—Tú eres un muchacho. ¿Tienes novia?

—Creo que no.

—¿Cómo que crees que no? ¿Tienes novia o no tienes novia?

—Bueno… Yo creo que sí. Pero no se lo he dicho a ella todavía.

—Entonces tienes novia. Ella es la que…

—¿Qué?

No sabía qué contestarle. Así que le hizo otra pregunta.

—¿Ella se llama Marta?

—¿Marta? No; no se llama Marta.

—Tu madre vive, ¿no?

—Sí.

—¿Ves? Un hombre no es una isla.

—Bueno. Pero yo soy inocente.

—Inocente, no. No hay inocentes. Tú te llevaste la luz roja.

—Bueno. Pero eso no es delito…, creo.

—¡Lástima! No tienes defensa. Los verdaderos culpables, los que guardan armas y dinamita, encuentran siempre la forma de demostrar que son inocentes. Entonces los de arriba les vuelven a pegar. Los torturan, y confiesan…

—¿Y nosotros, los inocentes?

—Nosotros no sabemos nada de nada. No tenemos nada que confesar. Aunque quisiéramos, no podríamos confesar nada. Cuando nos torturan, firmamos cualquier cosa, para acabar de una vez…

—Pero eso no está bien…

—Sí está bien. Los engañamos. No traicionamos a nadie. Guardamos el secreto de los de abajo, aunque firmemos lo que firmemos.

—¿Y qué nos hacen?

—Nos matan igual. Nos matan a todos juntos. Me han dicho que, de madrugada, ponen a los hombres en fila, y los ametrallan contra la tapia del cementerio. Los muertos quedan todos juntos, revueltos, en montón… Son todos iguales…

—Pero hay inocentes…

—No; los muertos no son nunca inocentes. Si los muertos pudieran hablar, todos se confesarían culpables. Después de muerto, es mejor negocio…

—¿Tú crees que a mí me maten también?

—No sé. No creo. Yo preferiría que no te mataran. Mientras no empiecen a pegarte, tienes escape. Pero la luz roja te perjudica…

—¿Nada más por una luz roja?

—Nada más. ¿No te das cuenta de la importancia que tiene una luz roja para el Gobierno? ¿Para qué querías tú la luz roja? ¿Para hacer una bandera, o qué?

—Mira; cuando ingrese en la universidad, voy a matricular farmacia. Y las farmacias necesitan una luz roja por la noche. Si no, no son farmacias.

—Esa explicación no convence a nadie. De aquí a que termines el bachillerato y saques el título de boticario, pasan lo menos diez años. Luego tienes que pedir dinero prestado para comprar frascos, un teléfono, tintura de yodo y una báscula de esas que echan tarjetas con el peso exacto y el horóscopo. Para entonces la luz roja se te ha fundido…

—Mientras tanto, puedo ponerla en la bicicleta.

—¿Tienes bicicleta?

—No.

—¿Cambiarías a tu madre por una bicicleta?

—No; ni siquiera por un trasatlántico.

—Los trasatlánticos necesitan dos luces: una roja y otra verde.

—Sí; una a babor y otra a estribor. Yo nunca sé si estribor es derecha o izquierda.

—Yo tampoco. Pero sé que la luz roja va siempre a la izquierda. Eso es lo malo. Rojo…, izquierda…, ¿comprendes? Allá arriba les basta con eso. Ellos saben que los de abajo tenemos que mentir, para explicar las luces rojas…

—Si llego a saber eso, me hubiera llevado la roja y la verde.

—No es mala idea. Con una luz roja y otra verde, ya sólo te falta un trasatlántico. Cambias a tu madre por un trasatlántico, y te embarcas con tu novia a buscar una isla desierta…

—Y me quedo con mi novia en la isla desierta. Pero, ¿qué hago con el trasatlántico?

—Lo devuelves, y te devuelven a tu madre.

—Pero eso es una estafa.

—¿Y qué? A nadie lo fusilan por estafa. Además…, tú sigues teniendo a tu madre. El dueño del trasatlántico sigue teniendo su trasatlántico, y tú tienes a tu novia en tu isla desierta. Las islas desiertas son del primero que llega. No hay estafa.

—Eso sí es verdad. El que encuentra una isla desierta se puede quedar con ella, ¿no es cierto?

—¡Claro, hombre! Por eso digo que un hombre no es una isla.

—Bueno, pero si un hombre no es una isla, ¿por qué los de arriba se quedan con los hombres aquí abajo?

—Será que no hay hombres desiertos.

—Sí hay hombres desiertos. Yo conozco uno…

—¿Quién es?

—El conserje del instituto. Tiene un bigote amarillo y un chaleco lleno de churre.

—¿Ha estado preso alguna vez?

—¿El conserje preso? ¡Qué va! Si es un policía retirado…

—¿Ves, que un hombre no es una isla?

Se quedaron callados un buen rato. Entonces el muchacho dijo:

—Voy a tragar saliva…

Tragó saliva, y desapareció.

Yo no voy a tragar saliva, ni me voy a poner bizco. No quiero despertarme. Tengo que hablar antes con el oficial investigador.

Fue bajando por la ladera del forúnculo, blando y caliente.

Tiene fiebre. Está fastidiado y molesto, por el forúnculo. El cuello de la guerrera le molesta. Y tiene que abrochársela, cada vez que sale de la oficina. Eso es peor que los golpes…

Estaba sentado frente al oficial investigador. Los dos sonreían, como si fueran grandes amigos.

El oficial investigador tenía un enano sentado en el hombro.

—Parece usted un pirata, con un mono en el hombro.

El enano habló:

—Mono lo serás tú. Yo soy un enano.

—¿Cómo te llamas, enanito?

—Me llamo Cobarde y Patizambo.

—¿Dónde estabas antes?

—Dentro de ti.

—Yo soy un héroe.

—Y yo soy un enano.

—Ustedes son un par de imbéciles —dijo el oficial investigador.

—Y usted tiene un forúnculo que lo vuelve tarumba —dijo el enano.

—Sí; pero ya está casi maduro —respondió el oficial investigador.

El hueso de la cadera le dolía como un ladrillo. Le habían estado golpeando con una varilla de hierro el día antes. Pero el forúnculo le duele más. Se aprieta y ¡fuás!, sale la chicha cagona.

El enano era exactamente igual a él, pero mucho más pequeño. Con cara de niño y dedos manchados de tinta. ¡Chupatintas!

El enano le sacó la lengua. Y era él mismo, sacándose la lengua en el espejo. Pero sin espejo. Mi padre tenía un espejo de afeitarse, que por un lado se veía uno grande y por otro se veía uno chiquitín. Cuando se murió mi padre, alguien rompió el espejo. Éste debe ser el enano que había dentro del espejo.

—Y tú debes ser el grande que había dentro del espejo.

¡Ah, sí! Debe ser que ninguno de los dos estaba dentro del espejo. Los dos estábamos allí, uno a cada lado. Hasta que se llevaron el espejo.

—No digas mentiras. Nadie se llevó el espejo, lo rompiste tú, porque me tenías rabia…

El investigador seguía sonriendo. Le dio un capirotazo al enano, para que se callara. Luego lo sentó con mucho cuidado en la grupa del caballo del Napoleón de bronce que adornaba su mesa.

Tengo frío en las nalgas. Un hombre no debe tener frío en esa parte. Y un héroe, menos que menos. Silvia decía que las dos cosas más frías del mundo son el hocico de un perro y las nalgas de una mujer.

—¿De verdad que crees ser un héroe? —preguntó el oficial investigador sonriendo.

—Soy un héroe. Tengo derecho a ser un héroe.

—No tienes derecho.

—Sí tengo derecho. Es el único derecho que me queda: elegir mi muerte.

—Tu muerte no la eliges tú. La señalamos nosotros. Tú quieres robarte la gloria a costa nuestra…

—Elijo mi gloria. Todo hombre tiene derecho a su gloria.

—Pero así, no. Así es una infamia, una iniquidad, una estafa. Recuerda que tú tienes los pies planos.

—Yo no tengo la culpa de tener los pies planos. ¿Es que la gloria y el heroísmo no son más que para los que no tienen los pies planos?

—Los hombres que tienen los pies planos jamás tocan un arma de fuego —dijo el militar.

El oficial investigador se estaba poniendo verdaderamente pesado. Esta gente no concibe el heroísmo si no es tirando tiros y matando gente.

—Yo nunca he tocado un arma de fuego. ¡Claro que no! Bueno, ¿y qué? Los estudiantes de la universidad son los que tienen los rifles y las pistolas. Son los que salen por la calle, y se enfrentan con ustedes… Esto está bien. Ése es el papel de ellos. Yo hago bastante con dejarme matar. Tengo derecho a mi gloria. ¿O se cree usted que es cómodo eso de dejarse matar como un idiota?

—¡Tu gloria! A cualquier cosa llamas gloria. Es una gloria cobarde. Te dejas matar por cobardía. No tienes valor para seguir viviendo, y te dejas matar, para ocupar un lugar que no te corresponde, en la fosa común de abajo. También tú quieres ser uno de esos héroes anónimos…

—No hay héroes anónimos. Mi muerte será un hecho evidente… ¿Sabe usted una cosa? Yo ya estoy muerto desde que falto de la oficina… Y, además, estoy muerto en el lugar de un revolucionario de verdad… Yo no soy revolucionario, pero puedo ser héroe… Puedo colaborar, dejándome matar en el lugar de un revolucionario… Mientras ustedes ocupan su tiempo matándome a mí, hay un hombre poniendo una bomba, descarrilando un tren, dinamitando un puente… y viviendo. Yo muero en lugar de ese hombre… Ahora, mátenme…

—No. Tú no vas a morir mientras a mí no me dé la gana…

Es un fresco. No sabe que ya no le tengo miedo. Cree que lo trato de usted por miedo. Y él sigue tratándome de tú. Voy a seguir diciéndole usted con intención, para que vea que hay mucha distancia entre los dos. Como decía mi padre.

—¿Qué?, ¿me va usted a hacer inmortal por la gracia de Dios?

—Yo puedo impedir que te fusilen. Después puedes morirte de sarampión, si quieres. Puedo enviar un informe, diciendo la verdad…, diciendo que eres más inocente que las moscas. Saldrás en libertad, cuando a mí me dé la gana.

El enano no entendía nada. Se había bajado del caballo de Napoleón, y estaba dibujando ochos con un lápiz rojo y azul en el canto de la guía de teléfonos.

—Saldremos en libertad cuando a él le dé la gana —repitió el enano, acompasando el ritmo de sus palabras con un número ocho—. Este cochino es capaz de hacernos una porquería semejante. Nos va a poner en libertad, y te vas a buscar tremendo lío con Marta y con Silvia…

—No; no puede hacer eso. No lo dejarán los que mandan más que usted. Yo ya estoy muerto…, ¿sabe usted por qué? Pues porque ya no volveré nunca más a la oficina…

—¡Al cuerno la oficina! —dijo el enano lanzando el lápiz al aire, y haciendo una pirueta.

—Volveré con ellos, con los de abajo. Y tendrán ustedes que matarme de todas maneras. Es cuestión de tiempo nada más. Y, ya ve usted, aquí he aprendido que el tiempo no tiene ninguna importancia…

—Me das lástima —dijo el oficial investigador.

—¿Yo le doy lástima a usted? ¿Yo?… Se equivoca, señor oficial investigador. Los héroes no dan lástima. Los que dan lástima, los dignos de lástima son éstos, los enanos.

El enano se había quedado mirándolo con cara de sorpresa. Estaba estupefacto.

—¿Ahora te vas a meter conmigo? ¿Qué te he hecho yo, vamos a ver?

El enano se había puesto pequeñísimo. Era un enano-insecto, que cabía casi en la palma de la mano.

Lo tomó en la palma de la mano. Pesaba como si fuera de plomo. Y estaba caliente, como un polluelo, como un ratón de cría.

—¿Qué me has hecho? Trabajar. Trabajar como un chupatintas en una oficina. Trabajar una semana y otra, como si en el mundo no pasara nada. Tener una querida con el cuello blanco y fino para los sábados por la noche, nada más que para los sábados por la noche… ¿Te parece poco?

Tuvo la tentación de ahogarlo en la escupidera. Pero no había escupidera. Y, además, le tenía cariño.

No hay enano, ni nada. Lo que pasa es que me están pegando otra vez. Ese que grita soy yo. Tiene gracia. Ahora no grito pero me oigo gritar. Al revés que antes. Además, no tengo miedo. Tengo una alegría salvaje. Ellos me pegan, y creen que me duele. Pero no me duele. No me duele como ellos se figuran. Creo que me he tragado un diente. Un diente enorme. El hueco…, la lengua me cabe por el hueco. Y la boca está llena de una cosa caliente y un poco salada…

El oficial investigador sonreía, acariciándose el grano en el cuello.

—Cuando ese grano reviente, yo seré un héroe.

—Siempre serás un hombre insignificante.

—Voy a ser el cadáver de un héroe. Seré un héroe muerto, que son los mejores. El heroísmo es lo único que no se descompone con la muerte…

Por eso los faraones tenían tanta preocupación por la momia. La momia del faraón ha muerto fusilada. Cuando le quiten el vendaje, encontrarán plomo en el lugar de las tripas…

El oficial investigador se paseaba, arriba y abajo, por su despacho. Se detuvo junto a una ventana estrecha que daba sobre el patio.

—¿Los matan ahí abajo?

El oficial se volvió con gesto indignado, y:

—¿Qué idea te has hecho de lo que es una ejecución? —dijo cruzándose de brazos—. Una ejecución no es una opereta…

—Ya lo sé. Las ejecuciones de opereta son las que uno ve en los libros de historia. En la escuela le enseñan a uno que la pena de muerte viene escrita en un papel con una cinta roja. La firma un general y la lee un señor con bigotes…

—Aquí no hay sentencias de muerte. Aquí se muere una sola vez.

—Sí; ya lo sé. Aquí se muere de síncope cardiaco, y luego le pasan a uno un camión por encima. Aquí no viene un cura a confesarlo a uno…

El oficial investigador se enderezó, al oír la alusión.

—¡Ustedes son enemigos de la religión! ¡Enjuágate la boca antes de hablar de los curas!

—No puedo. La tengo llena de sangre. Y, si me enjuago, voy a poner esto perdido…

Además, aquí no hay escupidera.

—¿Quieres que te traiga un cura, para que te confiese antes de morir? ¿Por qué no? Y también querrás que te traigan un faisán dorado para la última cena, ¿no? Y que te saquen entre un pelotón con bayoneta calada, y en traje de gala, desde la celda de los condenados hasta un paredón recién pintado, ¿verdad? Y que invitemos a la prensa nacional y extranjera, para que escuchen tu última arenga. Y que tomen fotografías de tu ejecución… Quisieras que todo el mundo se enterase de que has muerto fusilado en un fusilamiento de opereta, ¿no es así?

—Todo eso me gustaría. Me gustaría mucho. Ya que voy a morir, me gustaría morir como mueren los fusilados en las películas. Vestido de correcto uniforme. Y un oficial muy serio, arrancándome los botones, y partiéndome el sable, mientras un tambor redobla…

—Como un tambor de circo —dijo el teniente, sonriendo. Tenía una sonrisa triste y lejana—. Ésos eran otros tiempos… Ahora todo es distinto.

—Ahora todo es mejor. Nada de eso es necesario. Basta con que un empleado falte de la oficina, y ya está. Un día, alguien dice que lo mataron, y ya es un héroe. Un héroe de los de abajo. Sin necesidad de uniforme, de condecoraciones… Sin necesidad de academia militar, cualquier oficinista inútil, aunque tenga los pies planos, puede morir como un héroe. Muere con balas en la carne. Lleva plomo en las tripas. Balas verdaderas, plomo verdadero. Plomo oficial, de la santabárbara del Gobierno…

—Pero no es un héroe verdadero…

—Sí es un verdadero héroe. Los héroes verdaderos se conocen porque la carne de sus cadáveres está mechada con plomo…

Como los conejos que cocinaba Silvia. Enseguida se sabía cuándo era un conejo verdadero y cuándo era un conejo de mentira. Los conejos de mentira no tienen plomo en la zanca. No tienen bolitas redondas y duras en la masa de la carne. Los conejos de mentira son los que se crían en las azoteas, con hierba robada de los parques. Los conejos verdaderos mueren en el campo, de madrugada…

—¿Prefieres morir como un conejo?

—Prefiero morir como un hombre. Y voy a morir como un hombre, quiera usted o no quiera. Voy a morir defendiendo un secreto que ni usted ni nadie podrán arrancarme nunca. Nunca le diré dónde están las armas. Ése es el secreto de todos nosotros…, los que estamos abajo.

El oficial investigador hablaba ahora con los otros. Le habían echado un cubo de agua fría en la cara, y la nuca le ardía terriblemente, como el filo de un cuchillo mellado.

El agua me entra por un oído, y corre por el interior del cráneo. No tengo sesos. Me los han sacado por la nariz, como al faraón. Tengo los sesos amarillos y brillantes. Los han metido dentro del vidrio fino de la luz eléctrica. Por eso me duelen tanto los ojos, cuando miro. Y la cucaracha grande que tenía dentro de la cabeza no quiere ahogarse en el agua. Ha logrado trepar por la pared ensangrentada, y me está saliendo por el oído. Pobre cucarachita de Dios, quiero que vivas. Y que sólo te mueras de vieja. Nunca se me había ocurrido pensar que las cucarachas puedan morirse de viejas. Yo creía que sólo morían aplastadas por una chancleta, o asfixiadas por insecticidas…

—Los héroes mueren como cucarachas. Y las cucarachas mueren como los héroes —dijo el enano.

—Éste no sabe dónde están las armas —dijo el oficial investigador—. Pero está en el grupo. Déjenlo hasta el turno de la noche.

—No reacciona —dijo una de las voces huecas—. Y está sangrando por los oídos.

—Es el tímpano —dijo otra de las voces—. Creo que se lo reventaste.

¿Estás seguro? ¿Estás muy seguro de que no sé dónde están las armas?

 

Estaba metido dentro de un pozo profundo como una mina. A su alrededor se movían bultos negros y jadeantes que le sostenían la cabeza, los brazos, las piernas. Eran bultos casi hombres. Hablaban entre sí con susurros resonantes mientras le estiraban los huesos.

Se sentía hinchado y pesadísimo.

Los bultos se habían quedado quietos y silenciosos. Allá arriba sonaban cadenas con retumbos en su estómago. Sintió un vaho caliente que le subía desde el pecho a la boca y toda la cara se le llenó de humedad refrescante con olor a langosta vinagreta.

Los bultos volvieron a moverse a su alrededor, susurrando cosas que no entendía. Luego empezaron a hincharse, empujándolo blandamente hacia arriba. Flotaba ricamente sobre sus lomos, y un grillo comenzó a chirriar en las paredes del pozo.

Allá arriba, en el brocal del pozo, la luz alumbraba rojiza.

Es que los sesos se están secando. Cuando los sesos se secan, dan menos luz. Antes eran amarillos de fósforo y ahora son rojos de sangre.

Seguía subiendo, ricamente, ricamente…

No estoy muerto, Silvia. No estoy muerto todavía. Tengo que vivir hasta que me maten. Ya no tengo miedo, Silvia. Antes tenía mucho miedo, pero ya se me acabó… No voy a volver nunca más a la oficina. No voy a volver nunca más a la oficina. No les diré dónde están las armas. ¡Es fácil, Silvia…, es facilísimo! Y, aunque supiera dónde están las armas, tampoco se lo diría, Silvia. ¡De verdad que no se lo diría!

—¡Pero no lo sabes, imbécil! No lo sabes porque tienes los pies planos…

El oficial investigador tenía una cara de sueño increíble. Parecía imposible que un hombre pudiese tener tanto sueño sin morirse. Y el grano del pescuezo se había hinchado de una manera monstruosa. Había crecido hasta el tamaño de una tetilla de perra recién parida. Tenía un color rojo malva oscuro. Y una cabecita negra, como un clavo, rodeada de un circulito lechoso, y amenazaba romper el pellejo.

Allí estaban todos. Estaba el jefe de la oficina, el enano, la secretaria, y Silvia con sus muchachos. El más pequeño, muerto, en sus brazos. Silvia estaba desnuda, y el vientre le colgaba descuidadamente por el ombligo. En cambio, Marta era una belleza, con su falda de corte sastre que dibujaba tan bien aquellos muslos, y con sus zapatos de medio tacón exacto, que tan bien dibujaban sus pantorrillas. Y con la blusa plisada, de hilo, sin mangas. Por el sobaco, mirando de reojo, se veía la parte donde empieza la carne redonda del seno.

El jefe estaba hablando con el oficial investigador.

—Yo vengo a aclarar aquí una cosa. Y es que la firma que represento no se responsabiliza con lo que sus empleados hagan fuera de las horas laborables. Y a usted no se le escapará que el tráfico de armas se realiza, generalmente, los sábados por la noche…

Había salido del pozo. Ahora todo era claro, luminoso. En alguna parte, una lámpara directa y enorme de luz fría azulada deslumbraba.

Se sentía cadáver.

No estoy muerto todavía. Pero casi…

Recordó aquel cadáver, el único que había visto en toda su vida anterior. Había sido en una casa de socorro, después de un accidente de tránsito. El muerto estaba vestido, y la tela estaba manchada de sangre. La carne rota era violentamente roja, roja brillante…

… y estaba mojado. Mojado y frío, como yo ahora. Estaba pegado al mármol… Yo también estoy pegado… La sangre no es tan roja como cree la gente. La sangre de los muertos es más clara…, aguada y pegajosa. Los muertos se quedan pegados con sangre aguada y babosa… Sangre cortada…

—… el tráfico de armas se realiza generalmente los sábados por la noche…

El enano está contentísimo al parecer. Cabalga sobre los hombros del Napoleón de bronce, y grita:

—¡Viva la semana inglesa!

Nadie le hace caso. Marta la secretaria viene vestida con una túnica griega. Por el sobaco, mirando de reojo, se ve la carne redonda del seno. Es extraño, porque cuando entró traía un traje sastre…

—¡Viva la libertad! —grita Marta, la secretaria. Y añade—: ¡Quiero morir con él! ¡Quiero que nos fusilen juntos!

Es una epidemia de sarampión de heroísmo.

Estoy pegado a la pared, y parezco un trofeo de caza. La sangre se me está cuajando en el pelo, en la espalda y en los talones. Crucificado con mi propia sangre contra una pared. La piel me tira con todo el peso de mi cuerpo…

El jefe se ha quedado mirándolo con cara de hombre conforme, capaz de comprender cualquier cosa.

—Por favor, no busquen más complicaciones… Váyanse todos. Déjenme solo, con el señor oficial investigador…

Ese que habla debo ser yo. Es mejor que se vayan de una vez, para acabar cuanto antes.

El jefe hace un gesto, desentendiéndose de todo. Parece algo ofendido, porque no lo dejan echar el peso de su tremenda influencia en los medios oficiales:

—Bueno. Está bien. Pero yo…, incondicionalmente…

Son palabras; palabras que no dicen nada. Parece una excusa, una salvedad indignada, una protesta de adhesión al régimen. Primero dice que no; luego es que sí y, al final, ofrece toda su cooperación incondicional a la policía. Ésos son siempre así. Luego, cuando los nuestros ganen, dirá que trató de salvarme. Pondrá un billete grande no muy grandeen una caja de zapatos para comprar la lápida de mármol con mi nombre escrito en letras de oro. Y la compañía tendrá su héroe particular. Mi nombre, mis flores y mi sangre darán más tersura a los paños suavísimos y al por mayor en los maniquíes de todos los sastres de la capital…

Marta viene, efectivamente, de traje sastre. ¡Ya lo decía yo! ¿O esto fue la otra vez? Estoy perdiendo la memoria.

—Voy a poner flores al pie de su lápida —dice Marta, con devoción—. ¿Me permite besarlo?

El oficial investigador le da la espalda, y responde:

—Lo siento, señorita, pero está terminantemente prohibido por la Sanidad Militar. Es contagioso; se pega…

—¡Entréguenme, por lo menos, el cadáver!

—Para eso diríjase al negociado correspondiente. Saliendo por ese pasillo, la tercera puerta de la izquierda, antes de llegar a los lavabos de la oficialidad… ¡Buenos días, señorita!

Volvió a caer dulcemente en el pozo profundo como una mina. Los bultos negros y jadeantes le sostenían la cabeza, las costillas y los talones, para que el cuerpo no le pesara estirándole la piel. Se estaban hinchando de nuevo, empujándolo blandamente, deslizándolo por la pared de ladrillos hacia el fondo cóncavo del pozo. El grillo seguía chirriando.

El viejo ladino y el muchachito del instituto hablaban en voz baja:

—¿Nosotros vamos a salir en libertad?

—Dentro de un rato, pequeño.

—¿Tú crees que nos maten también?

—Es muy posible que a ti te perdonen.

 

Aquella madrugada fue más activa que otras, en el Departamento de Investigaciones, a causa del atentado. El coronel jefe, muy pálido y con la calva despeinada, había actuado diligentemente en la emergencia. Con el brazo en cabestrillo, sostuvo a duras penas el teléfono para comunicarse con Palacio:

—Sí, Excelencia…, muy lamentable… El atentado estaba dirigido contra mí, pero hemos perdido uno de nuestros mejores hombres…

— …

—Instantáneamente, Excelencia… Creo que ni siquiera se dio cuenta… La granada le estalló en la nuca, y se quedó sentado como estaba…, sin cabeza… No sintió nada…

— …

—Yo estoy perfectamente… Sólo el brazo; pero eso no tiene ninguna importancia…

— …

—Sí, Excelencia… El comandante llegó enseguida… Él está aquí en este momento… ¿Quiere hablar con él?

— …

—Un momento…

Los dos hombres de uniforme intercambiaron una mirada plena de formalidad disciplinada, y el teléfono cambió de manos.

—Ordene, señor Presidente…

— …

—Sí, señor Presidente.,

— …

—Sí, señor…

— …

—Sí. Inmediatamente.

— …

—Descuide, señor Presidente. Antes de que amanezca, y de la forma más sumaria posible…

— …

—Sin duda alguna, señor Presidente…

El enano, encaramado en el hilo telefónico, fue la única persona que supo lo que había pasado: el forúnculo del oficial investigador había estallado, hiriendo al coronel en un brazo.

 

Ya estaba seguramente muerto cuando lo amarraron a la silla desvencijada. Nunca supo dónde, cuándo ni cómo lo mataron.

Aquella ráfaga de ametralladora tableteó sobre el cementerio, sobre la ciudad y sobre la carne de una docena de hombres.

Aquella ráfaga de ametralladora dejó vacías las celdas del Departamento de Investigaciones.

Aquella ráfaga de ametralladora dejó limpio de papeles el escritorio del oficial investigador muerto.

Aquella ráfaga de ametralladora debió haber tableteado sobre el mar, interrumpiendo el sueño del mundo. Pero el mundo estaba dormido aquel día, a aquella hora.

Aquella ráfaga de ametralladora sólo la escucharon unos cuantos hombres, unas cuantas mujeres desveladas, un sereno que iba a acostarse, un recién nacido que lloraba por primera vez y una niña que había madrugado para lavarse el pelo en el día de su primera comunión.

Muchos confundieron en la lejanía aquel tableteo: un tren que pasaba, un motor que no arrancaba, una llave que goteaba, un mueble que crujía…

Después fueron los campanarios de las iglesias, el rosario de relojes despertadores en todos los vecindarios, las sirenas de las fábricas, las campanillas de los tranvías, el café hirviendo en las cafeteras y las escobas barriendo por los pasillos…

En cierta esquina de poco tránsito, un semáforo cambiaba rítmicamente:

Amarillo…

Verde…

Amarillo y verde…

Nada…

Nada. La luz roja había desaparecido.

Y del enano nadie volvió jamás a saber nada. No estaba entre los muertos. Todos los cadáveres eran gentes de constitución normal, sin marcas ni cicatrices particulares.

 

 

Yo no sé si la disentería es una enfermedad epidémica. Lo único que sé es que hay una epidemia de disentería en la cárcel. Todos los hombres están mordidos por la disentería. Andan por el patio, chupados y pálidos, desolados y tristes, con una tristeza de todo el organismo.

La disentería ha entrado aquí por la comida, dicen. Yo soy un nuevo ingreso, y no estoy cogido todavía. Pero ya estoy sufriendo.

Durante el día, no. Durante el día hago una vida más o menos normal. Sufro de soledad, de aislamiento, de tedio. Nadie me habla, porque soy un traidor. Al principio, cuando llegué, me pusieron en celda solitaria. Es el reglamento. Creía que aquello era malo, y que todo iría mejor cuando me pusieran entre los demás. Pero ahora es peor.

Me miran, y no me ven. Es como si yo fuera transparente. Como si no existiera.

Yo sufro la disentería por la noche. Sufro la de todos estos hombres enfermos, sin padecerla en mis intestinos. Mi cabeza está separada por medio metro apenas del servicio sanitario. Un delgado tabique de por medio, durante la noche entera escucho los gemidos, los suspiros, los lamentos y el correr del agua. En esta galera hay mil quinientos presos. Más de la mitad están enfermos. Y sólo hay un retrete, a medio metro de mi cabeza.


José Ramón González-Regueral (Gijón, 1924-Madrid, 2009) padeció la guerra civil en su ciudad natal, sufrió las cárceles y la opresión franquistas, trabajó al servicio del espionaje estadounidense, conoció los campos de concentración y, a partir de los años cuarenta, trabajó en Cuba como periodista, productor de cine y traductor, en un periplo vital que lo llevó a participar en la toma del poder de Fidel Castro y en las profundas e imparables transformaciones que sobre el país trajo la revolución. Su actividad literaria conocida se limita al conjunto de relatos publicados en 1960 bajo el título de La noche ancha, «la crónica biográfica de mi paso por dos mundos a través de tres guerras»  (y reeditado en España en 2010 con un estudio del profesor de la Universidad de Valladolid José Ramón González), al que pertenece el relato que presentamos a nuestros lectores.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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