cuentinos tristes
La bragueta
/por Juana Mari San Millán/
El alcalde, en el centro de la mesa presidencial del salón de plenos. A su derecha, el secretario del ayuntamiento. A la izquierda, el interventor de fondos. Al lado del secretario, un tanto escorada, la funcionaria encargada de la correcta grabación sonora de las intervenciones de los integrantes del plenario. El ambiente se caldeaba por momentos. Un concejal de la oposición, situado en la esquina de la bancada de la diestra, según se mira desde la mesa presidencial, increpaba en tono desabrido al concejal de empleo del equipo gobernante, ubicado justo en medio de la bancada de la siniestra, culpándolo del incremento del paro durante los últimos diez años, llamándole de todo menos guapo: vago, inútil, incompetente, mentiroso… Este, que acababa de aterrizar en el cargo -un año apenas llevaba con las posaderas en el escaño- replicaba con aires medrosos de novato encogido. Frente a los sapos y las culebras de aquel bocachancla desalmado daban igual las estadísticas de la Encuesta de Población Activa, los datos periódicos del Servicio Público de Empleo o los informes semestrales del Consejo de Desarrollo Local. Los índices de paro del municipio subían al ritmo en que ascendía la temperatura de su verborragia explosiva, al compás de los insultos e improperios de aquel concejal opositor, desenfrenado: los mofletes, colorados de ira; la cara entera, congestionada; la boca, atronadora; los ojos escupían rayos y centellas; las gafas le bailoteaban en las napias al bamboleo de la iracundia; las manos, garfios amenazantes; un hilillo purulento de odio africano le resbalaba de la comisura de los labios al hoyo del mentón, en plan Kirk Douglas en el papel de malo de la película. El inexperto edil de empleo, juventud y turismo descubrió en esa su primera comparecencia, experimentó en sus propias carnes (de cañón talmente) que la pugna dialéctica no consistía en esgrimir argumentos, abundar en razones, aportar salidas consensuadas a los problemas de la municipalidad. No. La cosa iba de vilipendiar al contrincante, de despellejarlo vivo, de montar un pifostio en público, con las teles en directo a ser posible. El despendolado crítico del ala diestra de la casa consistorial, aquel orate edilicio remató la traca expositiva de esta guisa:
—Además de un torpe, un inepto y un holgazán, usted no es de fiar porque camina mirándose la bragueta.
Finalizada la sesión sin otras alharacas memorables, los concurrentes abandonaron el salón. El edil plebeyo —que no curul— y advenedizo de empleo, juventud y turismo, a la chita callando, se escurrió del asiento, se acurrucó debajo de la balda que servía de escritorio corrido a la bancada alta del grupo de la siniestra. Y allí quedó, cual feto en el vientre de la sala plenaria, cuando los ujieres apagaron las luces y trancaron las dos puertas del habitáculo más insigne de las consistoriales.
0 comments on “La bragueta”