Mirar al retrovisor

Los taxis, las diligencias y las máquinas de coser

A los taxis, dice Joan Santacana en este artículo, les sucederá lo que a los satres manuales con los telares y a los coches de caballos con los automóviles a motor; y si las normas obstaculizan el desarrollo de novedades más eficientes, el futuro se encargará de allanar los obstáculos de forma inmisericorde.

Mirar al retrovisor

Los taxis, las diligencias y las máquinas de coser

/por Joan Santacana Mestre/

En todo el país —en realidad, en todo el mundo— los taxistas están agitados. Es el comienzo de un problema grave, dado que las plataformas de Internet permiten proporcionar sus mismos servicios a precios mucho más bajos y de forma, al parecer, más eficiente. Ello significa su muerte, y se resisten a morir. Es lógico.

No es la primera vez en la historia que ocurren estas cosas: los buques a vapor sustituyeron a los elegantes veleros; el papel y la imprenta sustituyeron a los códices iluminados sobre pergamino; los coches sustituyeron a las diligencias, y así ha ido cambiando el mundo. Y en cada uno de estos procesos, ha habido muertes. Murieron los viejos marineros que sabían manejar los velámenes; murieron los pacientes iluminadores de biblias; murieron los conductores de diligencias y ahora se amenaza de muerte a los taxistas. A raíz de esto quisiera contar dos historias casi paralelas que afectan a las máquinas de coser y a los automóviles. Se trata de mirar hacia atrás, por el retrovisor del pasado, para ver qué ocurrió en casos semejantes.

En la Francia del siglo XIX, un sastre, Barthélemy Thimonnier, ideó una máquina que movía una aguja y cosía a gran velocidad. No disponía de mecanismo de arrastre del tejido, pero funcionaba. El ejército francés le encargó confeccionar uniformes y el buen sastre montó un taller con ochenta máquinas de coser.  Los sastres y las cosedoras le declararon la guerra y le destruyeron el taller. Barthélemy, acuciado por la necesidad, construyó nuevas máquinas, mejoró su invento, ¡y éste pasó a coser a doscientos puntos por minuto! Sin embargo, eran aquéllos unos malos tiempos, tiempos de revoluciones, y el 20 de enero de 1831 le volvieron a incendiar el taller y a él casi lo lincharon. Pero el sastre era tozudo y trasladó el taller a un pueblo, y allí empezó a fabricar máquinas para las mujeres, a 50 francos cada una. Pero no tuvo suerte, ya que los sastres que perdían su trabajo se organizaron en forma de piquetes violentos y, aprovechando el movimiento revolucionario de 1848, le volvieron a quemar el taller en el que construía las máquinas. Sólo salvó una máquina y con ella huyó a Inglaterra. No les diré que allí le fuera bien al tozudo sastre, pues murió pobre y arruinado. Pero la idea ya estaba dada y en 1850, tan sólo dos años después, un astuto industrial, Isaac Singer, empezaba a fabricar máquinas de coser en la neoyorquina factoría I. M. Singer & Co. Y ya fue imparable. Pronto otros le imitaron, y las mujeres revolucionaron la confección con estas máquinas. La máquina de coser tuvo efectos positivos, ya que entonces no existía el prêt-à-porter y las mujeres tenían que dedicar muchas horas de su vida a remendar la ropa y fabricar camisas, pantalones y vestidos. Hacer una camisa les costaba no menos de quince horas de trabajo que sacaban del sueño, ya que no hay que olvidar que muchas trabajaban, además, en las fábricas.

Pero la máquina de coser tuvo efectos no tan beneficiosos, dado que se montaron fábricas con muchas máquinas que reclutaban mano de obra barata, los salarios de las cosedoras se hundieron y muchos sastres tuvieron que cerrar sus talleres. Y sin embargo, no se pudo detener a la máquina de coser.

La segunda historia que quería contar se refiere a los primeros automóviles a vapor en la Gran Bretaña. En aquel industrioso país, patria de tantas innovaciones en el siglo XIX, inventaron el automóvil a vapor, que en la década de 1830 ya transportaba viajeros. Pero, paradójicamente, el automóvil a vapor tuvo allí, en sus comienzos, muchos enemigos. Los automóviles movidos por el vapor constituían una eficaz competencia a las diligencias, movidas a tracción de sangre, a base de caballos. Desde finales del siglo XVIII, todo el país estaba unido por una red de vías de peaje por las que circulaban ágilmente miles de diligencias. Los conductores de las diligencias y los propietarios de las redes de peaje vieron en el automóvil a su sepulturero. Buscaron alianzas contra la máquina de vapor y la hallaron en los criadores de caballos, que casi todos eran nobles y aristócratas que se sentaban en el Parlamento. La alianza entre los poderosos criadores de caballos y los monopolios de las vías de peaje venció. ¿Qué hicieron? Simplemente aumentaron los peajes de forma astronómica para los transportes de vapor: argumentaban que los transportes de vapor eran muy pesados y destruían las carreteras y caminos. Y además, decían que eran peligrosos. Por ello consiguieron aprobar el Acta de la Bandera Roja, que obligaba a los vehículos a vapor a llevar tres tripulantes, uno de los cuales debía ir delante del vehículo con una bandera roja informando que se acercaba un vehículo peligroso. Además, se les impedía pasar por los puentes y se extendió el rumor que la velocidad es mala para la salud y es causa de locura. La poderosa alianza de criadores de caballos y monopolistas venció, y el automóvil de vapor desapareció. Pero cuando a finales del mismo siglo XIX Edward Butler, un ingenioso granjero, construyó su primer motor a explosión, no pudo fabricarlo para la venta, ya que el Acta de la Bandera Roja se lo impedía. Gran Bretaña no pudo fabricar coches hasta 1896, cuando finalmente la famosa ley fue abolida. Y las diligencias murieron, y con ellas todo el viejo sistema. Ocurrió con el coche lo mismo que con las máquinas de coser: tan sólo entorpecieron el desarrollo en su país, y de ello se aprovecharon los Estados Unidos, que fueron la patria de las máquinas de coser y de los automóviles. Y es que cuando las normas obstaculizan el desarrollo de determinadas novedades que son más eficientes, el futuro se encarga de allanar los obstáculos de forma inmisericorde.

Ahora que hemos mirado a través del retrovisor, ¿entienden qué va a ocurrir con los taxis? ¿Es necesario añadir algún otro comentario?


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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