Garabateado en la oscuridad, de Charles Simic
/una reseña de Carlos Alcorta/

Elegido por la crítica como uno de los mejores libros de poesía publicados el pasado año, Garabateando la oscuridad es el último título —hasta ahora, porque, a pesar de tener ya ochenta años, la vitalidad creativa del autor sigue deslumbrándonos— publicado por Charles Simic (Belgrado, 1938), uno de los poetas que goza de mayor reconocimiento, no solo en su país de adopción, Estados Unidos —en el que reside desde 1954 (en el poema «Viendo cosas» relata el choque que le produjo el encuentro con otra mentalidad muy distinta: «Llegué aquí en mi juventud,/ un diábolo de una sola cuerda./ Vi una calle en el infierno y otra en el paraíso./ Vi una habitación con una luz tan enferma / que podría haber estado usando un bastón»)— sino en el resto de lo que llamamos cultura occidental. Conviene recordar que, antes de emigrar al otro lado del Atlántico, vivió un tiempo en París, como recuerda en el poema «La película», del que transcribo los primeros versos: «Mi infancia, una vieja película muda./ Oh, tardes de invierno/ en las que Madre me llevaba de la mano/ a un cine oscuro/ donde ya había comenzado la película—».
En nuestro país, gracias a la cascada de traducciones que se vienen realizando en los últimos años —varias de ellas debidas a Nieves García Prados, la traductora de este volumen—, es un poeta de referencia incuestionable para los jóvenes, y no tan jóvenes, poetas verdaderos (los autores de la llamada parapoesía, los que hoy copan las listas de los libros más vendidos, desconocen su existencia, y la existencia de la propia poesía, en la mayoría de los casos). La primera impresión que suscita la lectura de la poesía de Charles Simic, y en concreto de este libro, Garabateando la oscuridad, es la de desconcierto. Uno no puede dejar de preguntarse de dónde provienen esas imágenes con las que construye unas asociaciones semánticas tan sorprendentes, qué imaginación las provoca y las convierte en algo más perturbador que el universo visible. Ésta es, por supuesto, una de las muchas virtudes de su poesía, pero conviene decir también que provoca cierto desasosiego en el lector. Aunque no estemos hablando de una poesía hermética que necesita de una poderosa hermenéutica que la haga comprensible, sí que es necesaria cierta predisposición para dejarse llevar por la inercia del poema. Y es que su poesía dista mucho de ser cómoda porque tras la aparente placidez que destilan sus versos se esconden unas agrupaciones extrañas, difíciles de calificar, que logran desestabilizar la conciencia del lector. Eso sí, esta transformación se realiza sin intimidación, sin violencia, con una especie de sonrisa tranquilizadora en la boca que consigue convertir el inicial miedo a lo desconocido en deseo de compartir con el autor esas ensoñaciones casi impersonales, aunque en algunas de ellas la depravación se manifieste con crueldad y la conmiseración, consecuentemente, este ausente. Simic es un maestro de la ironía y, gracias a ella, convierte la tragedia existencial, si no en una comedia, en algo llevadero. El poema que da título al libro ayuda a aclarar lo expuesto: «Un grito en la calle./ alguien pedaleando contar sus demonios./ Después regresa la calma./ El viento remueve las hojas./ Los pájaros en los nidos/ están contentos de conciliar el sueño./ La noche está refrescando./ Ríos de sangre en los desagües/ esperan al amanecer».
Simic utiliza a menudo imágenes vindicativas —disfraces que trasmiten felicidad a quien los viste, cerdos y lechones corriendo detrás de un camión de mudanza, un loro que desde su percha observa a una muchacha hermosa, etcétera—, llenas de fuerza, que posibilitan interpretaciones diversas. Actúan como campos magnéticos para quien es capaz de observar detenidamente el mundo que tiene alrededor. De esta forma, rompe con las codificaciones previas y reconfigura la realidad. Veamos otro ejemplo, éste del poema «En la iglesia griega»: «La imagen sagrada de la Madre de Dios/ con luz de luna en sus pies/ como un plato de leche/ para que lo encuentre un gato/ cuando se cuele al amanecer». Cada poema parece gozar de una vida autónoma en la que cada uno de ellos guarda poca relación con el resto, pero cuando leemos el libro detenidamente nos damos cuenta que todos ellos forman un conjunto compacto. De hecho, por separado ofrecen solo una pequeña parte de la intención del poeta, que no es otra que la de iluminar esos rincones sombríos de la realidad, a la que solo podemos acceder por aproximaciones, garabateando, no perfilando con precisión los contornos de lo invisible. No siempre lo que permanece semioculto se puede asociar con lo bello, con lo sustancial, a veces la oscuridad es el germen de los más terribles temores, y sólo una sólida confianza en el ser humano —no en mesías o profetas— es capaz de disiparlos. La poesía ejerce entonces la función de tabla salvadora y las palabras resultan ser —flexibles, pero resistentes— los cables que la sustentan.
Por otra parte, aunque muchos de los poemas están escritos en primera persona, no abusa Charles Simic del yo más íntimo. El yo que aparece en sus poemas es un yo exterior que actúa como un espectador de ese yo otro, inflexivo y alienado, que aparece a regañadientes en alguno de sus poemas, como ese hombre calvo que fuma en la cama o ese veterano de guerra que pasea entre las lápidas del cementerio. «En estos poemas —según Laverne Frith—, gente perdida vaga por la nieve sin ninguna esperanza de ser encontrada, y los viejos guerreros acechan en los cementerios en la más densa oscuridad. Las personas sin hogar tiemblan de frío en los quicios de las puertas de invierno, mientras que los residentes caminan confundidos por los barrios de la ciudad, y los dueños de casas solitarias encienden velas solitarias contra un infinito deprimente». Cada vida lleva un arsenal de olvidos y recuerdos, una memoria plagada de multitud de escenas, acontecimientos, deseos y miedos y resulta del todo imposible captarlos todos en un poema. Charles Simic lo intenta a su manera, con la esperanza de que todos esos fragmentos construyan al final un todo; el puzle de la identidad a falta de una última ficha que, por fortuna, mantiene al jugador tan en vilo como a los que callan y ofrecen tabaco.
Garabateado en la oscuridad
Charles Simic
Vaso Roto, 2018
Traducción de Nieves García Prados
152 páginas
19,50€
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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